Michel de Montaigne dice en uno de sus ensayos, no recuerdo en cual, que una de las funciones de la memoria es olvidar. Borges imaginó a Funes, el memorioso, el que nada olvida. Entre esas dos invenciones literarias, está la escritura, la memoria de palabras, los cuadernos de los diarios, los libros de memorias. La escritura es el único antídoto fiable contra el olvido. Si no escribiéramos sabríamos menos de los otros, pero también de nosotros mismos.
Mis años de juventud (Universidad Veracruzana, 2011) son las memorias de Artur Rubinstein, de uno de los más grandes pianistas del siglo XX, redimió y reinventó a su paisano Chopin. Es decir, inventó una nueva manera de tocar su música, que equivale a decir, en parte, de tocar el piano. Rubinstein supo muy pronto que el intérprete debe ser un músico que ennoblece una obra “si es un recreador y no un mero ejecutante”.
Dice Rubinstein en el Prefacio de su libro: “Nunca he llevado un diario” […] “tengo la fortuna de estar dotado de una memoria envidiable, que me permite reconstruir mi larga vida casi día por día.” Al parecer lo recordaba todo, absolutamente de todo, nombres, apellidos, lugares, fechas, anécdotas, conversaciones, a lo largo de seiscientas páginas dedicadas sólo a sus años de juventud.
Nadie recuerda, tal como los narra, todos los detalles de su infancia. Tal vez tenía un pacto con Mefistófeles y en su acuerdo, le dio a Margarita (es decir, un amor incondicional por la vida) un talento endiabladamente excepcional para tocar el piano y una memoria diabólica, digna de un relato de Borges. Thomas Mann llamó a Rubinstein: el “virtuoso dichoso”. Mann sabía cuando un músico tenía pacto con el diablo.
A mí me basta mi desmemoria y la palabra de Michel de Montaigne para saber que nadie recuerda todo lo que ha vivido desde la infancia. Rubinstein dice que recuerda o finge recordar el orden de los sucesos, los contextos, los datos útiles y los otros, los motivos, los detalles mínimos... Nadie se libra de olvidar, sólo Funes, el imaginado por Borges. Por lo tanto, Rubinstein, además de un perfecto pícaro, era un gran mentiroso, pero su libro es tan bueno, tan ameno, que resultó además un buen novelista.
La vida que Rubinstein recuerda, al menos la que escribe, es maravillosa. La cuenta como si fuera una sonata. Yo sé que no fue exactamente así, pero sucede que las cosas son como las recordamos. “La verdad histórica [...] no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, nos advierte Borges. La verdad histórica, lo que sucedió en verdad, con el tiempo, es una quimera, se transforma en una obra literaria.
Ahora, en la traducción de Jorge Brash, la prosa, espléndida, fluye ante los ojos como escuchamos una conversación sabrosa, que nos entretiene e interesa. ¿Por qué nos interesan las memorias de un embustero? Por la misma razón por la que nos gusta la ficción. Este libro debe de tener coincidencias asombrosas con los datos biográficos de Artur Rubinstein, pero no le creo al autor que esto sea una autobiografía. Este libro es pura literatura.
30 de agosto de 2011
La memoria y las Memorias de Artur Rubinstein
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