Nunca había escuchado su nombre, tampoco había leído nada de ella, y de pronto, un artículo de periódico me ha despertado una alegría fría, como su mirada y, al parecer, su literatura; un deseo de leer sus escasos y breves libros, esas palabras desnudas y heladas. "Si los personajes no exteriorizan nada, ¿qué puedo hacer yo? Lo glaciar también revela sentimientos", dice, casi apenada, a punto de justificar la brevedad de su obra, su morosidad en publicar.
Esta escritora italiana de origen suizo, tan tímida, que se encuentra tan a disgusto en la entrevista, es Fleur Jaeggy, mujer de Roberto Calasso, y la antítesis de los escritores que buscan desesperadamente sus minutos de gloria, decir a los cuatro vientos que han escrito una gran novela, que tienen grandes ideas o que han revolucionado un género.
Ella sólo dice que le gusta el vacío y no lo tiene, que se ha desprendido de muchos libros porque lo invadían todo y se amontonaban por el suelo. Tiene una historia verdadera con un cisne, se refugia en un castillo en Alemania, y tiene ideas muy claras sobre la perfección y la brevedad.
Puedo imaginarla en su departamento exquisito de Milán, con su gato, sus libros, su silencio, con cierta morbidez escribiendo sobre una familia de suicidas. Pero no es nada de esto lo que más me ha interesado de ella. De pronto comprendo por qué esta mujer se me revela conocida, fraterna, pues compartimos un placer que ya es secreto, una rareza y para algunos una necedad que cada día me gusta más.
Dice Fleur Jaeggy, con palabras sencillas que me han conmovido: "A veces no tengo ningún proyecto ni ganas, pero sigo yendo a la máquina de escribir. Me limito a estar sentada ante la máquina de escribir y a golpear las teclas. Me digo que un día usaré la computadora, pero ese día aún no ha llegado. Escribo a máquina desde hace más de treinta años, y me gusta el ruido de los tipos golpeteando sobre el papel".
Sólo unos cuantos, una cofradía de elegidos, sabemos hoy que escribir en una máquina exige una relación íntima y material, la celebración de un rito en el que cada paso deja su huella. En ese golpeteo físico, duro, de los tipos sobre el papel, se hace la música de las letras elegidas, la otra sonoridad de las palabras.
Sí, Fleur Jaeggy, yo la comprendo, usted y yo sabemos –en el comienzo de este siglo dispuesto a darnos gato por libre, a desaparecer para siempre uno de los encantos mayores de la escritura– que escribir a máquina es una aventura en sí misma, uno de los grandes placeres de este mundo.