No es casual que el disco aparecido en 1981 sea En tránsito. Ahí se muestra con claridad la transición, el nuevo rumbo que tomaría, vislumbrado en otros discos, pero que en éste toma forma. Atrás quedaban las canciones que le dieron celebridad a fines de los agitados años sesenta y los primeros de los setenta: "Fiesta", "Mediterráneo", "Penélope", "La mujer que yo quiero", "Vencidos", "Pueblo Blanco" (a la que encuentro estupenda y rulfiana), "Vagabundear", "Barquito de papel", "Tío Alberto", que gozaron de popularidad y se volvieron clásicas en su tipo, parece que ahora lo son porque representan una etapa, el salto inicial, la búsqueda de la expresión sintética, vital y optimista que descarta del repertorio lo que ya no corresponda y responda a su pensamiento, a la necesidad de comunicación, de lanzar un mensaje cada vez más angustioso y descarnado.
Sin embargo, en su añejamiento, en su convivencia con los años, algunos viejos discos conservan una frescura que se niega a cederle al tiempo todos sus encantos, toda su ternura. Es posible escucharlos y encontrar algo más que el pasado y la flor marchita de la nostalgia.
Decir que Serrat canta puede ser un eufemismo. Es cierto, no tiene lo que se llama voz y es probable que en su vida haya tomado clases de canto, incluso de música. No lo sé, pero no importa ni como respuesta ni en el resultado de sus canciones.
La contundencia de lo que escribe y musicaliza, ayudado por buenos arreglistas, suple sus carencias como fenómeno estético, o esteticista, estrictamente musical, para dar paso a otros valores y sensibilidad que ofrecen otra cosa, una aproximación con lo que nos es más cercano y ajeno: nos ofrece un encuentro con nosotros mismos. Es difícil no reconocerse.
Si Gardel fue el cronista del arrabal, Serrat es un poco, valga la comparación, el de Cataluña. Ha sido un crítico severo de nuestro tiempo y podemos estar seguros que lo seguirá siendo. Empieza por el barrio y su aristocracia; por su entrañable Barcelona, donde lo imagino sumido en el ocio creador, feliz, siempre sorprendido y enamorado, para seguir con España y las experiencias comunes a todos los hombres.
Es posible reconstruir un retrato serratiano de la sociedad española a través de las historias y escenas contenidas en "Fiesta", "Muchacha típica", "Manuel", "Aristocracia del barrio", "Caminito de la obra", "Por las paredes (mil años hace)", "Señora Francis", "En paz", por citar algunas, con las que se pueden lograr aproximaciones incluso sociológicas de los cambios y formas de vida de la España contemporánea.
Y no es casual que incluya en su repertorio "Cambalache", el famoso tango o milonga de Santos Discépolo, una de las poquísimas composiciones, de las que canta, en la que no tuvo que ver a la hora de escribirla y que sin embargo le va que ni mandada a hacer.
Es evidente que unos cuantos versos de primera pueden definir con claridad lo que los científicos sociales con frecuencia apenas balbucean cuando se trata de explicar o juzgar eso que se llama la realidad, sin contar las facultades implícitas de la gran literatura para mostrar y revelarnos aspectos sólo vislumbrados, si acaso, de las posibilidades de la experiencia humana.
Serrat fue uno de los primeros cantautores que incorporó la poesía; fue un pionero en esa búsqueda por cantarla, la propia y la ajena (esta última en el sentido de propiedad intelectual). Desde aquel célebre disco dedicado a Antonio Machado y después el inolvidable de Miguel Hernández, viril y conmovedor, son muchos los intentos por conjugar, por hacer indisoluble la palabra de su música.
Así, poemas de León Felipe, Rafael Alberti, José Agustín Goytisolo, Ernesto Cardenal, J. Carner, Mario Benedetti (con resultados muy desiguales, en los que a veces no suena a sí mismo e incluso se contradice), Pere Quart y hasta Jaime Sabines (y en catalán), entre otros, han entrado a la discografía con sus interpretaciones, en una práctica que ha sido afortunada y recurrente.
Sin engolamientos ni solemnidades, sin retórica, con una inusual constancia, ha logrado crear su utopía ‒sin la cual la vida sería un ensayo de la muerte, dice‒, de la que están muy cerca y muy lejos Lluis Llach y Patxi Andión en España.
Desconozco el origen de su inusual oficio de poeta y cantor en su versión contemporánea; sé, en cambio, que en Francia tiene tradición y que en Argentina, Chile y Uruguay se practica con soltura y con más o menos buena fortuna. En México, se ha practicado poco, y los resultados, en general, han sido muy pobres.
Imprevisible y coherente, Serrat ha encontrado y cultivado un estilo personalísimo, una forma de expresión concisa y abierta a la vez, que sugiere, que no se cierra en el borde de sí misma, con la que da en el blanco, acierta en el tono y forma de sus letras, de su discurso, que se suma y engarza con algún otro álbum o canción para dar continuidad a sus preocupaciones y alegrías, o para enmendar sin demérito y agregar lo que juzgue necesario.
El ejemplo más claro son las dos canciones al Mediterráneo, que muestran con nitidez la diferencia que catorce años pueden producir en el pensamiento y el sentir de alguien; en el deterioro que puede sufrir algo que imaginamos eterno e inmortal.
Esta flexibilidad y vuelta a lo que llamamos obsesiones, ese corregirse, tan frecuente entre algunos de nuestros mayores poetas, garantiza la unidad de una obra, la hace vigente e inconfundible, le da sentido y nos ofrece la posibilidad de revalorar lo que parecía definitivo.
Es claro que todavía tenemos mucho que esperar. Lo que ha sido hasta ahora una frase suelta o un comentario "inocente", puede adquirir una importancia que lo haga el tema de una canción. De ser un nuevo mosaico, otro pétalo que ayude a dibujar o completar una visión individual y colectiva siempre incompleta, modificable e inacabada del muro o rosa que llamamos mundo y sus asuntos.
Acaso ni él mismo sepa cuál será el próximo paso, qué hará en el futuro, cuál sea el rumbo que tome, qué forma le dé a sus composiciones. Utopía, el último disco, hasta ahora, puede considerarse la radicalización de la expresión serratiana; lo más audaz, interesante y elaborado que ha hecho, pero también lo más difícil e incómodo para los que esperan baladitas.
Quizá con el tiempo hablemos de este disco como una ruptura, el fin y el inicio de dos momentos en su vida y su trabajo. Una mayor instrumentación y arreglos (a veces colectivos) diferentes, incluso corales, el uso de complejos sistemas de grabación, la incursión en el rock, el jazz, la rumba y ritmos afroantillanos; la parodia, la broma y la vuelta de tuerca a la cursilería y lo obvio; la participación de otras voces, pero sobre todo la ausencia de giros melódicos sencillos y las historias larguísimas y cifradas le dan un sonido nuevo.
Parece evidente el gusto de cantar, la necesidad de hacerlo, pero de manera distinta. Las viejas canciones eran ligeras, cumplían su función con levedad; ahora la densidad y la crudeza predominan, como en "Y el amor". La sutileza, la forma y el ritmo no son la canción; son una máscara, el continente. Se impone la palabra y sus poderes más que nunca sobre los demás elementos.
Es probable que esa radicalización encuentre resistencia entre los que lo conocen y lo siguen; por lo menos es evidente un desconcierto. Con este disco, cuyo título no podría ser más revelador, consigue darle a su utopía un rostro posible. Lo cierto es que mientras Joan Manuel sea Serrat ofrecerá más de un guiño, de una sonrisa, una confesión, un poco de ternura y arrebatos de indignación envueltos en ironía.
Una enérgica protesta con la que mostrará, contundente, otra de las contradicciones o estupideces a las que nos hemos acostumbrado, tal vez sin percibirlas como tales. Estamos en un mundo de botones, dice, que no sabemos cómo funcionan, en el que se divorcian los casados y los divorciados reinciden, en el que se casan los curas por el civil y por la Iglesia, en el que hay mucho que hacer y no hay trabajo, en el que los eufemismos son la norma, en el que las vacas paren sin ir de toros...
Así, podría seguir de los pájaros a los niños, de las finanzas al bar de la esquina, de la historia del vecino al sida, de las mujeres al desempleo, de la ecología a la cocina, de la locura a la pobreza, de la fantasía a lo cotidiano, del sueño al erotismo, de las emociones al trabajo, del mar al amor, de las pequeñas cosas a la Historia y quién sabe dónde parará, con una frescura y entusiasmo envidiables y contagiosos. Es probable que nunca entre a las antologías y los diccionarios, no creo que le preocupe, ni falta le hace.
Con sus cantos que representan un extremo de las posibilidades de su oficio, con su audacia y sinceridad que satisfacen con creces las expectativas de lo que se espera de un cantautor, con sensibilidad e imaginación, con humor y autocrítica, ha logrado hacerse escuchar porque tiene algo que decir, porque su voz encarna una opción casi marginal en el ámbito de la cultura de masas. Que cante mientras tenga fuerza y no tenga el alma muerta y aún sienta bullir la sangre. Que sea por muchos discos, ahora sí, DDD. Vale. (1994)
Sin embargo, en su añejamiento, en su convivencia con los años, algunos viejos discos conservan una frescura que se niega a cederle al tiempo todos sus encantos, toda su ternura. Es posible escucharlos y encontrar algo más que el pasado y la flor marchita de la nostalgia.
Decir que Serrat canta puede ser un eufemismo. Es cierto, no tiene lo que se llama voz y es probable que en su vida haya tomado clases de canto, incluso de música. No lo sé, pero no importa ni como respuesta ni en el resultado de sus canciones.
La contundencia de lo que escribe y musicaliza, ayudado por buenos arreglistas, suple sus carencias como fenómeno estético, o esteticista, estrictamente musical, para dar paso a otros valores y sensibilidad que ofrecen otra cosa, una aproximación con lo que nos es más cercano y ajeno: nos ofrece un encuentro con nosotros mismos. Es difícil no reconocerse.
Si Gardel fue el cronista del arrabal, Serrat es un poco, valga la comparación, el de Cataluña. Ha sido un crítico severo de nuestro tiempo y podemos estar seguros que lo seguirá siendo. Empieza por el barrio y su aristocracia; por su entrañable Barcelona, donde lo imagino sumido en el ocio creador, feliz, siempre sorprendido y enamorado, para seguir con España y las experiencias comunes a todos los hombres.
Es posible reconstruir un retrato serratiano de la sociedad española a través de las historias y escenas contenidas en "Fiesta", "Muchacha típica", "Manuel", "Aristocracia del barrio", "Caminito de la obra", "Por las paredes (mil años hace)", "Señora Francis", "En paz", por citar algunas, con las que se pueden lograr aproximaciones incluso sociológicas de los cambios y formas de vida de la España contemporánea.
Y no es casual que incluya en su repertorio "Cambalache", el famoso tango o milonga de Santos Discépolo, una de las poquísimas composiciones, de las que canta, en la que no tuvo que ver a la hora de escribirla y que sin embargo le va que ni mandada a hacer.
Es evidente que unos cuantos versos de primera pueden definir con claridad lo que los científicos sociales con frecuencia apenas balbucean cuando se trata de explicar o juzgar eso que se llama la realidad, sin contar las facultades implícitas de la gran literatura para mostrar y revelarnos aspectos sólo vislumbrados, si acaso, de las posibilidades de la experiencia humana.
Serrat fue uno de los primeros cantautores que incorporó la poesía; fue un pionero en esa búsqueda por cantarla, la propia y la ajena (esta última en el sentido de propiedad intelectual). Desde aquel célebre disco dedicado a Antonio Machado y después el inolvidable de Miguel Hernández, viril y conmovedor, son muchos los intentos por conjugar, por hacer indisoluble la palabra de su música.
Así, poemas de León Felipe, Rafael Alberti, José Agustín Goytisolo, Ernesto Cardenal, J. Carner, Mario Benedetti (con resultados muy desiguales, en los que a veces no suena a sí mismo e incluso se contradice), Pere Quart y hasta Jaime Sabines (y en catalán), entre otros, han entrado a la discografía con sus interpretaciones, en una práctica que ha sido afortunada y recurrente.
Sin engolamientos ni solemnidades, sin retórica, con una inusual constancia, ha logrado crear su utopía ‒sin la cual la vida sería un ensayo de la muerte, dice‒, de la que están muy cerca y muy lejos Lluis Llach y Patxi Andión en España.
Desconozco el origen de su inusual oficio de poeta y cantor en su versión contemporánea; sé, en cambio, que en Francia tiene tradición y que en Argentina, Chile y Uruguay se practica con soltura y con más o menos buena fortuna. En México, se ha practicado poco, y los resultados, en general, han sido muy pobres.
Imprevisible y coherente, Serrat ha encontrado y cultivado un estilo personalísimo, una forma de expresión concisa y abierta a la vez, que sugiere, que no se cierra en el borde de sí misma, con la que da en el blanco, acierta en el tono y forma de sus letras, de su discurso, que se suma y engarza con algún otro álbum o canción para dar continuidad a sus preocupaciones y alegrías, o para enmendar sin demérito y agregar lo que juzgue necesario.
El ejemplo más claro son las dos canciones al Mediterráneo, que muestran con nitidez la diferencia que catorce años pueden producir en el pensamiento y el sentir de alguien; en el deterioro que puede sufrir algo que imaginamos eterno e inmortal.
Esta flexibilidad y vuelta a lo que llamamos obsesiones, ese corregirse, tan frecuente entre algunos de nuestros mayores poetas, garantiza la unidad de una obra, la hace vigente e inconfundible, le da sentido y nos ofrece la posibilidad de revalorar lo que parecía definitivo.
Es claro que todavía tenemos mucho que esperar. Lo que ha sido hasta ahora una frase suelta o un comentario "inocente", puede adquirir una importancia que lo haga el tema de una canción. De ser un nuevo mosaico, otro pétalo que ayude a dibujar o completar una visión individual y colectiva siempre incompleta, modificable e inacabada del muro o rosa que llamamos mundo y sus asuntos.
Acaso ni él mismo sepa cuál será el próximo paso, qué hará en el futuro, cuál sea el rumbo que tome, qué forma le dé a sus composiciones. Utopía, el último disco, hasta ahora, puede considerarse la radicalización de la expresión serratiana; lo más audaz, interesante y elaborado que ha hecho, pero también lo más difícil e incómodo para los que esperan baladitas.
Quizá con el tiempo hablemos de este disco como una ruptura, el fin y el inicio de dos momentos en su vida y su trabajo. Una mayor instrumentación y arreglos (a veces colectivos) diferentes, incluso corales, el uso de complejos sistemas de grabación, la incursión en el rock, el jazz, la rumba y ritmos afroantillanos; la parodia, la broma y la vuelta de tuerca a la cursilería y lo obvio; la participación de otras voces, pero sobre todo la ausencia de giros melódicos sencillos y las historias larguísimas y cifradas le dan un sonido nuevo.
Parece evidente el gusto de cantar, la necesidad de hacerlo, pero de manera distinta. Las viejas canciones eran ligeras, cumplían su función con levedad; ahora la densidad y la crudeza predominan, como en "Y el amor". La sutileza, la forma y el ritmo no son la canción; son una máscara, el continente. Se impone la palabra y sus poderes más que nunca sobre los demás elementos.
Es probable que esa radicalización encuentre resistencia entre los que lo conocen y lo siguen; por lo menos es evidente un desconcierto. Con este disco, cuyo título no podría ser más revelador, consigue darle a su utopía un rostro posible. Lo cierto es que mientras Joan Manuel sea Serrat ofrecerá más de un guiño, de una sonrisa, una confesión, un poco de ternura y arrebatos de indignación envueltos en ironía.
Una enérgica protesta con la que mostrará, contundente, otra de las contradicciones o estupideces a las que nos hemos acostumbrado, tal vez sin percibirlas como tales. Estamos en un mundo de botones, dice, que no sabemos cómo funcionan, en el que se divorcian los casados y los divorciados reinciden, en el que se casan los curas por el civil y por la Iglesia, en el que hay mucho que hacer y no hay trabajo, en el que los eufemismos son la norma, en el que las vacas paren sin ir de toros...
Así, podría seguir de los pájaros a los niños, de las finanzas al bar de la esquina, de la historia del vecino al sida, de las mujeres al desempleo, de la ecología a la cocina, de la locura a la pobreza, de la fantasía a lo cotidiano, del sueño al erotismo, de las emociones al trabajo, del mar al amor, de las pequeñas cosas a la Historia y quién sabe dónde parará, con una frescura y entusiasmo envidiables y contagiosos. Es probable que nunca entre a las antologías y los diccionarios, no creo que le preocupe, ni falta le hace.
Con sus cantos que representan un extremo de las posibilidades de su oficio, con su audacia y sinceridad que satisfacen con creces las expectativas de lo que se espera de un cantautor, con sensibilidad e imaginación, con humor y autocrítica, ha logrado hacerse escuchar porque tiene algo que decir, porque su voz encarna una opción casi marginal en el ámbito de la cultura de masas. Que cante mientras tenga fuerza y no tenga el alma muerta y aún sienta bullir la sangre. Que sea por muchos discos, ahora sí, DDD. Vale. (1994)