30 de agosto de 2008

Serrat: El galopar de la palabra. II

Serrat es un poeta, no el peor, por cierto, que escribía composiciones rimadas, medidas, con estribillo, con metáforas de primer grado. Alguien que hacía canciones de amor y de historias tristes, personales. Ahora también las hace, además de sus divertimentos, sueños, denuncias, cuentos, fantasías, poemas y soliloquios, entre otras cosas, pero sus letras, a partir de su producción de los años ochenta, son largas, difíciles de seguir, complejas.

Se encienden la crítica y la indignación, se escucha una que otra expresión soez y adjetivos rabiosos; se siente la ironía, el humor elemento que no aparecía en su primera etapa‒ y la alegría de vivir, junto a la sabiduría del sentido común, los hallazgos de un observador atento y las conclusiones de un hombre inteligente.

Ahora ya no es posible cantarlo, seguirlo con una guitarra; ahora exige que se le escuche. Conoce la trascendencia de su trabajo y lo ejerce con responsabilidad. Sabe que canta para algo, sabe que canta para alguien. Es claro que no eligió la llamarada de los reflectores de la fama ni del espectáculo sino la reflexión y la sensibilidad. Su preocupación e interés por los problemas sociales han adquirido tal importancia que se han convertido en un tema al que vuelve, con insistencia, siempre agudo y contundente.

Es relevante su preocupación por el poder, por su ejercicio y los alcances que tiene en la vida social y en la de los ciudadanos. Sobre todo carga contra los hombres que lo detentan de la peor manera posible, contra los cachorros de buenas personas que de manera turbia llegaron a ser lo que son, a tener doble vida y oscuras intenciones, a convertirse en dueños de vidas y destinos, contra los que se arman hasta los dientes en el nombre de la paz y juegan con cosas que no tienen repuesto; esos que mienten con naturalidad, que sirven a oscuros intereses cuando alzan la bandera son para él, por decir lo menos, sicarios del mal.

Pero su politización es la del ciudadano, no la del militante. Serrat sueña con un paraíso terrenal instalado en el barrio, en el que nada fuera urgente y todos fuéramos hijos de Dios; con una anarquía fantástica donde todo fuera como es mandado y ninguno mandara, que la ciencia fuera neutral y heredaran los desheredados, pero no es ingenuo ni politólogo ni moralista ni un loco.

Sus quimeras le sirven, por contraste, en la estructura de la canción, para compararlas con el orden absurdo, con el mundo patas arriba en que vivimos, en el que las manzanas no huelen, nadie conoce al vecino, se desprecia a los viejos, las cuentas no salen, el mar se muere y las reformas nunca se acaban.

Su desprecio por la mentira, por las razones de Estado sobre los derechos civiles, por el abuso y la injusticia, por los truculentos laberintos de la corrupción, se manifiestan evidentes en "Algo personal", "Lecciones de urbanidad", "No esperes", "Yo me manejo bien con todo el mundo", entre otras canciones.

Serrat parece convencido de que este orden fomenta la mentira y aliena: la conciencia se ha erigido todopoderosa en complemento del pecado, en la quintacolumnista del sistema; es, para decirlo en una palabra, anticonstitucional.

Bienaventurados los que crean que les habla de otro mundo; porque de ellos es el reino de los ciegos, les diría. Anhela, con ilusión y modestia, algo así como un nuevo "contrato social" que apueste por la vida, por el goce de vivir y las condiciones que lo permitan sin mayor explicación. Ofrece argumentos tan sólidos como: Con lo que gastan en bombas/podrían matar el hambre, sin pasar por las razones de la economía, de la geopolítica, de la explicación, con las que es posible justificar cualquier cosa y cualquier crimen.

Sin amargura, pero con tristeza, sabe que el mundo no va a cambiar. Hace, entonces, canciones en las que se percibe una llamada de alerta; invita al desengaño con ingenio y crudeza; exalta lo que ofrece la vida a los que saben usarla; elogia la cotidianidad y sus instantes dorados, las pequeñas cosas que la forman; vuelve a lo que a fuerza de verlo se nos ha escondido.

Por todo esto tiene fama de intelectual, pero Serrat no propone ni tiene grandes ideas, que cada loco siga con su tema (que es, dicho sea de paso, el título de su manifiesto o declaración de principios, más útil para reconocerlo que su carnet de identidad), simplemente dice con talento e imaginación, preciso, lo que deberíamos pensar y sentir más seguido.

Está muy lejos de ser un político y no tiene intenciones partidistas, no cultiva la arenga porque no es un militante ni está al servicio de nadie. Lo suyo es cantar lo que siente y piensa, sin censura, sin cuidar demasiado la imagen de chico bueno que hace cosas lindas.

No es usual que se escriba en ese pequeño género sobre la enajenación del hombre común o el escándalo que provoca la felicidad; denunciar un abuso o confesar admiración por Kubala, el futbolista favorito; ni contar fábulas de ranas y príncipes e historias de piratas para adultos, ni los sinsabores de la vejez, ni retratar la jornada de los albañiles, ni desafiar el aburrimiento, ni proponer una patología del enamoramiento, ni evocar los recuerdos de la iniciación sexual con una prostituta, ni celebrar la amistad sin solemnidades, ni comentar el proceso de domesticación de los hijos, ni revelar la frustración y el destino de los inmigrantes del tercer mundo, ni ofrecer las instrucciones para construir un sueño, ni lamentar la transformación urbana y el fin de las salas de cine, ni hacer una versión no oficial de la historia nacional, ni alucinar una pesadilla, ni cantarle al agua, ni mofarse de la jet set, ni....

La lista es más larga, pero me interesan también los elementos con los que trabaja, las fuentes de ese material sensible, el uso de expresiones populares, de dichos, refranes, los consejos que provocan la cosquilla de la duda entre la certeza y el escepticismo, las frases sugerentes, lanzadas para que las oiga el que tenga orejas, la observación minuciosa del ritmo y los acontecimientos intrascendentes de la vida de una ciudad.

El olfato y el instinto, así como el oficio, garantizan el acierto de la sátira, la mezcla afortunada del habla de la calle y el caló con las expresiones elegantes y el bien decir; la convivencia de la insinuación y la metáfora por un lado, con la frase llana y la sentencia con todas sus letras.

Nada hay de simplón, obvio o cursi aun en sus cantos de amor, ya sean al primero, al pasado, al conyugal, al que hace sufrir; los amores difíciles y frustrados, los que tienen por sino la locura, el abismo, la cobardía y la fatalidad, los que no pueden ser, han encontrado un sitio para sus desencuentros.

Por la profundidad y la intención de su obra, Serrat es un solitario en la práctica de un oficio que está plagado de frivolidades, necedades, mal gusto y narcisismo. Sabe lo que hace y lo hace muy bien. Está muy lejos de los temas de siempre con tratamientos ordinarios.