30 de agosto de 2008

Serrat: El galopar de la palabra. I

Ahora que los LP han pasado a mejor vida como tecnología y van a parar no sólo al basurero sino al olvido y al desprecio (conozco un restaurante que los usa como platos para hamburguesas, los meten al horno, donde se retuercen horrible y salen hechos una desgracia, manchados de catsup, queso y pepinillos; para qué pensar que era Brahms), extraño esa manera de escuchar música, con sus ruidos y la aguja de noria y grúa que navega, concéntrica, a 33 rpm sobre un acetato que era una maravilla hasta hace no mucho. De mi modesta colección, sólo unos cuantos justifican intransigentes la necesidad de conservar la no tan vieja tornamesa que corona, en venganza, al nuevo y compacto tocadiscos de los ídem.

Pero de esos que se niegan a dejar de ser escuchados, de esos que no han entrado al mundo láser y DDD, los doce o quince de Joan Manuel Serrat han sido fieles compañeros al paso de los años, sumándose de uno en uno, poco a poco (golpe a golpe, verso a verso, ¿verdad, don Antonio?), de tal manera que algunos de ellos pueden evocar periodos vitales que bien merecerían, valga la hipérbole, llevar el nombre de uno de esos discos. No pienso en el goce estético pleno y deslumbrante que producen los cuartetos de Mozart, sino en lo que viene de dentro para formar parte de la educación sentimental más allá de axiologías musicales. Basta un poco de honestidad para reconocer y explicar el pasado a través de la música que se nos ha metido en las venas.

Serrat, ese viejo cantautor catalán, tiene el mérito de hacer, cantar y decir lo que se le pega la gana desde hace más de veinte años, aun cuando en España, durante el antiguo régimen, su obra fue censurada y el catalán prohibido; entonces, incluso, optó por la rebeldía. Si algo lo define es justamente su rebeldía, su absoluta independencia y honestidad; su búsqueda de nuevas posibilidades para la canción, sin repetirse, lejos de las modas y los dictados de productores y los mass media que acaban por echar a perder todo lo que tocan.

Pero a Serrat no le ha ido mal, a pesar de ellos. Tiene un público constante, que lo sigue en busca de respuestas, novedades y remembranzas. No conozco su alcance entre los más jóvenes, pero sí su influencia en su generación y otras menores que encontraron en él, acaso, el camino más corto a la poesía y sus manifestaciones en la canción; de la palabra que abusa de la música, que la cabalga (prima le parole, porque es más poeta que músico y lo que dice no puede manifestarse en otro lenguaje), para dar rienda suelta y proclamar una forma de vivir, de celebrar, de ser.

Justo lo contrario a lo que sucede con los excesos del periodo belcantista, donde Scott y Sófocles desaparecen para dar paso a los abellimenti de Donizetti y Cherubini. Aquí poco o nada importa la poesía mientras sea asimilada por la melodía y sea vehículo de la voz, de ese instrumento prodigioso que se desborda para borrar todo significado y quedar solo, en la última posibilidad del sonido. Más todavía, parece que lo que importa es el cantante, su prestigio, su técnica y facultades, su performance, aunque sólo diga tra-la-la.

(Una breve digresión: la presencia de textos poéticos en el mejor rock es un hecho, pero los decibeles, el estruendo y la monotonía parece que acaban por tirar por la borda el ritmo y el metro, los matices, las pausas, los acentos... vamos, la "pelusilla de la emoción", diría Alfonso Reyes; el grito y la mala dicción se encargan, casi siempre, de rematar lo que queda. Por otra parte, pensar en la poesía del rock en español es casi ingenuo. Es algo tan pobre y tardío que sólo las excepciones no podrían llamarse intrascendentes.)

Serrat ha sido fiel a sí mismo. Sus manifestaciones políticas hace años contra la dictadura chilena, y su rechazo a considerar el medio milenio del 92 como una simple fiestecita de la hispanidad, por ejemplo, por no hablar ahora de la crítica contenida en su obra contra las sinrazones, absurdos y abusos del mundo, lo califican como uno de los creadores más sensatos, responsables, atentos e irónicos, al menos entre nosotros.

Y es que, por fortuna, canta en castellano. Decidió llevar su música más allá del Ebro, aunque a los catalanistas recalcitrantes no les haga la menor gracia, para llegar al resto de España e Hispanoamérica, donde sospecho que es más querido y escuchado, aunque guarda algunas de sus mejores letras para sí y los suyos: sus más desesperadas y acaso autobiográficas composiciones las escribió en catalán.

Es comprensible, algo de lo más íntimo y cercano no puede decirse en otra lengua sin perder fuerza, sentido y credibilidad. Por otro lado, las traducciones incluidas en los discos, cuando las hay, no están al alcance de todos los que escuchan y son con frecuencia literales, por lo que poco han ayudado a difundir lo que se dice cuando el catalán toma su camino.

Esta es una perdida sensible que se agrava por la enorme dificultad para encontrar la parte no castellana, sobre todo la primera, esa vertiente original y rica con letras de Joan Salvat Papasseit y sus primeras composiciones, dedicadas a la vida del campo, la naturaleza, los primeros amores, a la gente de su calle, su primera guitarra, la muerte del abuelo por mencionar unas cuantas­, y un álbum de canciones tradicionales catalanas; imperfectos y dulces comienzos registrados en discos de principios de los años sesenta, algunos incluso sin nombre, como: Res no és mesquí, Joan Manuel Serrat (el que incluye "Ara que tinc vint anys"), Joan Manuel Serrat (el de "Paraules d'amor), Serrat 4, Cancons tradicionals, y un poco más reciente Per al meu amic.

Lo escucho con atención, la única forma posible de seguirlo, de sacar algo de provecho, y resulta evidente que el tiempo es implacable. Un cambio lento y continuo se hace perceptible en cada disco, así como una preparación sin prisa, un cuidado de las canciones hasta lograr un conjunto elaborado, un equilibrio, una redondez de afinidades, de intención, de intensidad.

Del adolescente soñador de pelo largo soy casi un beso del infierno/ pero un beso al fin, señora decía de sí mismo en una vieja canción que escandalizó a la sociedad franquista‒ al hombre de hoy existe un abismo inevitable que sólo la coherencia puede salvar.

Sospecho que El Furico ha llegado a eso que se llama madurez con las mismas intenciones que animaban sus cantos de juventud, con idéntica pasión, pero con una diferencia importante: ahora es menos individualista, le preocupan más los otros y el mundo; audaz, sarcástico y fustigante, le importa más levantar la voz y lo que dice, que cómo lo dice, sin detenerse a mirar lo que ha quedado atrás.

Parecería una cuestión de forma y fines, de fondo y medios, donde ha optado por éstos. Creo que los ha fundido y ha pagado el precio: ha cambiado su espontaneidad por mayor profundidad y reflexión; ha perdido candidez para ganar contundencia.