Aurora Bernárdez (primera esposa, compañera, ángel guardián y albacea) donó a la Fundación Juan March de Madrid los más de cuatro mil volúmenes que Cortázar tenía en su departamento de París.
Jesús Marchamalo, con celo que no faltara quien califique como propio de un cronopio, fue a la Fundación y, con la complicidad del filósofo Juan Gomá, el director, se dio una vuelta por la biblioteca de Cortázar, se puso a consultar, revisar, manosear, todos y cada uno de esos libros. El resultado de su experiencia la ha contado en un librito encantador, con diseño notable (Cortázar y los libros, Madrid, Fórcola), que no tiene desperdicio.
Dice Marchamalo, entre otras muchas curiosidades, que encontró más de quinientos libros dedicados por sus autores a Cortázar (algunas de esas dedicatorias pueden verse en la página electrónica de la Fundación), y que las huellas que dejó en las páginas mientras leía dice mucho de Cortázar como lector.
Cortázar no pasaba los ojos por las palabras: las devoraba y cotejaba, cuestionaba, interrogaba, y mostraba con vehemencia su alegría, su entusiasmo, su acuerdo y su rechazo, su enojo e indignación. Sus libros tienen notas, subrayados, puntas dobladas, y guardan entre sus páginas hojas de calendario, un papelito suelto, recortes de periódico, dibujos y tachones que censuraría más de un profesor porque no es de buena educación maltratar así los libros. Cortázar tenía una relación física, afectiva e intelectual con los libros que leía.
Hechos con lápiz o bolígrafo, los libros rebozan de marcas, cruces, líneas, flechas, círculos, corchetes, paréntesis, exclamaciones, admiraciones, interrogaciones, observaciones, interjecciones, exabruptos y palabras que no dejan la menor duda de la opinión y la emoción que despertaba la lectura: “Bodrio”; “Voilà”, “Ça”, “Massacré”, “Ah”, “Penoso”, “Falso”, “No”, “Are you sure?”
Las aprobaciones también pueden ser rotundas: “Ojo!”, “Importante”, “Cierto”, “Maravilloso”, u oraciones completas: “Un grande, un maravilloso libro”, y la prueba del asombro es tan clara como la intensidad de la lectura. Escribió en su ejemplar de La realidad y el deseo de Cernuda: “¡Pero cómo ordena tanta sustancia peligrosa un ritmo sobrio y una estructura serena.”
Ese rastro tan visible de la lectura en los libros es tan revelador como las opiniones y juicios que podrían aparecer en un diario si Cortázar hubiera llevado uno. La biblioteca de un escritor es una declaración de principios, una torre desde la cual mirar, una fuente riquísima de anécdotas y datos, un juicio literario, una trayectoria como lector, una biografía oculta.
La de Cortázar no es la excepción y guardaba secretos y tesoros: los libros leídos y vueltos a leer, los favoritos y admirados son elocuentes, dicen tanto de su poseedor, como la ausencia de otros libros imprescindibles, como el desdén por los que permanecieron intonsos, intactos.
Cortázar aparece en sus libros como un cazador obsesivo de erratas, como un lector atentísimo y exquisito, como un intelectual lúcido y crítico. No falta el humor y el cariño manifiesto. Las huellas en los libros de los escritores amigos o a los que admiraba, hablan con más verdad e intención de su relación que cualquier testimonio o biografía.
La biblioteca de Cortázar es también una biografía cifrada (que ha dejado de serlo al quedar expuesta en los estantes de la Fundación March), una fuente de sorpresas y alegrías, una versión abreviada de la segunda mitad de su vida, la expresión encuadernada de una vida dedicada por completo a la literatura, la punta del ovillo de una vida secreta, estrictamente personal. Qué loco macanudo sos!, anotó al margen de uno de los libros de su biblioteca. Pues eso.
3 de agosto de 2014
La biblioteca de Cortázar
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