16 de agosto de 2014

Elogio de la máquina de escribir

Así como algunos historiadores señalan el inicio del siglo XX con el comienzo de la Gran Guerra en 1914, me gusta pensar que el siglo comenzó para la literatura con el primer libro creado en una máquina de escribir. El fin literario de ese siglo deberá fijarse no el día que fue derribado el Muro de Berlín ni cuando el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, sino cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir.

Tal vez nunca sepamos cuál fue la primera obra escrita en una máquina de escribir, aunque tenemos la certeza de que Mark Twain envió mecanografiado a su editor el original de Life on the Mississippi, que se publicó en 1883. Nietzsche tenía una máquina de escribir hecha en Dinamarca que le gustaba mucho y escribía en ella con destreza.  Estos pioneros iniciaron una era en la historia de la escritura que hace unos veinte años empezó a declinar, y cuyo fin está cerca.

La máquina de escribir, como antes otros  instrumentos y materiales, cambió la forma de escribir. No es lo mismo escribir con un estilo sobre una tablilla de cera que con un lápiz o un bolígrafo. Y aunque el pensamiento siempre va más rápido que la mano, la caligrafía (otro arte olvidado) nunca es tan bella y las palabras tan bien pensadas como cuando se escribe con una estilográfica sobre un cuaderno de buen papel. (Al dictar, la escritura avanza al ritmo de la habilidad de otro.)

Buena parte de la mejor literatura del siglo XX fue escrita en máquinas de escribir que le dieron a las páginas un aspecto inédito de compuesto en imprenta, que facilitó una distancia, una mirada crítica entre el autor y sus palabras. La escritura de Nietzsche cambió cuando empezó a escribir a máquina, y ya T. S. Eliot sabía que no escribía igual cuando lo hacía a mano que cuando lo hacía a máquina.

Algo propio de la literatura del siglo XX se perderá cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir. La escritura frente a una pantalla representa otra era en la historia de la escritura, y aunque ya han sido escritos así libros espléndidos, tal vez tendremos que esperar un poco más para que el número de lo que podremos llamar con certeza obras maestras absolutas escritas en una computadora de principio a fin forme una biblioteca.    

Con las computadoras no se escriben mejores textos, más claro y precisos, más ordenados y profundos. Las tareas escolares, los periódicos y los libros deberían estar mejor escritos y no es así. A pesar de los programas que pretenden corregir la ortografía y la gramática, las computadoras no mejoran la calidad del texto.

Antes lo contrario, pueden cambiar nombres propios, palabras, sugerir errores, y si se pulsa una combinación fatal de teclas, con un leve descuido al cortar y pegar, al insertar o cambiar, se puede perder lo escrito, aparecen disparates o trozos inconexos y ajenos, se cometen errores que con frecuencia se detectan demasiado tarde. Tengo la impresión de que frente a una pantalla pareciera que se revisa y corrige menos, se confía en exceso en la informática y con frecuencia se confunde la velocidad con la calidad.

La máquina de escribir impuso una escritura en la que las palabras, compuestas letra a letra a fuerza de golpear las teclas, tienen una forma, una consistencia, la cualidad de parecer más verdaderas y profundas, aun ante los ojos de quien escribe, por lo que la máquina se convirtió en la primera aliada del redactor y su primera e íntima crítica. No ha faltado quien le atribuyera dones de musa.

La máquina de escribir impuso una cadencia, un ritmo reconocible, y sus ruidos y sonidos (para muchos son  música) contribuyen a la fluidez de la prosa. Escribir a máquina exige hacerlo con todo el cuerpo, lo que genera una relación física con las palabras, como si éstas fueran esculpidas en el papel. Una hoja mecanografiada encierra, a pesar de las posibles tachaduras y borrones, la secreta satisfacción de lo conseguido con esfuerzo físico e intelectual.

Si bien la máquina de escribir es más lenta que el pensamiento, su naturaleza encierra una cualidad que la distingue de la computadora: el escritor debe tener en mente la oración que va a escribir, el orden de sus partes, su sintaxis; si no es así, no hay escritura posible en una máquina de escribir.

En una computadora se puede empezar a escribir por la última palabra de la oración, lo que está lejos de ser una ventaja; no son pocos los redactores que dejan en sus escritos graves errores y problemas de conjugación y concordancia, por ejemplo, por no construir y ordenar sus oraciones antes de llevarlas a la pantalla.

La computadora, en cambio, se erige como campeona imbatible a la hora de corregir un texto, de agregar un acento olvidado, de cambiar o suprimir un adjetivo, de insertar una subordinada, de eliminar un párrafo completo sin dejar huellas en la hoja impresa, sin necesidad de volver a hacerla de principio a fin.

La máquina de escribir, al exigir fuerza y vigor e idealmente los diez dedos de las manos, pareciera que pide una escritura ejecutada con la misma actitud con la que un virtuoso ataca el teclado de un piano. Sé bien que usar una máquina de escribir es un asunto generacional. Los más jóvenes no sabrán jamás de sus placeres secretos, y escritores que aprendieron hace muchos años (antes de 1990 las computadoras eran una rareza) seguirán tecleando en su vieja máquina.

Paul Auster ha escrito The Story of My Typerwriter (La historia de mi máquina de escribir, Anagrama), en la que cuenta la intensa relación que tiene con su Olympia. El novelista estadounidense Cormac McCarthy escribió sus novelas, unos cinco millones de palabras a lo largo de cincuenta años con una máquina portátil, una Olivetti Lettera 32.

Alguien me ha dicho que ya no hacen máquinas de escribir, que ya cerró la última fábrica en el mundo, pero también me he enterado que los servicios de inteligencia rusos han vuelto a utilizar un tipo de máquina de escribir para evitar filtraciones y fuga de información, y en los Estados Unidos se organizan congresos y reuniones de usuarios y coleccionistas de máquinas de escribir.

Tal vez ya podamos empezar a contar con los dedos de las manos a los escritores que emprendan hoy la escritura de una novela en una máquina de escribir. Tal vez hace falta una buen dosis de contumacia para escribir una novela (es mucho más sencillo celebrar la literatura leyendo una ya publicada), y hacerlo en una máquina de escribir será cada día más un acto excéntrico, una búsqueda interna, una rebeldía que guardará motivos muy profundos ¿Será posible identificar lo intrínseco de la escritura del siglo XX en una máquina de escribir?

Escribir hoy una novela en una máquina de escribir se antoja una empresa formidable y tan improbable como heroica, que alguien podría calificar de necia y absurda. Meter una hoja y ajustarla en el rodillo, escuchar cómo se imprime cada letra ya es un gozo, un placer secreto, un acto preparatorio, un rito, un juego supremo que exige paciencia y tiempo y un gusto implacable por ese juego.  

Pero, ¿no es acaso la literatura un gran juego, uno muy serio pero al fin y al cabo un juego? ¿Por qué no jugarlo entonces, de vez en cuando, en nuestro instrumento/juguete favorito?

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Texto para Escrituras mecánicas, proyecto de Isaí Moreno. 
http://escriturasmecanicas.wordpress.com