—No vale la pena recordar aquellos días, han pasado muchos años. Ahora reino y la sangre de mi sangre continuará mi reinado. Pero has vuelto de tu largo destierro, bienvenido seas, justo es que te recompense como merece tu persona. ¡Pídeme lo que quieras! ¡Todo, lo que pidas, salvo el trono, tuyo será! ¡Te doy mi palabra! Piensa bien cuál será tu deseo, porque sólo una vez y por tratarse de ti seré magnánimo. Que venga la corte, los ministros, los sabios, los jueces, delante de ellos escucharé tu voluntad, sea cual sea la encontraré justa y la satisfaré. ¿Quieres oro? ¡Tendrás más del que has imaginado! Tu peso multiplicado por dos, por cinco, por diez, por cien. ¿Un palacio? Ya lo tienes. ¿Tierras? Necesitarás una semana a caballo para cruzarlas. ¿Mujeres? Ajá, mujeres. La que quieras, las que quieras. Te advierto que no me gustaría, pero estoy dispuesto a cederte mi favorita. ¿Quieres ser mi ministro? ¡Concedido! ¿Algún otro privilegio? ¡Concedido! Recuerda que sólo una cosa no te daré. ¿Ya sabes qué pedirás? Bien. ¡Ya están aquí! ¡Vengan, vengan! ¡Que entren todos! Delante del reino, te ordeno que me pidas un deseo, que yo te concederé:
—Sólo te pido, oh rey, que hagas justicia por tu propia mano. Quiero que hoy, aquí, antes de la medianoche, te quites la vida con esta daga que ya una vez manchaste de sangre y que ahora te entrego.