Si un poeta forja su retrato a partir de sus versos, es difícil imaginar a Fernando Pessoa enamorado. Cuesta creer que alguna vez escribió ridículas cartas de amor, ya que «todas las cartas de amor son ridículas», decía su heterónimo, su doble, él mismo bajo el nombre de Álvaro de Campos.
Muy pocos autores imponen condiciones a su lector, exigen un estado de ánimo en particular, una hora, un lugar. Casi siempre uno puede abrir cualquier libro e iniciar su lectura y desentrañar sus secretos y misterios. Y es muy común que la reflexión y la emoción se fundan en un goce que puede no estar exento de pena, en una alegría que no siempre excluye la zozobra.
Para comprender el Libro del desasosiego, para leer a Pessoa con provecho, hace falta que el alma esté húmeda, empapada de vinagre o hiel, de una amargura fresca, de un desencuentro reciente; de haberse caído hacia dentro.
Para comulgar con él hace falta estar devastado por el infortunio, con la desesperanza a carne viva, con la visión extrema, lúcida y ciega, de la fatalidad ante las miserias intrínsecas y humanas de la existencia. Entregarse sin reserva a ese desasosiego prometido. A Pessoa hay que leerlo para no gritar como esa figura desquiciada del célebre cuadro de Edvard Munch.
Si Pessoa es a su manera muchos hombres, un poco como todos los hombres, entonces no tendría que sorprendernos su debilidad, breve y pasajera, de también escribir cartas de amor. Cartas a Ophélia (Libros del Zorro Rojo; Barcelona, 2010) reúne, en una edición muy bella, ilustrada, las cartas a una oficinista que, a principios de 1920, era algo así como la prometida de Pessoa.
Las primeras cartas son simples, ancladas en lo cotidiano, salpicadas de señas para citas fugaces mientras van de un lugar a otro por Lisboa. Lo suyo no era la pasión. La gran poesía de Pessoa no está en esas cartas, antes lo contrario, y se antoja el suyo un amor casto y simple, sin saudade, ni celos, ni ilusión, ni amarguras y sufrimientos, ni metafísica.
De pronto, un relámpago de lucidez y honestidad: «Mira, hijita, no veo el futuro nada claro.» Y Ophélia tampoco lo tenía claro; más, no confiaba en él: pidió un prueba escrita en la que Pessoa declarase que era su pretendiente y que sus intenciones eran serias. Él accedió y le respondió: «Ahí va el "documento escrito" que me pide.»
En sus cartas ya invoca a otro, a un amigo, a un otro que es él mismo: ¡el ingeniero Álvaro de Campos! No sabemos qué sabía o qué pensaba Ophélia, o cómo se divertía Pessoa con su amigo y su novia, pero le dice en una carta que quiere pasear con ella a solas, «pues a ella, naturalmente, no le gustaría que se presentara ese distinguido ingeniero», y unas cartas después: «¡Me han cambiado por Álvaro de Campos.» Habla de su heterónimo como si fuera un hombre que en cualquier momento podría llegar y tocar a su puerta.
La primera carta está fechada el uno de marzo, y el veintinueve de noviembre escribe la de ruptura y despedida. Y aunque sólo han pasado nueve meses, Pessoa escribe: «El tiempo, que envejece las caras y el cabello, también envejece, pero aún más de prisa, las pasiones. La mayoría de la gente, porque es estúpida, consigue no darse cuenta de ello, y piensa que ama todavía porque ha contraído el hábito de sentirse amado.»
Ophélia pasa de «bebé» a «víbora» y luego a «avispa». Aparecen los reproches, y quizá la verdadera causa: yo no puedo casarme, yo voy «a mi exilio, que soy yo mismo». Sí, ese era Pessoa, el ensimismado, el entregado a su obra, a la búsqueda de sí mismo.
En 1929 reencuentra Ophélia y su relación no ha cambiado, y no avanza. Le dice al fin: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo. Por ahora, quiero organizar a la brevedad esa vida interior y mi trabajo. Si no consigo organizarme, claro está que nunca pensaré siquiera en pensar en casarme. Si la organizara en términos de ver que el matrimonio sería un estorbo, claro que no me casaré. Pero es probable que no sea así. El futuro ─y es un futuro próximo─ lo dirá.»
Se ha dicho que Pessoa era homosexual. Es muy probable, pero algunos hombres a cualquier precio piensan en el matrimonio para arreglar sus vidas, para ajustar cuentas con la soledad. Entregado a sí mismo, y los otros poetas que lo habitaban, vivía para su obra. Pessoa, compartía este rasgo con Kafka y López Velarde, que tampoco estaban hechos para vivir en pareja y en matrimonio.
Pessoa vivió su noviazgo por escrito, y es una pena que sus cartas apenas sean ridículas. «Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. / Pero, al fin y al cabo, / sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor /sí que son / ridículas.»
El novio de Ophélia tal vez no era Pessoa sino Álvaro de Campos, el autor de «Tabaquería», el poeta que decía: «No soy nada. /Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.» El que apenas imaginaba un futuro, sí, entre paréntesis: «(Si me casara con la hija de mi lavandera tal vez fuera feliz).»
Tal vez en un arrebato de locura o sensatez Fernando Pessoa pensó que con Ophélia sería feliz, pero ella era una modesta oficinista, no la hija de su lavandera. Además, el que imaginó ese verso no fue él sino su amigo el ingeniero Álvaro de Campos. Tal vez todo fue un error, una desastrosa confusión.
10 de febrero de 2017
Las cartas de amor de Fernando Pessoa
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