Witold Gombrowicz, fiel a sí mismo, escribió un ensayo "A propósito de Dante" (Contra los poetas, Sequitur, 2009) en el que ajusta cuentas con el gran florentino. No es audaz ni novedoso sostener que la Divina comedia es un poema monumental, en su extensión y su genialidad poética, y Dante Alighieri es quizá el más alto poeta de Occidente; al menos así lo consideran muchos críticos, y no necesariamente católicos.
Pero Gombrowicz lo corrige y lo enmienda, lo zarandea, como si se tratara del más triste poeta aficionado que presentara un poema lamentable en unos juegos florales. Corrige los versos, censura sustantivos y adjetivos, cuestiona la imaginación, la visión de fondo: la concepción del Infierno. «Por mí se va a la ciudad doliente», canta Dante. Y Gombrowicz responde: «"La ciudad doliente" ¿No se ocurrió nada mejor? [...] podríamos escribir: Por mí se va a la ciudad sin fondo». La irreverencia no tiene límites, y Dante queda, para decirlo con una expresión popular, como santo Cristo en Viernes Santo.
Sin embargo, de la diatriba tomo un par de ideas e imagino una conjetura. Gombrowicz arremete contra la idea del Infierno y toda una teología: «No sólo Dante aprueba el Infierno, lo aprueba todo el Medievo. Él se limita a reiterar fórmulas, a repetir lo que una conciencia colectiva ya codificó.»
Y la idea del dolor que produce el Infierno es inaceptable. «El hombre real es el que siente dolor [...] en toda la extensión del Ser, sólo existe un elemento atroz, imposible, inaceptable, una única cosa verdadera y absolutamente opuesta a nosotros, que nos aplasta: el Dolor.»
El Infierno, ese lugar de castigo eterno (por los siglos de los siglos de los siglos de los siglos...), es inhumano. Dice Gombrowicz: «ese Infierno no es verdadero. Las torturas son retóricas, los condenados declaman. La eternidad es la indolente eternidad de los monumentos.» Y esa realización del Infierno «se hizo posible sólo en una Atmósfera de Irrealidad perfectamente irresponsable.»
¿Cómo pudo extenderse esa idea, de Santo Domingo a los magnates del brazo secular, a los políticos, a los burócratas y se escondió en las funciones, en las tareas, en los oficios... para llegar a los verdugos?
El infierno es inhumano, infrahumano, sobrehumano. En la puerta del infierno dice, según Dante: «“Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.” Responde Gombrowicz: «El infierno no es castigo, ya que el castigo lleva a la purificación, tiene un fin. El infierno es tortura eterna, y ese condenado dentro de diez millones de años gritará de dolor del mismo modo que está gritando ahora: nada, jamás, cambiará para él. Esto es algo intolerable, que nuestro sentido de la justicia rechaza.»
Borges admiraba la Divina Comedia, la leyó intensamente, memorizaba tercetos mientras viajaba en trolebús, escribió ensayos luminosos sobre ella, y sin embargo una cita suya aparece con frecuencia: «El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto.» La gloria eterna o la condena eterna por los actos de los hombres le parecía una exageración.
Cortázar creía que ese mundo que llamamos dantesco (el adjetivo ya es temible) es producto de una mente perversa, de una imaginación desquiciada, sobre todo por ser una invención colectiva. Saúl Yurkiévich admiraba la Divina Comedia, no sé si también censuraba esa idea del Infierno, pero la obra le parecía, como también a aquellos, lo que es: una construcción verbal portentosa.
Gombrowicz llegó a Argentina en 1939. Su plan era quedarse dos semanas, el inicio de la Segunda Guerra Mundial le impidió volver Polonia, a su país. Luego se lo impidió la dictadura comunista. Se quedó veinticuatro años en Buenos Aires. El ensayo sobre Dante y su poema fue escrito en 1966.
Me gusta imaginar que unos años antes, tal vez hacia 1950, la idea dantesca del Infierno se leía, se comentaba y se explicaba en los cafés porteños. No sugiero que Gombrowicz, Borges, Cortázar y Yurkiévich lo discutieran; tal vez no estuvieron juntos bajo el mismo techo, sino que el tema tenía una vigencia en Buenos Aires que animaba la lectura y generó, con el tiempo, la escritura de ensayos notables y audaces.
La posibilidad del diálogo entre estos escritores que hubiese animado esa polémica en Argentina es una conjetura o una anécdota imposible, y en realidad no importa. Es irrelevante si cruzaron juntos una puerta. En cambio es mucho más trascendente, inquietante y dantesco, detenerse en las palabras escritas en el dintel de la puerta del Infierno: «Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.»
Pero Gombrowicz lo corrige y lo enmienda, lo zarandea, como si se tratara del más triste poeta aficionado que presentara un poema lamentable en unos juegos florales. Corrige los versos, censura sustantivos y adjetivos, cuestiona la imaginación, la visión de fondo: la concepción del Infierno. «Por mí se va a la ciudad doliente», canta Dante. Y Gombrowicz responde: «"La ciudad doliente" ¿No se ocurrió nada mejor? [...] podríamos escribir: Por mí se va a la ciudad sin fondo». La irreverencia no tiene límites, y Dante queda, para decirlo con una expresión popular, como santo Cristo en Viernes Santo.
Sin embargo, de la diatriba tomo un par de ideas e imagino una conjetura. Gombrowicz arremete contra la idea del Infierno y toda una teología: «No sólo Dante aprueba el Infierno, lo aprueba todo el Medievo. Él se limita a reiterar fórmulas, a repetir lo que una conciencia colectiva ya codificó.»
Y la idea del dolor que produce el Infierno es inaceptable. «El hombre real es el que siente dolor [...] en toda la extensión del Ser, sólo existe un elemento atroz, imposible, inaceptable, una única cosa verdadera y absolutamente opuesta a nosotros, que nos aplasta: el Dolor.»
El Infierno, ese lugar de castigo eterno (por los siglos de los siglos de los siglos de los siglos...), es inhumano. Dice Gombrowicz: «ese Infierno no es verdadero. Las torturas son retóricas, los condenados declaman. La eternidad es la indolente eternidad de los monumentos.» Y esa realización del Infierno «se hizo posible sólo en una Atmósfera de Irrealidad perfectamente irresponsable.»
¿Cómo pudo extenderse esa idea, de Santo Domingo a los magnates del brazo secular, a los políticos, a los burócratas y se escondió en las funciones, en las tareas, en los oficios... para llegar a los verdugos?
El infierno es inhumano, infrahumano, sobrehumano. En la puerta del infierno dice, según Dante: «“Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.” Responde Gombrowicz: «El infierno no es castigo, ya que el castigo lleva a la purificación, tiene un fin. El infierno es tortura eterna, y ese condenado dentro de diez millones de años gritará de dolor del mismo modo que está gritando ahora: nada, jamás, cambiará para él. Esto es algo intolerable, que nuestro sentido de la justicia rechaza.»
Borges admiraba la Divina Comedia, la leyó intensamente, memorizaba tercetos mientras viajaba en trolebús, escribió ensayos luminosos sobre ella, y sin embargo una cita suya aparece con frecuencia: «El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto.» La gloria eterna o la condena eterna por los actos de los hombres le parecía una exageración.
Cortázar creía que ese mundo que llamamos dantesco (el adjetivo ya es temible) es producto de una mente perversa, de una imaginación desquiciada, sobre todo por ser una invención colectiva. Saúl Yurkiévich admiraba la Divina Comedia, no sé si también censuraba esa idea del Infierno, pero la obra le parecía, como también a aquellos, lo que es: una construcción verbal portentosa.
Gombrowicz llegó a Argentina en 1939. Su plan era quedarse dos semanas, el inicio de la Segunda Guerra Mundial le impidió volver Polonia, a su país. Luego se lo impidió la dictadura comunista. Se quedó veinticuatro años en Buenos Aires. El ensayo sobre Dante y su poema fue escrito en 1966.
Me gusta imaginar que unos años antes, tal vez hacia 1950, la idea dantesca del Infierno se leía, se comentaba y se explicaba en los cafés porteños. No sugiero que Gombrowicz, Borges, Cortázar y Yurkiévich lo discutieran; tal vez no estuvieron juntos bajo el mismo techo, sino que el tema tenía una vigencia en Buenos Aires que animaba la lectura y generó, con el tiempo, la escritura de ensayos notables y audaces.
La posibilidad del diálogo entre estos escritores que hubiese animado esa polémica en Argentina es una conjetura o una anécdota imposible, y en realidad no importa. Es irrelevante si cruzaron juntos una puerta. En cambio es mucho más trascendente, inquietante y dantesco, detenerse en las palabras escritas en el dintel de la puerta del Infierno: «Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza.»