22 de abril de 2014

La bugambilia

En el jardín florece la bugambilia. Y un amigo que vive en Hungría me escribe que no basta con viajar al norte en primavera para comprender el prodigio de la naturaleza. Resulta, dice, que hace falta vivir el invierno, seis meses sin sol, el frío y la nieve para comprender cabalmente el sentimiento de resurrección que hay en Wordsworth, en Keats, en Hauptmann. No le falta razón, y sin embargo la primavera también se nutre de lecturas y recuerdos.

Desde la ventana de la sala veía la bugambilia en la casa de mi infancia. Cubría un muro de ladrillos rojos, tosco, que casi nunca tenía ocasión de mostrar su fealdad. La bugambilia era una fiesta, un derroche, una explosión colorida y silvestre que nadie tocaba por inaccesible, que colgaba y extendía algunas ramas casi al alcance de mi mano. Sus hojas, cuando caían, encendían el suelo de color.

Luego se convirtió en un asunto filológico. Como un tan Louis Antoine de Bougainville la llevó a Francia desde América, le dieron su nombre. El Diccionario la llama buganvilia o buganvilla (el género es: Bougainvillea), y también he visto su nombre como bugambilla. En otros países americanos recibe otros nombres. Pero ninguno tiene el color tan intenso ni la solera de bugambilia.

La lujosa mancha de vino de la bugambilia sobre el muro inmaculado, blanquísimo, dice Octavio Paz. Leo y me detengo, voy de la lectura al final de la casa, y luego a aquella lejana ventana de la sala. La bugambilia me acompaña, está conmigo, frente a mí: en el jardín de mi casa, en el poema, en el recuerdo y la memoria de la infancia.