En el jardín florece la
bugambilia. Y un amigo que vive en Hungría me escribe que no basta con viajar
al norte en primavera para comprender el prodigio de la naturaleza. Resulta,
dice, que hace falta vivir el invierno, seis meses sin sol, el frío y la nieve
para comprender cabalmente el sentimiento de resurrección que hay en
Wordsworth, en Keats, en Hauptmann. No le falta razón, y sin embargo la
primavera también se nutre de lecturas y recuerdos.
Desde la ventana de la sala
veía la bugambilia en la casa de mi infancia. Cubría un muro de ladrillos
rojos, tosco, que casi nunca tenía ocasión de mostrar su fealdad. La bugambilia
era una fiesta, un derroche, una explosión colorida y silvestre que nadie
tocaba por inaccesible, que colgaba y extendía algunas ramas casi al alcance de
mi mano. Sus hojas, cuando caían, encendían el suelo de color.
Luego se convirtió en un
asunto filológico. Como un tan Louis Antoine de Bougainville la llevó a Francia
desde América, le dieron su nombre. El Diccionario la llama buganvilia o
buganvilla (el género es: Bougainvillea), y también he visto su nombre como
bugambilla. En otros países americanos recibe otros nombres. Pero ninguno tiene
el color tan intenso ni la solera de bugambilia.
La lujosa mancha de vino de la bugambilia sobre el muro
inmaculado, blanquísimo, dice Octavio Paz. Leo
y me detengo, voy de la lectura al final de la casa, y luego a aquella lejana ventana
de la sala. La bugambilia me acompaña, está conmigo, frente a mí: en el jardín
de mi casa, en el poema, en el recuerdo y la memoria de la infancia.