Salvador Díaz Mirón fue un poeta notable y un hombre violento, colérico. Tuvo el talento para escribir una poesía imprescindible, y también el hado funesto para salpicar su vida de sangre, muerte y desgracias.
Injuriaba, insultaba y golpeaba, por lo menos, a cualquiera que lo contradijera sobre una jugada de ajedrez o sobre la correcta construcción de un verso (sabía gramática y latín) o sobre sus ideas políticas. Retaba a duelo a sus adversarios, y mató más de una vez. Por uno de esos homicidios estuvo en la cárcel, aunque no fue juzgado y, luego, liberado.
Conoció el destierro, la distancia y el desamor de sus hijos, la enfermedad y la muerte de algunos de éstos. En una de sus riñas perdió movilidad del brazo izquierdo. Fue un político que usó su poesía como arma política (con un poema irritó al dictador Porfirio Díaz), diputado varias veces, amigo de Victoriano Huerta, candidato a gobernador de Veracruz, director del Instituto Veracruzano...
Pero lo que de veras no toleraba era la crítica a su poesía. Pistola en mano pedía cuentas a los que se atrevían a hacer comentarios no halagadores para Lascas, libro admirable. Se creía sin la menor sombra de la duda el mejor poeta vivo de América. Díaz Mirón era, todo un personaje. Uno notable, con vida épica y trágica.
Es difícil imaginarlo vulnerable, humilde, sencillo; apenas puede uno imaginarlo débil, en una situación desesperada. Y sin embargo, en mi familia materna todavía de vez en cuando aparece la leyenda de Díaz Mirón, su trato cordial y afable con mis mayores, en particular con Pantaleón Llarena, hermano de mi bisabuelo, al que respetaba y apreciaba.
De pronto, entre mis papeles, de una carpeta sale una copia de la misiva que el poeta le envió a Pantaleón desde la cárcel. Es un hecho conocido, y la revista Biblioteca de México, número 76, julio-agosto 2003, la publicó en facsímil gracias a la colaboración de mi tía María Elena Llarena.
Dice el poeta, acaso en su peor momento, desde la cárcel:
27 de abril de 2014
La humildad de Díaz Mirón
«El 17
de junio de 1896.
»Querido
y estimado Pantaleón:
»Una
necesidad imperiosa me obliga a suplicarte, no sin pena, que me facilites
quince pesos.
»Si Dios
me permitiere salir vivo de la cárcel, o si en ella quisiera aliviarme de la
miseria pecuniaria, te pagaré religiosamente el dinero no los favores que te
debo.
»Cuenta
con la eterna gratitud de tu pobre amigo que jamás olvidará que su familia ha
comido algunos días merced a tu generosidad.
»Salvador
Díaz Mirón
»Al
señor Pantaleón Llarena
En la
ciudad» [Veracruz]
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