La autora danesa Janne Teller ha escrito Ven
(Seix Barral), novela en la que, antes que sus méritos literarios, destaca el
dilema moral que plantea. Un editor está a punto de publicar un libro, en
realidad un producto editorial del que espera grandes ventas. El libro será un
escándalo, un best-seller con enormes repercusiones. Una amiga del editor va
hasta su despacho en la editorial y le pide que no publique ese libro por una
razón tan simple como poderosa: ese libro cuenta su historia.
Entonces
el editor duda. Entra en conflicto en una larga noche de reflexión. Él dirige
una empresa, se dice, y las ventas son las ventas. Su trabajo consiste en velar
por los intereses de los accionistas. Algunos libros… perdón, algunos productos
son mejores que otros, y los que más venden son los mejores. Cuando era joven,
recuerda, sabía lo que era buena literatura, y admite que amaba a Proust. Ahora ni siquiera se atreve a valorar los libros.
Pero
ella tiene sus razones. Le ha dicho que mientras trabajaba para la ONU en el
proceso de paz de Morenzao sufrió una agresión brutal, masiva, en un contexto
sociopolítico muy delicado y que ella ha decidido no hacerla nunca pública. El
editor se pregunta si puede publicar un libro sobre una mujer danesa que
mientras trabajaba para la ONU en proceso de paz de Morenzao sufre una agresión
brutal, masiva, en un contexto sociopolítico muy delicado.
El
editor escribe: «No corresponde a la editorial asumir la responsabilidad ética que
tiene el autor. La responsabilidad del editor sólo consiste en advertirle… pero
es únicamente responsabilidad del autor el decidir publicar algo que puede
resultar ofensivo para alguien.» Además: «La
ficción no es la realidad. Y por tanto un texto novelado no puede ser juzgado con
los mismos criterios éticos que rigen los demás ámbitos de la vida.»
El que debe juzgar es el lector o el mercado. Si gusta el libro o no el editor está exento de toda responsabilidad, dice el editor. Entonces, se pregunta, ¿en quién recae la responsabilidad? «Una historia no tiene dueño», le dice el editor a su amiga. Y falta algo más: fue ella, la amiga del editor, la mujer agredida, la que contó su propia historia a un escritor. Él vio una historia de la que podría hacer una novela. Y la escribió.
El que debe juzgar es el lector o el mercado. Si gusta el libro o no el editor está exento de toda responsabilidad, dice el editor. Entonces, se pregunta, ¿en quién recae la responsabilidad? «Una historia no tiene dueño», le dice el editor a su amiga. Y falta algo más: fue ella, la amiga del editor, la mujer agredida, la que contó su propia historia a un escritor. Él vio una historia de la que podría hacer una novela. Y la escribió.
El diario El Tiempo, de Bogotá, publicó el 29 de noviembre de 2011 que un tribunal de Barranquilla había fallado en segunda instancia a favor de Gabriel García Márquez ante la demanda de Miguel Reyes, cuya historia es la fuente de Crónica de una muerte anunciada.
Miguel Reyes se casó con Margarita Chica el 21 de
enero de 1951 en un pueblo al norte de Colombia. La noche de bodas devolvió a
su mujer a casa de sus padres porque no era virgen. Margarita admitió que había
tenido amores con un vecino. Los hermanos de Margarita asesinaron al vecino
para «limpiar el honor» de la familia.
Los hechos eran conocidos de todo el mundo, estaban
en la «memoria colectiva del pueblo», pero fue García Márquez quien comprendió
las posibilidades literarias de esa historia y escribió una obra maestra
absoluta. Mejor: hizo de esa historia una obra maestra porque supo contarla
impecablemente. El genio y el talento son atributos del novelista, no de las
historias que escribe, por singulares y asombrosas que sean.
García Márquez tuvo la decencia de cambiar los
nombres de los protagonistas, de modificar la historia, de inventar pasajes de
la trama y se dio el lujo de incluir entre los personajes a algunos parientes
suyos. (Aparece Luisa Santiaga, nombre de la madre del novelista.) Pero Reyes
vio la posibilidad de «salvar su honor» o de enriquecerse a costa del talento
ajeno, y pidió ante la justicia el cincuenta por ciento de las ganancias
obtenidas por el libro en todo el mundo. Dijo: «El verdadero Bayardo San Román [el
personaje de la novela que devolvió a la esposa] soy yo.» En mayo de 2010 un juez dictó
sentencia a favor de García Márquez. Reyes apeló y la justicia falló, en
segunda instancia, de nuevo a favor del novelista.
«Cientos de
obras literarias, artísticas y cinematográficas han tenido como historia
central hechos de la vida real, siendo adaptados a la perspectiva de su creador»,
señaló el tribunal. El abogado de García Márquez dijo que los argumentos de
Miguel Reyes fueron desvirtuados porque el objeto del arte «no es el hecho de
la vida real, sino la forma como se presenta y porque la violación de la
privacidad no fue responsabilidad del escritor, que puso el nombre de “Bayardo San
Román” en la historia, sino del propio Reyes, al decir que a él le había
ocurrido ese caso. Es como si una mujer que posa para un pintor exigiera luego
la mitad de los derechos de autor. Ella es propietaria de su cuerpo, pero la
obra, como tal, es del pintor.»
La idea de la
pintura también la menciona Janne Teller en boca del editor, su personaje: «Los
escritores, y todos los artistas, han utilizado desde siempre el material al
alcance de su mano. Lo han expuesto al daño de las miradas, diría alguien, pero
tratándose de arte no puede considerarse
que sea un daño. Fijémonos por ejemplo en las reveladoras pinturas de Picasso
sobre sus mujeres. ¿No le produce satisfacción a Dora Maar ser exhibida en Mujeres llorosas? ¿No seríamos más
pobres sin esas pinturas? Tomemos también En
busca del tiempo perdido, El gran
Gatsby, Los Buddenbrook.
»Quizá ser
escritor, en sí mismo, consista en establecer un pacto fáustico. Vender el alma
para poder engendrar algo singular y grande. Porque, ¿de dónde surge la idea
para una obra? ¿De dónde nace la ficción si no es de la realidad circundante?»
García
Márquez explicó las claves de su arte: «Puedo demostrar que, salvo el simple
mecanismo del drama, todo el contexto es totalmente falso, inventado por mí. La
identidad de los personajes es falsa. Los caracteres de los personajes son
falsos, salvo los de mi familia, que yo quise que fueran auténticos, y todos
los episodios que estaban alrededor del drama mismo obedecen a una técnica
primordial del arte de novelar, que es tomar de la vida real solamente los
elementos que a uno le interesan desde el punto de vista dramático y humano, y
volver a armarlos en el libro como a uno le parece.»
Y pareciera que Janne Teller aprendió del novelista
colombiano. «Cuando las historias son privadas y ha sido explicadas por
personas que no podían saber que serían usadas en un libro, el autor debe
convertirlas en anónimas. Asegurarse de que será imposible identificarlas en la
esfera de lo real… Distorsionar el espejo para penetrar más allá de la mera
superficie. Hacer universal lo personal… U obtener permiso…»
Las ideas no pueden registrarse, no tienen creador
ni autor ni dueño, y el «préstamo» o el «robo» dependerá en cómo se plasme.
Otra cosa es el llamado plagio, el tomar una a una las piezas y momentos de la
trama, apoderarse indebidamente (sin citar) una a una de las palabras que otro
ha escrito, esa vileza que practica un tal Bryce Echenique, entre otros
ladronzuelos. Pero la manera de ejecutar una obra, eso no se puede tomar de
otro. Lo dice Teller así: «La plasmación de una idea no se puede robar.»
Me parece que fue el gran cervantista y medievalista
Martín de Riquer, tan sabio como era, el que dijo que cuando alguien toma una
idea o una trama de otro (o la escucha en las mesas de los cafés y en las calles en
boca de todos, o está en un libro mal escrita, por debajo de sus posibilidades),
y escribe una obra superior o maestra con esa idea o esa trama, no ha cometido un plagio ni
un robo sino un asesinato: le ha demostrado al primer redactor lo
que podría haber hecho si tuviera talento.
«La tierra es de quien la trabaja» proclamó Emiliano
Zapata. Janne Teller, Gabriel García Márquez y la justicia colombiana nos dicen
que no es relevante la fuente o la idea de una novela; lo que importa es la forma en que se plasma, en que se erige en obra
literaria, y ésta es de quien la escribe.