Celebrar la escritura y que la escritura sea el relámpago. Una descarga súbita, un resplandor intenso, fuego y río, más luminoso que extenso. Una fuerza asombrosa y breve que rompa el día y prenda la noche.
Celebrar la escritura y que de la mirada y el asombro surja la imagen y la expresión que no se había escrito. Que en su proceso se resuelva la pesadilla y se disuelva el misterio del sueño, la encrucijada de pensamientos, el retoño de verso que no había florecido. Celebrarla y ser el primer sorprendido de ella misma.
Celebrar la escritura y que en la ceremonia se encierre la razón y las sinrazones, los motivos y los deseos. Que la imaginación despliegue sus alas y la memoria devuelva lo que creía suyo. Encontrar las palabras justas y celebrar con ellas que así sea.
Celebrar la escritura en un ejercicio gozoso, sentir cada palabra con todo el cuerpo. Escribir con la firmeza que atiende lo urgente y necesario. Celebrar la escritura, contar un trozo de vida, de una historia, y terminar la sesión exhausto y con la satisfacción secreta y plena del deber cumplido.
Celebrar la escritura durante el tiempo justo y necesario. Liberarse de las palabras al fijarlas, al verterlas en un cuaderno con tinta azul o negra o sepia o verde. Pero hacerlo con las palabras justas y necesarias.
Celebrar la escritura de cada palabra, sí, y luego a otra cosa, a la vida mundana, a las pequeñas obligaciones cotidianas. Los otros nos esperan. Otros deberes nos aguardan. Vivir el día y adentrarse en la noche ligero, pleno, libre por un tiempo, hasta sucumbir bajo la siguiente constelación de palabras.