Los libros de Oliver
Sacks sobre los casos clínicos de algunos de sus pacientes han despertado desde hace años el interés de diversos
públicos, aun de lectores muy alejados de la ciencia y la psiquiatría. Los más
populares, Un antropólogo en Marte, El hombre que confundió a su
mujer con un sombrero y La isla de los ciegos al color le han dado
una celebridad de rock star, y
algunas de sus historias se han convertido en películas taquilleras con actores
de Hollywood.
A mí, más que las historias que cuenta, por extrañas e
increíbles que parezcan, me interesa más la figura de doctor Sacks. Algunas
personas con rasgos físicos o de personalidad tan definidos y nítidos son una
fuente de ideas para la literatura. Neurólogo y psiquiatra, es, según una vieja
entrevista que aparece en una de mis carpetas, un tipo un poco chiflado, maniático,
neurótico y francamente raro, extraño. No podía ser de otra manera. Creo que
sería un gran modelo para un personaje literario.
Digamos que es un maniaco de la
temperatura, a la que regula y controla draconianamente en sus habitaciones con
sistema de calefacción y aire acondicionado, que nunca se ha casado ni
convivido con nadie, que siempre come lo mismo, arroz y pescado que alguien le
prepara y él calienta en el horno de microondas.
Pero lo importante es una respuesta de la entrevista,
una que es un cuento brevísimo y una posible definición del horror. A la
pregunta: «¿Qué es la locura?» Respondió: «Permítame que le cuente algo que
ocurrió hace ya algún tiempo en el Beth Abraham Hospital del Bronx, donde
trabajo. Un ex director del centro ingresó como paciente tres años después de
jubilarse, con síntomas de demencia senil. Un día se puso la bata blanca, entró
en su antigua oficina y empezó a repasar expedientes. Al cerrar uno de ellos,
leyó su nombre. Le encontramos gritando, preso de convulsiones, horrorizado. En
un momento de lucidez, lo comprendió todo: comprendió que estaba loco.»
Y luego nos regala el argumento para una novela:
«Uno de mis temores, desde hace tiempo, es que me confundan con un paciente. Si
me quitan la bata y la placa con mi nombre, ¿qué diferencia hay entre el médico
y el enfermo? Llegado el momento, ¿qué diferencia hay entre la cordura y la
locura? ¿Cómo podría probar que no estoy loco? En mí verían tal vez a un hombre
nervioso y tartamudo, convencido, el pobre, de que es el doctor Oliver Sacks.»
Esta pregunta puede poner de cabeza a la psiquiatría;
bastaría quitarse la bata para poner en entredicho a la ciencia, al menos por
un momento. El médico y el paciente podrían intercambiar papeles como una
comedia de enredos.
Esos temores son en sí mismos una historia de
terror. La locura y la cordura, la luz y la sombra se abren paso entre arenas
movedizas, en frágiles certezas, y tienen una hondura, una contradicción
esencial, una riqueza de matices que no han paso inadvertidos para la novela.
Cervantes comprendió mejor que nadie las
posibilidades novelescas de la locura, de entrar y salir de
la razón según conviniera al personaje o al relato. La idea de un psiquiatra o neurólogo que puede
convertirse en paciente, en loco, sin salir del hospital, con sólo quitarse la
bata, tiene el recurso elemental de un cómic y el desdoblamiento dramático del
teatro de Dario Fo, o del absurdo.
Los temores del médico podrían ser la premisa de una gran novela, sobre todo si el personaje tuviera la riqueza
de matices del lúcido y clarividente doctor Sacks.