Desde mi ventana veía a un hombre que
lavaba su coche. Lo estacionaba en la calle, enfrente de su casa, sacaba una
manguera y una cubeta, trapos y toda clase de utensilios de limpieza. Abría las
puertas, encendía la radio y lavaba su coche. Así lo hacía todas las mañanas, sin
faltar los domingos ni los días festivos. Todos los días muy temprano lavaba su
coche.
Lo hacía a conciencia, con mucha agua.
También utilizaba jabón y un detergente especial para carrocerías. Con un
cepillo repasaba una y otra vez los neumáticos, a los que luego untaba una
sustancia misteriosa para darles brillo.
Los interiores los aspiraba como si
fumigara y los protegía con una espuma muy blanca que aplicaba con una esponja,
y con otro trapo empapado en un aceite repasaba la parte interna del techo y el
tablero.
El
parabrisas merecía una atención particular. Lo limpiaba en círculos, una y otra
vez como si puliera un cristal. Revisaba el motor, en realidad parecía que lo
admiraba, y terminaba por aspirar también la cajuela como si estuviera
combatiendo un virus letal.
Toda la delicada operación le llevaba
unos cuarenta minutos. Y no dudaba en volver a repasar aquí o allá si
encontraba una gota, una mancha, la menor impureza. Luego, apagaba la radio,
cerraba las puertas, guardaba sus bártulos y volvía a su casa. Su dedicación y
constancia era admirable.
Podría pensarse que era un hobby, una terapia, un remedio contra la
ociosidad y el tedio, una manda a la Virgen que cumplía con devoción impecable,
una forma de ejercicio espiritual, o el rito de iniciación de una secta. Ese
hombre lavaba su coche como si lavara su conciencia, como tendríamos que lavar
el mundo.
Su costumbre de lavar el coche todas las
mañanas me parecía un exceso, una manía, un derroche de agua y tiempo y
energía. Unas vacaciones en las que pasé mucho tiempo en casa, descubrí que el
despropósito se repetía por las tardes.
Antes del anochecer, unas nueve o diez
horas después de haber lavado el coche en la mañana, volvía a lavarlo con
idéntica dedicación y rutina. Locura, una forma benigna de la locura, pensé.
Al alejarme de la ventana consideré que,
tal vez, ese hombre había resuelto, en la disciplina draconiana de lavar su
coche dos veces al día, la pregunta esencial de su existencia. Puedo imaginar
su respuesta: «Estamos en esta vida para lavar el coche dos veces al día.»