2 de enero de 2015

Dos veces al día

Desde mi ventana veía a un hombre que lavaba su coche. Lo estacionaba en la calle, enfrente de su casa, sacaba una manguera y una cubeta, trapos y toda clase de utensilios de limpieza. Abría las puertas, encendía la radio y lavaba su coche. Así lo hacía todas las mañanas, sin faltar los domingos ni los días festivos. Todos los días muy temprano lavaba su coche.

Lo hacía a conciencia, con mucha agua. También utilizaba jabón y un detergente especial para carrocerías. Con un cepillo repasaba una y otra vez los neumáticos, a los que luego untaba una sustancia misteriosa para darles brillo. 

Los interiores los aspiraba como si fumigara y los protegía con una espuma muy blanca que aplicaba con una esponja, y con otro trapo empapado en un aceite repasaba la parte interna del techo y el tablero.

 El parabrisas merecía una atención particular. Lo limpiaba en círculos, una y otra vez como si puliera un cristal. Revisaba el motor, en realidad parecía que lo admiraba, y terminaba por aspirar también la cajuela como si estuviera combatiendo un virus letal.

Toda la delicada operación le llevaba unos cuarenta minutos. Y no dudaba en volver a repasar aquí o allá si encontraba una gota, una mancha, la menor impureza. Luego, apagaba la radio, cerraba las puertas, guardaba sus bártulos y volvía a su casa. Su dedicación y constancia era admirable.

 Podría pensarse que era un hobby, una terapia, un remedio contra la ociosidad y el tedio, una manda a la Virgen que cumplía con devoción impecable, una forma de ejercicio espiritual, o el rito de iniciación de una secta. Ese hombre lavaba su coche como si lavara su conciencia, como tendríamos que lavar el mundo.

Su costumbre de lavar el coche todas las mañanas me parecía un exceso, una manía, un derroche de agua y tiempo y energía. Unas vacaciones en las que pasé mucho tiempo en casa, descubrí que el despropósito se repetía por las tardes. 

Antes del anochecer, unas nueve o diez horas después de haber lavado el coche en la mañana, volvía a lavarlo con idéntica dedicación y rutina. Locura, una forma benigna de la locura, pensé.

Al alejarme de la ventana consideré que, tal vez, ese hombre había resuelto, en la disciplina draconiana de lavar su coche dos veces al día, la pregunta esencial de su existencia. Puedo imaginar su respuesta: «Estamos en esta vida para lavar el coche dos veces al día.»