27 de abril de 2020

Gourmets callejeros

Una noche camino a casa le pedí al taxista que se detuviera un momento para comprar pan. Al volver con una buena bolsa, me dijo que esa panadería no era mala pero no se acercaba ni de lejos a las mejores. Entonces dictó una cátedra sobre las  panaderías de la zona, del sur, de la ciudad entera. Sus comentarios más que opiniones autorizadas, eran los juicios de un experto que incluían información sobre la variedad, las características, la calidad y los precios.

Una vez que me explicó mucho más de lo que necesito saber sobre las panaderías, me orientó, conforme nos acercábamos a mi barrio, dónde había tacos, tortas, tamales y pozole de buena calidad. En su Guía Roji, esa colección de mapas encuadernados de la ciudad (que las aplicaciones, los navegadores y los GPS han dejado en pieza de museo) tenía marcados con círculos de tinta roja los negocios de los cuatro puntos cardinales de la ciudad en los que valía la pena detenerse para comprar toda clase de alimentos preparados. Conducir un taxi era una tapadera para ocultar su verdadero oficio de gourmet.

Gracias a él pude vislumbrar un perfil: el gourmet callejero, que se opone a la definición clásica del gourmet, el aficionado sin remedio que cultiva las artes gastronómicas, la alta cocina y la cultura del buen comer. El gourmet callejero ejerce desde la calle y la cocina popular, y degusta, elige y selecciona desde la experiencia, el gusto y el olfato. Tal vez un gourmet callejero no sabría elegir en un restaurante con varias tenedores, o tal vez sí, pero eso no es relevante; lo que importa es que sabe dónde se ofrece lo mejor de lo mejor, de cada especialidad, en las calles de la ciudad.

A mi amigo Raúl, callejero desde siempre, se le ilumina el rostro cuando me habla de una salsa picosa a base de cacahuate que venden en un puesto cerca de la estación del metro Nativitas. Mi amiga Brenda puede rechazar un plato que otros comerían sin reparo porque el chile relleno está mal capeado o no debe ser capeado, y conoce todos los secretos, todos, que debe conocer un gourmet.

Mi amigo Fernando puede cruzar la ciudad para comer tacos de suadero. (Un gourmet callejero, por definición, es capaz de viajar hora y media en el tránsito ínfame con tal de probar un platillo en el mejor lugar, en su opinión, de la ciudad.) Juan presume de conocer la mejor paella valenciana, que se oculta, como el santo grial, en un recóndito barrio de Tlalpan.

Juan Carlos me ofrece cuatro opciones, no más, para comer los mejores, excelsos e insuperables tacos al pastor. Y aunque al parecer algo tienen de libaneses o turcos en su origen, hoy son el emblema, santo y seña, piedra de toque y algo más de la gastronomía de la ciudad. Si quieres una verdadera pizza margherita napolitana a la leña, entonces tienes que ir a uno de estos dos sitios, me dice Sandra. No hay más.

Víctor, un poeta, ha escrito sonetos (sí ¡sonetos!) al pozole que se sirve en cierta pozolería mítica por la zona de la basílica de Guadalupe. ¿Quiere usted tamales chiapanecos de calidad? Pues su mejor y tal vez única opción es la que le ofrezco. No hay más... Esa es la respuesta típica de un gourmet callejero.

Me doy cuenta de que estoy rodeado de personas con paladares privilegiados y gusto exquisito. De pronto se me ocurre crear un club, una cofradía, una orden secreta; organizar un congreso, o hacer una guía, un libro en forma sobre los guisos con la información casi secreta de los gourmets callejeros.

Alguien me ha dicho que construir una app sería mejor. Si apenas sé freír huevos, mucho menos podré construir una aplicación culinaria. Lo mejor será que siga escuchando a los sibaritas sin pretensiones que me hablan de lo que comen y disfrutan; sería un grave error no seguir las recomendaciones y sentencias que, como un gran secreto, me revelan esos exquisitos sin remedio, mis amigos, los gourmets callejeros.