11 de abril de 2020

Los libros no escritos

Julian Barnes, en El loro de Flaubert, presenta y comenta, al margen de los bocetos, apuntes y sueños juveniles, los libros que el gran novelista francés no escribió pero tenía previsto hacerlo, al menos no había renunciado a ellos. Entre éstos estaba La Spirale, «una novela grandiosa, metafísica, fantástica y desgañitada» sobre un  hombre con doble vida, y «uno de mis viejos sueños»: una novela de caballería.

Flaubert necesitaba dedicarle muchos años a cada libro, es muy probable que esas ideas de novela no las hubiera completado aunque se hubiera empeñado en ellas. Entonces, Barnes se pregunta: «¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir?»

Italo Calvino nos dejó no pocas obras, casi todas memorables, y aún así apareció entre tus papeles una larga lista con los libros que pensaba o quería escribir, y es muy probable que hubiera realizado muchos de ellos, si consideramos la nitidez de cada uno de sus proyectos, su disciplina y enorme capacidad de trabajo, si no hubiera muerto relativamente joven, antes de tiempo.

Borges imaginaba libros que nunca escribió, pero se tomaba la molestia de escribir las recensiones de esos supuestos libros, para desconcierto de críticos y lectores despistados, que corrían a las librerías a buscar esos libros no escritos y bien reseñados.

George Steiner, cuya obra admirable tampoco es breve, nos dejó muchos años antes de morir un volumen que se titula My Unwritten Books (Los libros que nunca he escrito) en el que dedica un ensayo extenso a los siete libros que no escribió a pesar de tener la «esperanza» de hacerlo; uno de ellos «Los idiomas de Eros» es célebre, entre otras cosas, porque ofrece algún secreto y ciertas claves de la propia vida sexual de Steiner.

Dedicar muchas páginas, limpias y lúcidas, a explicar por qué o en qué consistían esos libros no escritos y que jamás escribiría es un ejercicio muy significativo que se presta a múltiples explicaciones y lecturas. En su ausencia, están presentes, son como algunos de esos elementos químicos que ya tenían su lugar en la tabla periódica aun antes de ser descubiertos; forman parte de la constelación de obras de un autor, ejercen una función, irradian luz o guardan en su sombra, por ausencia, algo que definitivamente se ha perdido.

«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos», dice Steiner.

Me pregunto si esos libros no escritos de Steiner son en realidad esos ensayos sobre esos libros, y si los libros imaginados por Borges existieron, completos y logrados, al menos por una tarde en su mente. Los libros no escritos tienen una extraña presencia en la mente de su único posible autor, pero no son en realidad porque no han sido conformados de palabras, la única sustancia de la que pueden estar compuestos.

Un libro no escrito es una opción de vida que se perdió sin remedio. Una posibilidad que desapareció tal vez sin saber por qué. Hay libros que se marchitan en los cuadernos de apuntes al paso de los años, cuya vigencia caduca, y escribirlos mucho después de su momento será más un trabajo de exhumación que de celebración.

Así como pasa el momento óptimo de leer un libro (no es lo mismo leer a Julio Verne a los quince que a los cuarenta), también pasa el de redactarlo, y esa demora lo avinagra en la memoria, si es que aún persiste la voluntad de escribirlo.

Otros libros son pospuestos con la idea contraria: pensar que aún no es tiempo. Que hace falta más experiencia, mucha investigación en fuentes lejanas o inaccesibles, años de estudio o una madurez que aún no se tiene. Procrastinar un libro puede ser un acto de sabiduría pero también la coartada perfecta para no empeñarse en hacerlo florecer.

Un autor no cesa de imaginar libros posibles, algunas ideas son desechadas de inmediato, otras persisten, y luego viene el fracaso en el intento de hacerlos, con frecuencia porque su autor no supo escribirlos. La autocensura puede ser decisiva en la decisión de no escribir un libro deseado.

Enfrentarse a ese libro, a los juicios de otros cuyas opiniones importan puede ser la excusa perfecta para no escribirlo. La consideración de no herir o lastimar la memoria de alguien o la sensibilidad de una persona muy cercana, tal vez porque es mejor no hurgar en el pasado o no revelar alguna verdad, pueden ser razones de peso para abandonar un libro imaginado e incluso necesario.

Las razones pueden multiplicarse. Los motivos para renunciar a escribir un libro que uno mismo se ha propuesto, sin la voluntad de otros, son tantas como las justificaciones posibles para no hacerlo. Quizá sea mayor el número de los libros no escritos que los escritos.

Yo también tengo una lista de libros por escribir, y ya tengo la certeza absoluta de que no escribiré al menos dos de ellos. Las justificaciones que me digo a mí mismo me dejan insatisfecho, pero persisto en la no escritura de esos libros pensados; en cambio, mantengo relaciones turbias y complicadas con algunos de esos libros que anhelo escribir.

Al parecer, los libros no escritos dicen mucho de un autor; acaso tanto como los libros terminados (supongo que los inconclusos y abandonados formarán una categoría aparte). Deben cumplir la función de una antibibliografía, como el currículum de aquel hombre que presentaba sus fracasos y despidos laborales antes que sus méritos y éxitos; con ello estaba más cerca de la verdad y ofrecía por tanto elementos relevantes, dignos de tomarse en cuenta para su posible contratación.

Tal vez somos los libros no escritos. Esos que se quedaron atrás y se perdieron en el tiempo. Quizá son más nuestros aquellos que no supimos escribir, o esos otros que no pudimos emprender por falta de valor o abierta cobardía. Tal vez son nuestros como una afrenta los libros a los que no supimos darles una estructura, un tiempo y una distancia, un punto de vista y las palabras justas e imprescindibles.

De pronto, como un oráculo, encuentro algo así como una clave, la respuesta a la pregunta de Barnes. Muñoz Molina dice al final de «La invención de un pasado»: «Tal vez, después de todo, la tradición a la que uno de verdad pertenece es la de los libros que no ha escrito todavía.»