14 de abril de 2020

El arte de cantar (mal)

Es curioso que escuchar mal, en sentido lato (en sentido musical), no sea considerado un minusvalía, una más de las discapacidades físicas. La miopía y el astigmatismo y otros males de los ojos se superan o mitigan con lentes y operaciones quirúrgicas. El que no tiene oído para escuchar música, puede lamentar a solas su sordera.

A diferencia de los problemas de la vista, escuchar mal, no distinguir una trompeta del mugido de una vaca, no reconocer el sonido de un instrumento, no percibir aún antes de que acabe la nota falsa de un cantante, no tiene consecuencias en la vida, no impide el ejercicio de oficios ni coloca a nadie en desventaja, salvo a los  músicos, claro. Ciertas historiadores del arte sostienen que algunos pintores impresionistas deben a su miopía una de las mayores características y peculiaridades de su arte.

He visto a  músicos lamentar su oído imperfecto, y tengo un amigo con oído perfecto, capaz de reconocer, de espaldas a un piano, cualquier nota al instante, facultad que todos deberíamos de gozar, como una visión 20/20. Ser desafinado debería considerarse una tara, un defecto, una desgracia, una pena.

He visto a cantantes de ópera que sufren con su afinación, su emisión de voz; he visto a algunos lamentar los límites de su aparato vocal, su falta de agudos. Los he visto tomar lecciones durante años, trabajar con ahínco en educar su voz, su respiración, además de los aspectos estrictamente musicales y de interpretación, el ritmo y los tiempos, las dificultades que presentan las partituras, imposibles de superar sin una buena técnica.

Cantar no es fácil. Es algo parecido a caminar por una cuerda floja o en un trapecio sin red (por fortuna, creo, ningún cantante ha muerto por una interpretación desastrosa). Julio Cortázar tiene un relato «Quintaesencias», donde narra la caída en la última nota de un tenor, Américo Scravellini, a manos de los ángeles que primero lo habían llevado en vilo hasta lo alto del teatro. Y Antonio Ruiz, el Corcito, pintó en  «La soprano» a una cantante en el momento sublime en que un señor gallo sale de su boca.

Florence Foster Jenkins está considerada la peor soprano de la historia. Tal vez no era la mujer que peor cantaba (aunque no estaba lejos del campeonato absoluto), pero sí la que estaba convencida de que era una gran cantante. Hay grabaciones de ella, y no es difícil reconocer que le falta todo para cantar, y que hay piezas en las que no atinó a colocar bien ni una sola nota.

Pero la señora Jenkins era una celebridad en ciertos círculos neoyorkinos de los años treinta; los aficionados acudían a oírla para doblarse de risa, y apenas podían dar crédito a lo que escuchaban. Fue tan famosa que incluso se presentó en el Carnegie Hall, y fue tal la expectación de ese gran recital que los boletos se agotaron con varias semanas de anticipación. (No sé si es paradójico, pero el hecho encierra una lección: si eres el peor de tu oficio, también puedes abarrotar una sala de conciertos.)

No faltará quien afirme que el arte es una superación constante. Así descubro a Kim Gordon («soy ante todo una artista visual»), me entero por una nota del periódico que le dedica una página completa, que la artista, angelina, «acaba de publicar su primer disco en solitario, No Home Record (Matador/Everlasting), un álbum de ritmos industriales, con el desafinado como postura estética [sic] y la disonancia como precepto moral [resic], que parece un comentario sobre la banalidad del presente.»

¡Así que la señora Gordon desafina como postura estética! ¡Y hace de la disonancia un precepto moral! Además, le «apasiona el arte povera y su manera de enaltecer materiales cotidianos, chatarras y porquerías. Su disco comparte la misma poética: es una suma de imágenes banales recogidas mientras Gordon conducía sin destino por Los Ángeles.» Supongo que le llamaran arte de resistencia antisistema o arte sonoro postmusical, algo así. Sin remedio, no hay nada que hacer.

La señora Jenkins se esforzaba, al menos lo intentaba. Quería cantar, de todo corazón se sentía una soprano. No faltará quien piense que el disco de Gordon es un paso adelante, en firme, una aproximación al arte total, una victoria sobre el muy superado y vetusto arte de cantar. Así, no sorprende el entusiasta revuelo que levantan los fotógrafos ciegos, por ejemplo. Pronto el maullido de un gato podría ser digno de elogio y celebración musical, o el rebuznar de un asno, y no debemos descalificar la posibilidad de que a esos nuevos paradigmas del canto les ofrezcan grabar discos y que se presenten en una sala de conciertos, por ejemplo en el Carnegie Hall.