10 de abril de 2020

El robo de un libro

Ya que no sé ir a ninguna parte sin un libro, entré en el súper con Verano en el lago en las manos, una novela corta de Alberto Vigevani, publicada por la editorial minúscula (que no podría, por su identidad, escribir su nombre con una eme mayúscula), en la colección Paisajes Narrados, que me gusta mucho por su calidad y diseño. Me interesó la novela porque la parte central sucede en el lago de Como, que no conozco, pero tengo una suerte de corazonada de que allí me aguarda no un lindo paseo o unas estupendas vacaciones sino algo más trascendente y secreto, la revelación de una novela, una serie de poemas, una certeza, la respuesta a alguna de esas preguntas que uno no deja de hacerse a sí mismo.

Entre las páginas de Verano en el lago había metido papeles, notas y facturas que sobresalían por mucho en el volumen de formato de bolsillo. Cuando puse la novela en el carrito, sólo había leído las escasas seis páginas del primer capítulo.

Dejé el carrito en la sección de frutas y verduras, fui por cebollas y lechugas y cuando volví, dos minutos después, ya no estaba el libro. Estupefacto miré aquí y allá, a los apacibles compradores, que tenían todos cara de buenos ciudadanos, honrados y cívicos. Le avisé al vigilante del súper, que estaba a tres metros bien medidos: no había visto nada.

Fui al mostrador de Atención a clientes. Mandaron a otro vigilante a mirar, a recorrer el súper, a buscar; anunciaron el robo como pérdida, "si alguien ha visto un libro..." Me instalé detrás de las cajas, cerca de la salida, como si pudiera reconocer al ladrón sin haberlo visto, como si fuera a irse con el libro en la mano. Pérdida de tiempo.

En el súper dijeron que buscarían el libro, que si volvía al otro día podría solicitar que revisaran las cámaras de seguridad. Me fui con la amarga sensación de haber sido despojado, y sintiéndome un tonto. Adiós a Verano en el lago.

A los dos días tuve que volver al súper. Entré sin libro y fui al mostrador de Atención a clientes. No estaba la encargada con la que había hablado, pero la mujer que me atendió supo al instante de qué le hablaba. Sin más trámite, se dio media vuelta y de un estante tomó mi libro. Ahí estaba, intacto, con las facturas y papeles entre sus páginas.

No podía creerlo. «Lo encontró una clienta, entre los cartones de leche, al fondo, y nos lo trajo aquí», me dijo. «Seguramente pensaron que en esos papeles había dinero o cheques... El libro no les interesa.» Recuperé mi libro, las facturas, la alegre promesa de la novela en el lago de Como. Hice mi compra sin soltar el ejemplar ni un segundo.

«El libro no les interesa.» Es cierto. Un ladrón ordinario no se lleva un libro. Un día a un amigo le abrieron el coche de un cristalazo y se llevaron todo, todo que podía ser llevado menos los libros que encontraron. Otro amigo, el doctor Azar, ha convertido a su coche en una biblioteca rodante, lleva decenas, tal vez más de cien ejemplares se desparraman en el asiento trasero y en el piso, y está completamente seguro de que nadie se los robará, a menos que decidan llevarse el coche con todo lo que haya en él.

Un libro, como mercancía, puede ser muy caro, pero su valor de reventa es mínimo, no es negocio. El librero de viejo, de ejemplares de segunda mano, pagará cantidades absurdas, ínfimas. Es un hecho, lo sé, lo he visto, y también un lugar común, que detrás del cadáver más de una reciente viuda ha echado de casa y rematado la biblioteca del marido, y si hace falta está dispuesta a pagar para que se lleven los libros.

Existen los ladrones profesionales de libros. Los que buscan libros raros, joyas bibliográficas, tesoros antiguos, incunables. Recuerdo al menos dos películas sobre ladrones de libros, pero me parece que quienes roban libros por amor a su arte son lectores. Estudiantes sin recursos ávidos de lectura que visitan las librerías, bibliófilos que se enamoran de un ejemplar, cazadores y coleccionistas de piezas raras.

Fuera de ellos está visto que a nadie le interesa robar un libro. Puedo imaginarme al pobre diablo que hojeaba con avidez Verano en el lago en el último estante del súper en busca de dinero, sin darse cuenta de que el verdadero tesoro lo tenía entre las manos, uno que para él nada vale. Los libros son mágicos: se tornan de mercancía despreciada de papel en tesoros para los que saben buscar algo más que billetes o cheques entre sus páginas. Dichosos los que conocen el verdadero valor de los libros.