17 de mayo de 2020

Desempleo

Un día estás fuera. En la calle. Ni siquiera han tenido que despedirte, no hicieron falta motivos o razones. Se ha cumplido el plazo que señala tu contrato laboral basura y son tiempos de recortes y austeridad. No hay indemnización ni bono ni un peso más. Se acabó tu empleo, tu puesto, la oficina, los proyectos en los que habías trabajado durante años. Vas a despedirte de algunos compañeros. Envías un correo electrónico a los demás. Recoges tus cosas, te vas.

Te preocupa el futuro inmediato. Los gastos seguirán (de hecho aumentan) pero no tendrás ingresos. Te pasas horas haciendo cuentas. Piensas en opciones, amigos, contactos. ¿Adónde podrías enviar tu currículum?

El siguiente lunes en la mañana no tienes adónde ir, no tienes qué hacer. No tienes empleo. Hay una sensación de extrañeza, de estar fuera de tiempo y de lugar. No te has afeitado y te has puesto unos pantalones viejos y apenas una camiseta. Tienes mucho tiempo para leer el periódico.

Pasan los días. Empiezas a generar una nueva rutina. Preparas el desayuno sin prisa, y buscas la manera más eficiente de hacerlo: ¿deberías primero poner la cafetera o a tostar el pan?  Preguntas qué comerán ese día, e imaginas el menú de la semana. (Nunca lo habías hecho. Solías comer fuera, en un restaurante. Tenía que volver a la oficina por la tarde.) Te ocupas de esas cosas, te arrastra lo inmediato. Aunque tienes mucho tiempo, y no paras de hacer cosas domésticas, tienes la sensación de no hacer nada.

Has roto la dinámica de la casa, el orden que había. Sólo querías ser útil, pero acabas por perturbarlo todo.  Pasan los días y continúa ese extraño malestar, esa sensación de despojo e injusticia. Te sientes inútil, prescindible, incluso en tu propia casa. Crece la incertidumbre. Sin buscarlo, has roto tu ciclo de sueño. Ahora te duermes mucho después de medianoche, y te levantas muy tarde.

Sales a hacer las compras. Pasan los días, las semanas. Un día te ves a mediodía conversando sin prisa con los comerciantes de tu barrio. Ya te conocen bien en la tienda de abarrotes, en la frutería, en la panadería. Te has vuelto un animal doméstico. Recuerdas el movimiento y las obligaciones de la oficina, con todos su problemas y aristas; sí, la extrañas. Se agudiza esa sensación de incertidumbre. Te asusta el paso del tiempo. De los minutos y horas de esa mañana, y el paso de las semanas y los meses.

Algo ha sucedido con tu autoestima, con tus vagos o precisos planes a futuro. Quieres hacer cosas, iniciar actividades, proyectos, negocios. Y dos horas después los has desechado y olvidado. Estás fuera de lugar. A ti que te gustan tanto los libros, apenas lees. No te concentras. Te distraes. Te irritas un poco.

Las relaciones en casa han cambiado. Con cada gasto sientes que el desastre económico se acerca. Buscas una solución y no la encuentras. No es un consuelo, pero te faltan dedos para contar a los amigos y colegas que están como tú. Buscas y no encuentras empleo. De hecho el desempleo crece. Los despidos no cesan. Algo tendrás que hacer. ¿Te gustaría abrir una pizzería? Necesitarías un socio capitalista.

Se apodera de ti la sensación de que te han arrebatado algo que era tuyo, y no sólo un empleo. La satisfacción de sentirte útil, de hacer algo en lo creías había una modesta aportación social. Sientes el paso del tiempo. Te pesan las horas. Estás convencido de que deberías estar haciendo muchas actividades, de que podrías realizar actos que te dieran la satisfacción de lo logrado con esfuerzo.

Te sientes desperdiciado. Inútil. Te vas volviendo perezoso. No serás un genio, pero eras competente en tu oficio. Tu situación no puede durar mucho, es insostenible, te dices. Poco a poco se instala una nueva normalidad, la más precaria e inestable, una que se erige en la apariencia y la fragilidad. Por suerte, un día descubres que estás mucho más solo de lo que pensabas. Comprendes al fin que el mundo no va a cambiar, tienes que inventarte un futuro.