15 de marzo de 2016

El desprecio

He leído tres veces El desprecio, la novela cruel y tóxica de Alberto Moravia. La he leído en tres ejemplares, a lo largo de muchos años, en circunstancias muy distintas. Antes de terminar la primera lectura, ya formaba parte de mi canon, de esa pequeña biblioteca secreta en la que está cifrada nuestra vida, al menos la literaria.

La primera lectura la hice en un ejemplar español, de bolsillo, de los años setenta, en papel muy corriente, que en la contracubierta señala que el volumen doble costaba 275 pesetas, y está acribillado por los subrayados, flechas, círculos, notas y signos que mi entusiasmo adolescente dejó en sus páginas. Me basta mirar esas huellas para saber que salía de la adolescencia cuándo lo leí.

Entre más lejanas en el tiempo hayan sido mis lecturas, más cicatrices quedaron en las páginas de mis libros. Leía con devoción, y dejaba constancia de mi asombro: quería descifrar el alma de la literatura, el misterio de las palabras, la esencia del mundo.

De esa primera lectura aprendí que el amor, así como surge, puede acabar, súbito, en un instante. Y esa fuerza y energía debe encauzarse de otra manera. Entonces, sin admiración hacia la persona que fue amada, bastará un hecho cualquiera para incitar, en un parpadeo, el desprecio. ¿Eso puede suceder en el mundo o sólo en las novelas? En ambos, y la literatura también es parte de la vida.

La segunda lectura fue en un ejemplar argentino, de los años sesenta, en perfecto estado, que compré en una librería de viejo en la avenida Álvaro Obregón. No era fácil encontrar un ejemplar de la novela, dejarlo en el estante hubiera sido un gesto imperdonable de desdén al azar, un abandono, un desprecio. Si dudé un instante para justificar ante mi bolsillo la compra de un libro que ya tenía en casa, leído y subrayado, decidí que lo regalaría. Nunca lo hice.

Las vicisitudes del desgaste de la relación de Emilia y Riccardo, su desacuerdo, su desdén que devino en desprecio, cedía un poco ante los conflictos de un guionista obligado a escribir sólo por dinero una película que no le gustaba nada, y la audaz y frívola interpretación supuestamente psicoanalítica de la Odisea: Ulises tarda tanto en volver a Ítaca porque no quiere regresar, no desea llegar a casa porque Penélope, su mujer, igual que Emilia a Riccardo, lo desprecia.

Acabo de volver a leerla, ahora en una reciente edición española, la menos satisfactoria, la más descuidada. El conflicto de la pareja ante mis ojos es más oscuro y complejo, los detalles se tornan trascendentes. He encontrado matices, suspicacias, recursos de la maestría del autor en los que no había reparado.

Ella es más caprichosa, y tal vez la mueve la ambición. Él acusa una indecisión, una tibieza estéril; por momentos es tolerante, es casi indiferente (Los indiferentes es el nombre de la primera novela de Moravia), incluso a los embates de Battista, el productor, con Emilia. Riccardo, el narrador-protagonista, adolece una manía por razonar, por explicarlo todo, en particular la conducta de su mujer, con un ejercicio racional y esquemático, que lastran la novela y arruinan su vida.

Los libros siempre dicen lo mismo, con las mismas palabras. Los libros no cambian, uno es el que envejece. No es relevante que un libro no conecte con una nueva generación de lectores. El gusto literario cambia, elige y desecha sin remedio ni piedad, y en el vaivén de los redescubrimientos y rescates del olvido a veces un libro o un autor vuelven en una suerte de exhumación editorial.

Esta reciente lectura ha sido la más amarga, tal vez por cruda y directa, sin el asombro ni los entusiasmos juveniles que magnifican aún más los destinos dramáticos de los personajes. Me quedo con una interpretación absurda de la Odisea, con el hecho insondable de que sea posible dejar de amar a alguien en un instante. Me gusta más la idea de un proceso de distanciamiento, como una vela cuya llama se hace cada vez más débil y acaba por extinguirse. Así, como el amor se enciende en un instante, llega otro en el que alguien descubre y reconoce que se ha apagado.

Después de la lectura, volví a ver Le Mépris, la película de Jean-Luc Godard basada con soberana libertad y desapego en la novela de Moravia. Los misterios del amor y del desamor, de la indiferencia y del desprecio siguieron intactos, también los del gran cine de Godard, pero emergió, solar y mediterránea, la visión imponente y esplendorosa de Brigitte Bardot.