Los lectores damos vuelta a la página de un libro y de pronto desembocamos en una oración que pareciera la respuesta que nos envía un oráculo para liberarnos de una pregunta que nos inquieta. A veces de ese encuentro surge de pronto esa sentencia que disipa una duda, que confirma una opinión o un juicio, que enriquece un argumento con otro punto de vista o un ejemplo.
A veces esa oración o ese párrafo confirman algo que sabíamos, y no es difícil que en realidad expresen con belleza y maestría lo que no habíamos sido capaces de expresar con tanta claridad y fuerza pero que coincide, sin embargo, con nuestra convicción. No es difícil que los lectores de poesía no se asombren de lo que ilumina el poeta, porque lo que dice es algo que ellos también saben y sienten, sino que sea capaz de fijar con versos indestructible lo que ellos sólo insinuaban como en un balbuceo. «Sí, es así», se dicen «ya lo había pensado, ya lo había sentido, ya lo había soñado.»
Entonces el lector se detiene ante esa oración, esa idea, y no es difícil que la señale, la subraye, la copie, la memorice, la ponga a salvo para recuperarla y no perderla, para distinguirla de entre todas las muchas oraciones que la rodean. El lector sabe que ha encontrado un tesoro.
La literatura, se ha dicho, también es una forma de conocimiento, y ante una de esas oraciones que a los lectores les parecen verdades reveladas, se levanta una convicción, una certeza. Pero la literatura también nos entrega opiniones encontradas, ideas frontalmente opuestas.
Con esa antigua e incorregible costumbre de leer más de un libro a la vez, por la mañana leo en Justine, la primera novela de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, en la voz de Darley, el narrador:
«Una puerta se había abierto de pronto por obra de mi intimidad con Melissa, intimidad más maravillosa aún por ser inesperada y absolutamente inmerecida. Como todos los egoístas, no puedo vivir solo; la verdad es que mi último año de celibato me había resultado insoportable, y mi ineficacia para la vida doméstica, mi inutilidad en materia de ropa, comida y dinero me abrumaban.»
Las palabras de Darley no podrían ser más honestas y sentidas, sabe de lo que habla, y podrían suscribirlas muchos, muchísimos hombres, los que no pueden o no saben estar solos (son legión los divorciados y viudos a los que les urge volver a casarse), por no hablar de su inveterada incapacidad para llevar con el mínimo decoro su casa o al menos sin entregarse a las fuerzas invencibles del caos.
Por la tarde, en Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, ese pozo sin fondo de lucidez, dolor, pesimismo y amargura, supuesto libro de uno de esos célebres heterónimos del inmenso poeta portugués, Bernardo Soares, encuentro justo el otro lado de la medalla de lo que dice Durrell:
«Eres libre si puedes apartarte de los hombres, sin que te obligue a recurrir a ellos la falta de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad [...]. Ay de ti, sin embargo, si las presiones de la propia vida te obligan a ser esclavo. Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte a ti mismo y vivir apartado, la penuria te fuerza a convivir. Esa sí es tu tragedia, la que arrastras contigo.»
«Como todos los egoístas, no puedo vivir solo», dice uno; «Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte a ti mismo y vivir apartado, la penuria te fuerza a convivir», dice el otro. Uno no puede vivir solo, el otro no puede vivir acompañado.
Un escritor a lo largo de su obra acaba por decir de sí mismo mucho más de lo que imagina o quisiera. Lawrence no vivió solo, se casó cuatro veces; Pessoa vivía solo y nunca se casó. Aunque las oraciones citadas están dichas por personajes, entes de ficción, Darley y Soares, me inclino a suponer que Durrell y Pessoa, desde su experiencia y forma de vida, nos estaban diciendo su verdad.