Entré al hospital por mi propio pie y me dirigí a la sala de urgencias. Trataba de caminar lo más recto y erguido que podía, sin perder la compostura. Un dolor muy agudo en el costado izquierdo me había atormentado toda la tarde, me doblaba y me sacaba de quicio, me había obligado a vomitar bilis.
Era un domingo en la noche. En la sala de espera, ocho o diez personas conversaban y comentaban el accidente. Todos eran parientes de una mujer que ya estaba en manos de los médicos. Entré a la sala de urgencias y me hicieron muchas preguntas. Me tomaron la temperatura, la presión arterial, el peso. El dolor estaba muy cerca del umbral de lo soportable.
La doctora Ángeles confirmó el diagnóstico que me había dado la doctora Llarena. A las dos les bastó golpearme en la parte baja de la espalda para saber, por mi reacción, que muy probablemente tenía una piedra en el riñón izquierdo.
Me ingresaron, me pusieron esa suerte de bata lamentable. Me pusieron suero (estaba deshidratado) y dieron analgésicos por vía intravenosa. Recordé el inicio de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, uno de mis libros favoritos. Dice Adriano, es decir, el dueño del mundo, en versión de Julio Cortázar: «Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre.» Yo era apenas un poco más: tenía una piedra en el uréter.
Acostado en una camilla, estabilizado, recordé también que Montaigne padecía también el mal de piedra y que llevaba con ejemplar estoicismo su mal, y comprendí el sentido profundo de la sabiduría de Epicuro: la felicidad es la ausencia de dolor.
Todo era como en las películas o las novelas. La sala de urgencias podría haber sido un plató. Las paredes blancas, el instrumental y el mobiliario, las enfermeras que venían a sacarme sangre o a tomarme la presión. Atrás de mí, tras una leve cortina, una mujer se quejaba, había tenido un accidente. Pronto la llevarían a hacerle exámenes o una cirugía. Pasó junto a mí y no volvió. Del otro lado, un hombre se quejaba. Luego, dejó de quejarse. Se fue o lo llevaron a otro lado.
Desde mi rincón, veía un reloj que no daba la hora. Traté de pensar qué podía decirme un reloj sin tiempo en una sala de urgencias. Su avería contrastaba con la asepsia y la eficiencia, con la blancura y la luz intensa, los olores del hospital.
Escuché el llanto de un niño. Luego, frente a mí, a la derecha, en ángulo vi a Miguelito, de dos años; se había caído, no de una gran altura pero lo suficiente para darse un fuerte golpe en la cabeza. Tenía la frente abierta, una herida que sangraba. Sus papás, unas pareja joven, lo consolaban. Él era amoroso y dulce. Ella estaba nerviosa y preocupada.
A las dos médicas que lo atendieron no les importaba la herida, querían saber si no habría otra lesión en la cabeza por el golpe. Hablaban de radiografías y tomografías, de lo importante que era que Miguelito no se durmiera. Miguelito lloraba a todo pulmón, dolido, asustado, desconcertado.
Lo llevaron a hacerle los estudios y luego volvió, más tranquilo. Volvió a llorar cuando le limpiaron y cosieron la herida, fueron muchas puntadas de sutura. Luego, Miguelito se fue con su papás.
Me quedé solo, en espera del urólogo y los resultados de los exámenes. Se hizo un profundo silencio, ceso el movimiento de personas, camillas, médicos y enfermeras. Un par de horas más tarde, me llevarían a una habitación; al otro día me harían una intevención quirúrgica. Ya no hubo más pacientes ni sucesos esa madrugada en la sala de urgencias.