Conocí a David Lida hace unos años. Nos presentó mi amigo Ricky Pohlenz, y fuimos los tres a beber unos martinis (sin duda la idea fue de Ricky). Luego, David nos invitó a conocer su casa, en la colonia Condesa. Su fascinación por la Ciudad de México es única, su curiosidad, su genuino interés, su manifiesta simpatía por la cultura popular, la comida, el habla callejera.
A David, creo, lo tienen sin cuidado el tezontle, el mármol, las piedras, el concreto, el trazado urbano, la arquitectura. A él le gusta la gente, conocerla, descubrir modos de vida y de pensar tan distintos y lejanos de su natal Nueva York.
¿Qué hace aquí? Es una buena pregunta, y es una lástima que no lo frecuente, porque no dejaría de interrogarlo hasta averiguarlo todo. Pero algo muy fuerte lo retiene, al punto que ya tiene pasaporte mexicano, y si la ciudad emitiera uno está claro que lo merecería por derecho propio. Desde aquel primer encuentro me pareció que David sería el espía perfecto. Su franca conversación sería ideal para conseguir, en su condición de gringo simpático, cualquier información que solicitara.
Como neoyorquino del mundo, abierto y curioso, autor sensible a otros países y culturas, me hace pensar en el gran Henry Miller. David ha escrito sus crónicas y aventuras callejeras en revistas y diarios desde hace muchos años, y las ha reunido en al menos dos libros (Travel Advisory y Las llaves de la ciudad), que nos invitan a los habitantes de la Ciudad de México a mirarnos con ojos nuevos.
He recordado a David porque Kristian Cowden pareciera seguir sus pasos. A ella, tejana, la frecuento en las aulas, y en unas cuantas conversaciones he comprobado que padece el mismo mal que David: una fascinación incondicional por una ciudad cuyas contradicciones y problemas son tan grandes como sus encantos y maravillas.
He encontrado a Kristian en la calle y me ha hablado en un castellano increíblemente fluido y preciso (tiene cuatro años de haber llegado a la ciudad) de su proyecto de escribir un libro. De su pasión por la ciudad, de la vitalidad de su gente, de la energía y la violencia que percibe en las calles, del atractivo eléctrico y magnético que la ciudad tan diversa ejerce sobre ella, que se manifiesta no sólo en la vehemencia de sus palabras, también en el gesto de su cara, el movimiento enérgico de sus manos.
Kristian, sin duda, ha aprendido más palabras en las calles que en las aulas, y su registro del español que se habla de la Ciudad va de la lengua académica a la popular y callejera. Domina el habla culta y los giros y expresiones más ordinarias y vulgares con una frescura (tal parecida a la inocencia) que las enriquece y redime. La relación de Kristian con el español de México es más íntima y personal, más rica y profunda, que la de muchos hablantes nativos, si es que esto es posible.
De pronto, me doy cuenta que conozco a dos estadounidenses fascinados por mi ciudad, que viven aquí y escriben sobre ella. No sé si esto signifique algo para mí, pero tengo una corazonada. David y Kristian no se conocen, pero estoy seguro que acabarán por encontrarse por las calles de la ciudad, tal vez por sus escritos. Y se preguntarán sobre el poder telúrico que esta ciudad/monstruo, amada y odiada, ejerce sobre ellos. Estoy seguro de que, al reconocerse, tendrán mucho que decirse.
25 de noviembre de 2019
Gringos en la ciudad
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