12 de septiembre de 2011

Las Variaciones Goldberg

La primera vez que las escuché quedé hechizado. Sé que no he sido el único, que esa experiencia ha cambiado más de una vida. Bach logró con su arte acariciar la metafísica de lo inefable y puso a girar las esferas celestes; consiguió que esa sed de absoluto se convirtiera en el bálsamo favorito de los desolados, los desesperados, los desadaptados, los sedientos de belleza, los que pueden conmoverse hasta el llanto y sentirse tocados por el aria y sus variaciones.

El intérprete al piano de aquella versión era Glenn Gould (con permiso del creador, las prefiero con piano). Luego, hace muchos años también, descubrí aquella novela de Thomas Bernhard, El malogrado, que narra el fin de la carrera de un pianista cuando éste escucha, devastado por el prodigio y el talento, a Glenn Gould tocar las Variaciones Goldberg.

Entonces se cerró el círculo. Glenn Gould había nacido para tocar a Bach, Bach había nacido para escribir música, y uno, si no demuestra lo contrario, en su infinita mediocridad, al menos lo había hecho, venturoso, para escucharlos. El tándem Bach-Gould se convirtió para un par de amigos y para mí en una declaración de principios, un manifiesto estético, un grito de batalla, un canto de vida, un código para escuchar música en este mundo.

Con los años, como casi siempre sucede, la pasión por las Variaciones remitió considerablemente, las aguas tomaron su cauce y entonces sólo las escuchaba de vez en cuando, siempre las versiones de Gould. No me interesaba buscar ni escuchar otras interpretaciones, las dos o tres que conocí no me arrebataron, ni embriagaron, y creo que esta palabra, tan dura, es justa.

Ahora, cuando las aguas de mi afición por Bach son más profundas que nunca, pero también más anchas y serenas, como un río viejo que ha dejado atrás entusiasmos desmedidos, excesos y sobresaltos innecesarios, he tenido la gracia de volver a escuchar las Variaciones Goldberg como si fuera la vez primera.

No sé, entre el mar de versiones, si esta es mejor, sólo digo que volví a sentir la emoción y el asombro intactos, el mismo efecto casi narcótico para la imaginación que se dispara en busca de alguna metáfora, la suave intención que antes que estimular al sueño evoca a cierta tristeza suave, a veces a un sentimiento que no puede llamarse del todo melancolía.

No sé si es un regalo inmerecido, un prodigio o mi condescendencia, pero he vuelto a sentir la música con el cuerpo y el alma. Apenas escuché el aria y la primera variación interpretadas por Simone Dinnerstein supe que había encontrado otro camino a Bach, a la Música, a la Perfección matemática y geométrica o cualquier otra. Descubrí un nuevo sendero para vislumbrar en esa música amada, otra vez, como hace muchos años, la llamada, la belleza, lo absoluto.