23 de septiembre de 2011

Equinoccio

Abril es el mes más cruel, escribió T. S. Eliot, pero el poeta tal vez no supo que el otoño, con su lluvia triste, es la estación más dulce, y que la suave melancolía gris que lo permea tiene un aroma suave, como de manzana verde recién cortada. El regusto en el alma, ligeramente amargo, confirma la sospecha: ya está aquí el otoño.

El equinoccio ha llagado con una mañana fría y lluviosa, de la que no hubiera sido ajena la melancolía de César Vallejo. Y las mañanas de lluvia, los días de amaneceres nublados, no sé por qué, algo tienen de atípicos, tal vez por una inveterada certeza infantil pues de niño creía que la lluvia era un atributo de las tardes (recuerdo la extrañeza con que la miraba, los tristes charcos en el patio de la escuela).

Llovió en la madrugada con la fuerza con que luchan los caprichosos dioses del Olimpo, como si el mundo se lavara (si creyera, diría que para redimir sus pecados). Llovió al amanecer con tal estruendo, que parecía un canto de guerra, como si la mañana gris prometiera que tras ella ya nada sería lo mismo.

Me desperté pensando que ese cielo nuboso rompía en llanto por todas las desgracias del mundo, por todas las injusticias, por todos los amores perdidos, por todos los extraviados y los que no tienen consuelo. Esas nubes negras rompían furiosas, justicieras, para llamar al orden y advertirnos por todos los olvidos, los agravios, lo que debimos y no hemos sido. Fue como si cayera un chubasco muy húmedo y muy frío en lo más seco y blando del alma.

La lluvia incontinente era como un llanto y un lamento esta mañana. El Sol saldría muy tímido y muy tarde. Había llegado la estación más dulce o la más triste, había tomado el cielo el equinoccio de otoño.