8 de septiembre de 2024

La violación de Gisèle Pélicot

El caso de Gisèle Pélicot, cuyo juicio comienza en estos días de septiembre, en Aviñón, Francia, va a generar miles de páginas, artículos, ensayos, tesis, asombrosos libros de investigación (ojalá alguno de ellos lo escriba, por su impecable calidad y enorme talento, y esa fusión entre reportaje y novela, gran literatura, de Emmanuel Carrère), y no descarto que en unos años tengamos documentales y películas.

La violación de una mujer por al menos setenta y dos hombres, invitados e inducidos por el marido de ella, es una historia asquerosa, siniestra y repugnante. Un crimen que merece la mayor condena y el peso de la ley.  

No es fácil dar por ciertos los hechos, la manera en que ha sucedido esta violación masiva. Y no pretendo reducir su gravedad, ni proteger a Dominique Pèlicot, ese es el nombre del primer criminal, sino que la verosimilitud, nuestra capacidad de creer, sin atenuar las aberraciones que suceden, tiene un límite; luego, viene la imaginación, la fantasía, la exageración, la distorsión. Todo lo que cabría en una novela.

Algunas historias no caben en una novela, si el novelista aspira a la verosimilitud; es decir, a que los lectores crean que esos hechos narrados sucedieron. Vargas Llosa lo ha contado, en La fiesta del Chivo, tuvo que dejar fuera parte de las carnicerías, crímenes y crueldades sin nombre del Chivo, Rafael Leónidas Trujillo, dictador de la República Dominicana para que algunos lectores y críticos no descartaran la novela por fantasiosa e increíble.

Hay sucesos que los lectores leen con escepticismo y levantan las cejas antes de aceptar como hechos históricos lo que cuentan novelas y ensayos históricos. Sucede que van más allá de lo que es prudente creer y aceptar como verdadero. 

Dominique Pèlicot, de 71 años, ofrecía a su mujer, con la que estuvo casado por cincuenta años, a través de redes sociales y chats de foros, en un pueblo del sur de Francia. Parecía un buen marido, buen padre y buen abuelo. 

¿Cómo creer, suspender la incredulidad, para decirlo con Coleridge, que Dominique drogaba a Gisèle con medicamentos como benzodiazepinas, que ella entraba a un sueño como un coma, y entonces era violada por alguno de esa legión de hombres que contaban con el consentimiento y estímulo del marido? 

¿Cómo creer que durante años fuera posible repetir este procedimiento sin que fuera descubierto? ¿Cómo creer que ella no notara al despertar? ¿Cómo creer que Gisèle no se hubiera contagiado o infectado de alguna enfermedad de transmisión sexual, que no tuviera molestias, irritaciones o moretones que despertaran sus sospechas?

¿Cómo conseguía Dominique que Gisèle tomara las pastillas? ¿Cómo es posible que los tres hijos del matrimonio no se dieran cuenta? 

Drogar a mujeres para que hombres yazgan con ellas o duerman a su lado es una historia no ejemplar que ya imaginaron y escribieron Yasunari Kawabata en La casa de las bellas durmientes, y Gabriel García Márquez en Memoria de mis putas tristes.

No descarto que el proyecto de una novela sobre un hombre mayor ofrece a su mujer no joven para prostituirla mientras ella está sedada, inconsciente, y acuden uno tras otro hombres de diversa condición; ese proyecto podría recibir objeciones severas y considerables, por inverosímil, que podrían mandar esa sinopsis a la papelera de los libros que nunca se escribieron y se escribirán. Pero esto no es un proyecto de novela, sino una historia policiaca cuyo juicio apenas comienza. 

Algunos de los clientes, esos hombres que Dominique llevaba a su cama más por morbo y malsano placer que por dinero, han dicho que pensaban que la mujer fingía dormir, lo cual hacía más excitante la visita pues era una fantasía irresistible, una experiencia que no eran fácil rechazar. 

Gisèle, con un gesto admirable y poco común, aparece en el juicio con el rostro descubierto y la cara en alto; algunos de sus violadores, que podrán ser condenados a veinte años de prisión, ya no saben cómo esconderse. 

No es inverosímil imaginar que no hay novelista que haya imaginado esta historia. Se antoja, en verdad, imposible.