23 de septiembre de 2024

Una lengua originaria en el supermercado

La fila de la caja siete no avanzaba. Algo iba mal. Un cliente hablaba con la cajera, venía y se iba un supervisor; algo sucedía con su cuenta y su tarjeta de puntos o descuentos. Pasaban los minutos. En las filas ocho y la nueve había todavía más gente en espera para pagar, y sólo había tres personas antes de mi turno. No debía moverme, mi mejor opción era esperar.  

Fue en un supermercado muy grande, muy iluminado, muy bien montado. Las frutas y verduras están hidratadas y se mantienen frescas y coloridas con un sistema ingenioso de vapor y agua. La sección de carnes es el paraíso de un carnívoro, y la de pescados un lindo muestrario de peces y bichos marinos. 

La sección de latas de conservas de productos, muchos importados, es una invitación indecorosa a dejarse llevar para satisfacer los gustos y antojos de sibaritas exigentes. Era un supermercado caro, muy caro, bien surtido, con muchos bienes de lujo, en una colonia más que acomodada de Ciudad de México.

Mi compra era pequeña y puntual: dos botellas de vinos (la selección que ofrecía no era nada desdeñable), dos baguetes, un trozo de queso emmental, una lata de palmitos y otra de espárragos, y dos litros de helado, encargo de la anfitriona. Yo iba a una reunión informal con amigos. 

De pronto, empezaron a hablar, o quizá en un momento por fin los escuché y puse atención. Conversaban, algo comentaban, a veces sonreían. Yo no entendía ni una palabra, y tuve la certeza absoluta de que hablaban ninguna lengua europea.

Me di la vuelta como si fuera a escudriñar el horizonte y encontré, a mi espalda, a tres hombres jóvenes, con sus pobres ropas de faena, completamente cubierta de cal o yeso. En realidad, ellos también estaban cubiertos de ese polvo blanco. Lo llevaban en las manos, en la cara, en el pelo. 

Imaginé, sin darme mucho margen de error, que eran albañiles que encalaban muros de una construcción muy cercana, tal vez preparaban las paredes para pintarlas. Llevaban, entre los tres, dos latas grandes de sardinas en salsa de tomate, dos kilos de tortillas, una lata de chiles y tres litros de coca-cola.

En un cálculo no muy riguroso, supuse que todo su cargamento era más barato que el queso que yo llevaba. Ya había pasado la hora de la comida, estábamos cerca de la sobretarde, así que supuse que apenas terminaban su jornada, o no habían comido durante el día, o esa sería su merienda. No lo sé, me hice preguntas, pero sobre todo una: ¿en qué lengua hablaban?

Eran morenos, de muy baja estatura, risueños, delgados, agradables. No sé por qué los imaginé oaxaqueños, aunque no puedo decir por qué ni de qué región. Pero podrían ser de otras muchas partes. Eran indios mexicanos y hablaban en una lengua de la que no tenía ni el menor indicio para reconocerla.

El Atlas Cultural de México señala que hacia el año 2010 se hablaban en el país cerca de sesenta lenguas (una de ellas, sólo tenía dos hablantes, que no se hablaban entre ellos*). Siempre hice mis estudios según los programas oficiales, en escuelas públicas y privadas, y jamás recibí, en veinte años de educación, ni una lección sobre esas lenguas originarias. 

La diversidad de lenguas y grupos humanos de México es muy grande; las diferencias entre mexicanos son abismales. Mientras en la caja seguía el lío con la tarjeta del cliente, que exigía su derecho o descuento o no sé qué; mientras crecía el lío, en el que ya participaba otro supervisor, un empleado de la oficina de servicios al consumidor, una clienta desesperada y un señor impaciente que exigían que les cobraran de una buena vez, y el guardia del supermercado que se acercaba entre curioso y amenazante; mientras seguía el lío, yo escuchaba. 

Era lengua dulce, de oraciones que me parecían cortas y rápidas. Aquellos tres jóvenes conversaban y parecían aceptar con impecable estoicismo el contratiempo y la espera en la caja. Luego de algunos minutos, cometí una imprudencia. 

Me volví y con cuidada corrección les pregunté de dónde eran y qué lengua hablaban. De inmediato se hizo el silencio entre ellos. Cesó su conversación melodiosa y dulce. Se miraban entre ellos desconcertados. Estaban en una situación en verdad embarazosa. Se sintieron vulnerados. Espiados. Perseguidos. Yo era un intruso, un entrometido. 

Yo era un transgresor de un código. Ellos no es que se negaran, sino que no podían responder. No obtuve respuesta. Estaba claro que me habían entendido. Algunos hablantes de las llamadas lenguas originarias a veces son perfectamente bilingües, a veces tropiezan con el español. Pero un indio mexicano, lo he visto, lo he escuchado, deja de hablar en su lengua cuando lo escucha alguien ajeno, extraño a esa lengua y su cultura. 

Me volví y pensé que primero llegaría Godot, el de la pieza de Samuel Beckett, antes de que se arreglara el lío en la caja siete. Atrás de mí se hizo el silencio. Un silencio que se hizo incómodo, que me hizo ver que había cometido una falta. Pensé en disculparme, tuve la lucidez de callarme, supe antes de hablar que sería peor. 

Su silencio, su conversación rota, me decía algo. Me señalaba. Sabía que se avergonzaban de haber sido escuchados (aunque yo no comprendiera nada), tal vez se avergonzaban de su lengua. No hay comunicación posible con ellos, al menos no en la fila de un supermercado. 

Les pedí el paso, a ellos y a todos los clientes de la fila, y me fui a la caja dieciséis, lejos de aquella conversación rota con el fin de no importunarlos más. Encontré una fila muy larga, y tuve mucho tiempo para pensar en ellos. Lamenté la situación, sobre todo no saber en qué lengua hablaban.

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* Véase en este blog el apunte: "Una lengua se muere y los dos viejos que no se hablan", del 8 de abril de 2011.