11 de noviembre de 2024

La vida en un trago

Cuando murió mi padre tuve que cumplir con la ingrata y amarga tarea de desmontar su departamento. Tenía que dejarlo vacío como exigía el siguiente paso: su venta, la especulación inmobiliaria. 

Empedernido lector de periódicos (era periodista), tenía al menos cinco metros de altura en rimeros de diarios y revistas en sus dos habitaciones, la sala y el comedor. También le gustaba acumular bolsas de plástico y de papel, botellas, frascos y toda clase de cajas, papel de envolver, cordeles y objetos inútiles.

Era una manía que adquirió con los años, aunque no era en sentido recto un anciano. Me parece que le significaba un gran esfuerzo, como una pérdida, deshacerse de las cosas, casi de cualquier objeto, aunque estuvieran rotas. Papá pensaba que un día les encontraría utilidad.

Comencé por la cocina. Tiré lo que había que desechar, y busqué dónde acomodar lo que pudiera servir. Conservé una vajilla, un juego de cubiertos y algunos utensilios, un par de aparatos electrodomésticos. Regalamos o vendimos la estufa, el refrigerador, las pocas ollas y sartenes usados y gastados; también desechamos los muebles que no tendrían sitio en casa de mi hermano ni en la mía. 

Seguí por la segunda habitación. El clóset estaba repleto de ropa. Había al menos veinte trajes, algunos de ellos nuevos, otros nos los había usado en años. Nada me quedaba, ni los zapatos (algunos pares finos y nuevos) ni las camisas ni los sacos. Conservé algunas corbatas. 

Su ropa me quedaba chica. Aunque apenas me llevaba dos o tres centímetros de altura, era insufriblemente delgado. Tenía el cuerpo reducido de un hombre que padecía acalasia: que desde joven no podía comer bien, no podía pasar alimentos por el esófago; hubo días, muchos, en los que no pudo tragar ni agua.   

Encontré y traje a mi casa su colección de cajas de cerillos (muchos japoneses, y todos de hace años, cuando empresas y hoteles se anunciaban en esas cajas, algunas bellas y otras ingeniosas), varios juegos de dominó, recuerdos de viajes, a los que era tan aficionado: ceniceros, destapadores, posavasos, platitos, banderitas, postales, una escultura miniatura de la torre Eiffel, un busto minúsculo de Napoleón y objetos varios. Muchos de estos fueron a dar a una bolsa de desechos.

Me entretuve revisando y clasificando los libros. Podía leer casi cualquier cosa, best sellers insufribles y libros de historia, buenas novelas y textos de reportajes sobre algún caso o suceso de ocasión. Muchos de esos libros fueron a dar a cajas que vendí por unos cuantos pesos. 

Embalé y guardé algunos cuadros, pequeñas esculturas. También traje a casa casetes y discos compactos, no todos, en nuestros gustos musicales se abrían abismos insalvables. Traje un radiocasete, otro reproductor de casetes, y una buena dotación de cintas vírgenes. También recuperé linternas y pilas de distintos tamaños. 

En su recámara estaba lo más cercano a él. En un armario encontré ropa interior, pijamas y ropa blanca. También estaban allí sus libros queridos. Una buena dotación de cigarrillos. Muchas lociones y navajas de afeitar. Su apreciable colección de encendedores, relojes, anillos, mancuernillas.

En el clóset encontré su caótico archivo personal, más zapatos. Más trajes, muchas camisas, cinturones, pañuelos. Una vieja pistola, pequeña, que no tengo ni la menor idea de dónde salió, y que estuvo sepultada al fondo de una gaveta, entre muchos y varios objetos, además de pañuelos y calcetines. 

En la parte superior, entre dos pequeñas maletas, encontré al menos veinte botellas de vino. Yo sabía que estaban ahí, pero las había olvidado. Eran vinos finos, sobre todo franceses y españoles. Algunos deben de haber sido muy caros. 

Pero apostaría a que mi padre no compró ninguna de esas botellas. Se las regalaron a lo largo de muchos años, y las acumulaba en un lugar seco y oscuro, lejos del alcance de extraños, incluso de sí mismo. 

«Voy a abrirlas en una ocasión especial, cuando tengamos algo que festejar, el día en que suceda algo bueno y extraordinario», decía. Ese día nunca llegó. 

Descorché una para alegrarme la tarea de empacar y desechar, y antes del primer trago supe que algo no iba bien, olía muy mal: el vino estaba pasado, echado a perder. Lo tiré en el fregadero. Abrí una segunda botella: estaba echada a perder. Abrí una tercera: tampoco podía beberse. 

Una a una las abrí todas, y ninguna estaba en buen estado. Una pena. Luego busqué un significado, un mensaje oculto. No lo encontré, salvo que algunos hombres viven con prisa, como si quisieran beberse la vida de un trago, y otros la dosifican, la guardan, la posponen, la añejan, como si el vino no se pudriera o la vida fuera para siempre.