23 de octubre de 2024

Werther

Las cuitas del joven Werther fue publicada en 1774, hace doscientos cincuenta años. Goethe tenía entonces veinticinco, y ya estaba en el centro de una polémica de la que tal vez todavía quedan rescoldos. Es un autor inmenso, un gigante, cuya obra aún nos cobija y deslumbra. Y su decisiva influencia perdura.

Desde entonces fue consagrado y venerado, y también acusado de perturbar a la juventud e incluso de provocar algunas muertes, lectores sensibles y suicidas, malheridos de amor que encontraron en el héroe de la novela su guía y modelo para liberarse de las penas de este mundo. 

Muy pronto el Werther fue traducido al francés y al italiano, se convirtió en un fenómeno europeo, en una obra muy difícil de esquivar o desdeñar en un tiempo en el que no había mercadotecnia, ni publicidad, ni redes sociales; y todavía no era lectura escolar obligatoria, como lo fue, y, aunque en reflujo, lo sigue siendo.  

Kafka intuía muy bien del peso de la escritura y la literatura de Goethe. Sabemos que mientras escribía La transformación (La metamorfosis la llamaban hace unos años), en noviembre y diciembre de 1912, bajo el efecto como un narcótico de haber iniciado relaciones con Felice Bauer, Kafka volvió al Werther y comprendió que «Goethe probablemente frena el desarrollo de la lengua alemana por el poder de sus obras». Más todavía: «Goethe me influyó por completo, agoté la fuerza de esta influencia y, por lo tanto, me volví inútil.» 

Esta afirmación, que nada tiene de kafkiana, es muy desconcertante en palabras de uno de los novelistas más significativos del siglo XX, y para no pocos escritores y lectores, el más grande de su tiempo. 

Cuando Kafka releyó el Werther, la novela había sido publicada ciento treinta y ocho años antes, y hacía ochenta que Goethe había muerto. Este hecho ofrece un indicio sobre el prestigio y el poder del enorme escritor alemán.

Sturm und Drang (tormenta e ímpetu) antes que el nombre de un movimiento artístico parecía el lema de batalla de Goethe, y tenía la fuerza de un volcán, sacudía conciencias, removía el pensamiento, usos y costumbres, el tiempo. Nadie como él había sabido leer con tanta claridad el zeitgeist, el espíritu de su época, la manera de sentir y de vivir las normas sociales en lo que podríamos llamar Alemania en ese momento. 

La novela epistolar ha sido traducida como las cuitas o las penas o los dolores del joven Werther. Sustantivos que revelan la edad de las traducciones y del texto original, de esos arrebatos insufribles, de esos amores fatales y malogrados, de ese desgarramiento sin fin ante la imposibilidad de conseguir el amor de la mujer amada. 

Y sin embargo se antoja un libro necesario, indispensable, uno al que hay que acudir para gozar y no olvidarlo nunca al menos una vez en la vida. Y si es posible en la primera juventud, mejor. Debe ser una de esas escasas obras de formación que cumplen su función de manera impecable. El que salga indemne de su lectura también habrá leído con provecho: se habrá recubierto de una pátina contra los amores románticos como de una armadura que, para bien o para mal, lo cubrirá en su vida y sus batallas amorosas. 

Werther nos habla de otro siglo (el tiempo hace visibles los cambios culturales entre las épocas), y las diferencias con nuestros días son evidentes; las dificultades que muestra para los lectores de hoy van del lenguaje a los usos y costumbres de esos amores tan imposibles como empalagosos, melodramáticos, con arrebatos nocivos como terremotos y tan poderosos y fatales como tsunamis.  

 Tal vez con el Werther se inicia esa curiosa relación de lectores (y toda suerte de consumidores de productos culturales) con el libro que los sacude y representa, el que canta la verdad de su alma, que los lleva a distinguirse, vestirse o disfrazarse como el héroe admirado. Los jóvenes se dispusieron a sufrir del mal de amores, iban por el mundo como Werther, y usaban abrigos azules y chalecos amarillos. 

 Se dice, incluso, que algunos imitaron las vicisitudes de Werther al punto de también cometer suicidio; nada nos impide pensar que hubo una ola de apasionados que decidieron vivir al extremo, al límite, el sufrimiento del que debe ser, para muchos, el modelo total del joven enamorado, que apostaba a todo o nada y que en ello le iba la vida. 

Parece que en Japón, a principios del siglo XX, Werther era la más acabada expresión de un impulso o voluntad de muerte que expresaba la belleza e intensidad de la vida. Una de las formas en que eros y tánatos volvían a aparecer, a hacerse nítidos en el imperio del Sol Naciente. 

Tal vez decae el número de lectores, y aún más el de devotos seguidores, y sin embargo Werther gana como modelo; la ópera de Jules Massenet se representa en todo el mundo, y dos tenores mexicanos, Ramón Vargas y Rolando Villazón la cantaron como dioses. Hay varias películas y adaptaciones teatrales. 

Quizá pronto podríamos imaginar con alguna certeza la trascendencia que Werther puede alcanzar, su sitio en la novela amorosa cuando en estos días empezamos a vivir el fin del amor romántico. Acaso el amor de Werther por Lotte sea uno de los más apasionados, intensos y genuinos de la literatura, y no sólo la alemana. 

Roland Barthes, notable profesor, semiólogo admirable, en el último cuarto del siglo XX emprendió una investigación con la impartición de seminarios en los que analizaba el amor, cuyos apuntes publicó como El discurso amoroso y Fragmentos de un discurso amoroso. 

Los libros están centrados, sobre todo el primero, del que se vendieron decenas de miles de ejemplares en 1977, en el Werther. La novela de Goethe volvía al centro del debate, del pensamiento y la discusión, y no sólo del mundo académico parisino. Es decir, Werther, el joven enamorado, volvía y tenía todavía algo que decir.

Ahora que celebramos su publicación hace doscientos cincuenta años, la tentación de leerlo es seductora. Pero habría que hacerlo con cuidado. No sólo esta ese cuarto de siglo de por medio, también los decenios que me separan de mi primera lectura. Será inevitable descubrir cómo ha cambiado Werther a mis ojos, cómo he cambiado yo mismo, lo cual se hará evidente a través de las ineluctables diferencias que encuentre en mis lecturas.