La realidad ha sido una estupenda fuente de historias para los autores de guiones, cuentos y novelas, en particular para los que gozan de una excitada imaginación. Bonnie y Clyde fueron personajes históricos, estuvieron en este mundo, su leyenda pervive desde hace casi noventa años, en buena medida gracias al cine, y han sido vistos como los «Romeo y Julieta que huyen por la carretera».
Y pareciera que los hechos, entre menos verosímiles y menos probables,
suceden, sobre todo, si no se demuestra lo contrario, en los Estados Unidos.
Todo lo que pasa allí se convierte en noticia, tendencia o materia viva para
alimentar, al menos por unas horas, al monstruo mediático del espectáculo que, pareciera, no duerme nunca.
Vicky White, de 56 años, de mejillas rubicundas y cabello descuidado, mal
cortado y peor teñido, era una funcionaria
del sistema de prisiones (estuve a punto de escribir carcelera) de un centro
penitenciario de Alabama que un día antes de su jubilación hizo algo en verdad
inesperado.
Se fugó de una cárcel con Casey White, de 38 años, un interno (estuve a
punto de escribir reo) acusado de dos asesinatos, de haber intentado hace años
matar a su novia y a su perro. Confeso, White alegaba demencia; su valoración
estaba en proceso, y Vicky White (mismo apellido, pero su vínculo no era
familiar) lo sacó de la prisión para llevarlo al doctor, sin las condiciones
mínimas de seguridad y violando la normativa del traslado de prisioneros.
Otros reclusos han dado testimonio inequívoco de que Vicky y Casey tenían
una relación «especial», que en inglés podría decir mucho pero no
necesariamente una relación amorosa.
Vicky abrió una puerta a la calle y Casey salió con su uniforme de preso tras
ella, subieron a un coche y… huyeron. Vicky no le permitió escapar, no lo ayudó
a que se fuera, no le dio los medios para que consiguiera su libertad a cualquier
precio: se fue con él. Luego, todo es oscuro, todo probable e incierto (es ahí
donde tendrá que trabajar duro el guionista) para imaginar lo que sucedió en
esos diez días que estuvieron prófugos.
La policía pensó que él la había amenazado, extorsionado o secuestrado;
lo podían creer que Vicky, reconocida como funcionaria modelo más de una vez, con
veinticinco años de servicio, se fugara con un criminal el día de su
jubilación. Hacía un mes Vicky había vendido su casa: sabía, entonces, que ya
no la necesitaría. Los alguaciles ofrecieron diez mil dólares de recompensa por información
que condujera a la captura de esa pareja imposible.
Durante los diez días de su huida
cambiaron de coche y viajaron más de trescientos kilómetros, llegaron a
Indiana. Fueron identificados, se inició una persecución (ya ven cómo se parece
la realidad a las películas) de la que no pudieron escapar. Bonnie y Clyde
fueron cosidos a tiros (hay fotografías); Vicky y Casey, que iban armados,
volcaron su coche, chocaron y fueron detenidos. Vicky, herida, tuvo tiempo, al
parecer, de dispararse a sí misma. Murió unas horas después en un hospital.
Casey fue capturado y volvió a prisión; es muy improbable que vuelva a salir a
las calles.
Supongo que el guionista tendrá casi armada su historia (relación
especial, la salida de la cárcel, la huida por carreteras atentos al camino y
la policía, el cambio de coche, intentar pasar inadvertidos), pero también muchos
puntos ciegos que resolver. ¿Casey obligó a Vicky a delinquir y comportarse de
una manera tan extraña? ¿Cómo? ¿Por qué?
La clave estaría en Vicky, pero ya no puede dar testimonio.
Entonces el guionista tendrá que aprovechar sus recursos, experiencia e
imaginación. Podría, quizá, pensar en una historia de amor, en un enamoramiento
súbito de Vicky que la llevó a la locura. Claro que es poco verosímil, sobre
todo en los tiempos el fin del amor romántico y el ascenso del poliamor.
Algo falta para completar la película. La realidad nos dio casi todos los sucesos y pasos de la trama, pero falta el móvil, el punto central, el corazón de la historia. Falta una explicación convincente para lo que se antoja, en verdad, inexplicable.