12 de septiembre de 2022

Javier Marías y su máquina de escribir

Javier Marías decía, casi como un lamento, en un artículo de abril de 2017: 

«Cuando esto escribo, hace sólo cuatro días que terminé una nueva novela. 576 páginas de mi vieja máquina Olympia Carrera de Luxe, la cual, me temo, está a punto de fenecer tras el tute a que la he sometido (cada página tecleada tres veces como media). Empieza a fallar, y si no consigo reponerla dejaré de escribir, supongo: a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para pasar a un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma sobre cada versión de cada página. Con ese ya arcaico instrumento saco también adelante estas piezas dominicales, que sufren parecido proceso de revisión y enmiendas. Agradezco a mis empleadores que me permitan seguir entregando un producto que les da más tarea de la habitual. Seguro que si fuera un joven meritorio me mandarían a paseo y me dirían: “Niño, consíguete un ordenador. ¿Qué te crees, que aún vivimos en el siglo XX?”»

La novela a la que se refiere es Berta Isla, y su vieja Olympia todavía le permitió escribir en ella (con ella) muchos artículos, cartas, ensayos y otra novela, la decimocuarta y última: Tomás Nevinson. Con la muerte de Marías se cierra un capítulo de la novela española, una manera de novelar, incluso una manera de escribir. 

Son muy pocos los novelistas que en el tercer decenio del siglo XXI siguen escribiendo en ese prodigio que fue la máquina de escribir. Tal vez es el último novelista, autor de una obra ingente, que lo hizo. Tendríamos que buscar con mucha atención y paciencia para encontrar a otros perseverantes. Los que encontráramos (Cormac McCarthy vive, pero no sé si siga escribiendo en su Olivetti) tendrán que ser autores mayores, dueños de su oficio y expertos en su instrumento antes de la irrupción de las computadoras, hacia 1990, por fijar una fecha no del todo arbitraria.

Javier Marías tenía entonces cerca de cuarenta años, y al menos veinte de teclear en una máquina de escribir. No pudo o no supo dar el salto tecnológico, pero también podríamos decir: no quiso que cambiara su escritura. 

Otros novelistas se incorporaron a la informática, y con ayuda o sin ella escriben en computadora. Lo cual parece muy sensato. Lo hicieron tantos, y la devastación natural del tiempo en esas generaciones nos ha dejado con unos cuantos de aquellos persistentes héroes de la máquina de escribir. No faltará quien les llame analfabetos digitales, anacrónicos y contumaces.

Tal vez esos novelistas que persistieron, y los pocos que aún lo hagan, saben que el instrumento determina la escritura. Escribir con un lápiz en una hoja suelta no es lo mismo que con una pluma en un cuaderno. El pensamiento y la mano no trabajan igual con un bolígrafo que con una estilográfica. 

Sí, el instrumento determina la escritura, su estructura y sintaxis. Escribir a mano o a máquina de escribir, que tampoco es lo mismo, obliga a pensar oraciones completas, al menos su estructura antes de fijarla al dibujar o escribir sus palabras. En una computadora se puede iniciar una oración por el final. El instrumento, sí, determina una escritura; a veces, incluso, sus palabras, su ritmo, sus hallazgos, su verdad.

Tal vez Javier Marías haya sido el último; estaríamos, entonces, con su partida, ante el fin de una forma de concebir y hacer literatura. La escritura de Marías, tan singular, plena de meandros, digresiones, de búsqueda de las posibilidades implícitas de cada palabra y cada oración, que cultivó intacta hasta el final, estoy convencido, hubiera cambiado, hubiera terminado por ser otra, si hubiera abandonado su único instrumento posible, su máquina de escribir, su insustituible Olympia Carrera de Luxe.