Entré a la parroquia muy avanzada la tarde. No había nadie, y la luz en la nave era muy débil. Olía a encierro, a incienso, a sudor o humedad. Casi en penumbras vi cristos sangrantes y otros en féretros de vidrio. Oía retumbar mis pasos y luego el silencio absoluto cuando me detenía unos instantes frente a figuras propias de casa de los espantos.
Pensé en la oscuridad del «pueblo de mujeres enlutadas» de Al filo del agua, de Agustín Yáñez. Era el pozo sin fin del sufrimiento y al tortura. Era la sede perfecta de la crueldad y la culpa. Allí se cultivaba el dolor, la manipulación, el fanatismo y el miedo.
Llegué al altar y volví por el otro lado de la nave. Supongo que la fe debe ser una fuerza poderosa que le da sentido a todo lo visible y lo invisible, y que a veces puede orientar y consolar en el camino de una vida. Sin ella, la parroquia es el templo del pensamiento mágico, la imaginación morbosa y la ignorancia.
Una vez en la calle, agradecí la luz, volví al mundo. Salí de esa parroquia en una capital de provincia como si emergiera del inframundo, del reino de la muerte. Todo era claro y nítido. Comprendí, como en una epifanía, que no había entrado por curiosidad. Había entrado a esa parroquia cuyo nombre nunca supe a hacer una visita cultural y vislumbré en ella la más profunda oscuridad.
15 de enero de 2018
La profunda oscuridad
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