24 de noviembre de 2013

La prosa de Elizabeth Smart

Elizabeth Smart, dama de las oraciones contundentes, señora de las imágenes asombrosas, de la afirmación rotunda y descarnada, escribió una obra tan breve como intensa, tan lúcida y poética (plena de guiños y referencias, de citas, homenajes y paráfrasis que se fugan y se pierden en la traducción, el tiempo transcurrido y el contexto cultural) que otorga a sus libros una dignidad de pequeñas joyas en verdad singulares, un canto al amor y un grito desconsolado de voz inconfundible.

Muchos años después de En Grand Central Station me senté y lloré, publicó Los pícaros y los canallas van al cielo (ambos en Salamandra), expresión acabada de sus temas y motivos, de sus razones y sus amores.

Si en aquella primera novela narraba sus amores con George Barker, en la segunda da cuenta de su vida en al posguerra, de sus hijos, el hambre, el trabajo, los recuerdos y la muerte, su búsqueda y reclamo del amor. La prosa de Elizabeth Smart es tan poderosa que sucede en instantes, en oraciones que obligan a detener la lectura y volver a esas palabras como se mira un cuadro muy bello o una escultura particularmente bien plantada. John Banville dice que la frase es el mayor invento de la civilización humana; Elizabeth Smart lo supo antes, ahí están: sólidas, impecables, sorprendentes:

«Sin embargo, en esta hermosa tarde, lo que queda de mi juventud se alza como un géiser, y me siento al sol, peinándome para quitarme los piojos. Pues es difícil dejar de esperar (“Lo que mi corazón recién despierto murmuró que era el mundo”). Aunque soy una mujer de treinta y uno y medio con piojos en el pelo y un amante infiel.»

»El amor es un hecho trágico y casi siempre imposible. O tal vez sólo se conseguí, como ciertos elementos químicos, en condiciones muy particulares, fugaces, por muy poco tiempo. De cualquier manera, admiro su sabiduría, su capacidad de observación, su lucidez para nombrar y decir su verdad, con contundencia y delicadeza, con rabia y contundencia emocional.

La trama casi no importa. La novela no va a un final, sino a la acumulación de momentos vitales que juntos formarán los motivos y le darán sentido a la escritura, develarán a la escritora, explicarán una vida gracias a esa prosa tan bella como intensa.

Dice de las mujeres, sus vidas, sus obligaciones, su condición:

«Así que entre la preocupación y la acción las caras de las mujeres menguan. ¿Pueden marcharse, dejar tras ellas todo lo espurio, lo fútil, lo ignominioso, lo falto de amor, en esos misteriosos campos de champiñones, en la colina salpicada de vacas informes como babosas al anochecer, y alcanzar por fin, esa misma noche, la tranquilidad de un pub de Londres, donde los rostros fosforecen entre el humo y a veces, entre la distraída angustia? ¿Ni siquiera una ligera libertad condicional?

»No. Deben quedarse. Deben rezar. Deben golpearse la cabeza. Deben ser bonitas. Esperar. Amar. Intentar dejar de amar. Odiar. Intentar dejar de odiar. Amar de nuevo. Seguir amando. Afanarse. Ir de acá para allá.

»La verdad se les engancha y corroe su belleza.

»El útero es un equipaje difícil de manejar. ¿Quién puede tambalearse colina arriba con tan escandaloso peso?»

Unir agallas e inteligencia y sensibilidad es menos común de lo que podría esperarse. Elizabeth Smart, además de celebrar con fortuna la literatura, sabía que «un bolígrafo es un arma furiosa».

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Véase en este Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido el apunte del 25 de octubre de 2010: "Elizabeth Smart y su llanto en Grand Central Station".