Tres autores convergen en una respuesta
clara y simple: escribimos porque tenemos el deseo de hacerlo.
Dice Federico Campbell (Post scriptum triste): «la enseñanza de
Juan Rulfo es que no tiene sentido escribir; que no vale la pena escribir si no
es para lograr una obra maestra: y, sobre todo, que en cuestiones de literatura
la cantidad de libros publicados no tiene nada que ver con la calidad, como
suele darse a entender en un medio donde aparecen tantas novelas escritas sin
deseo. Juan nos hizo ver que lo que importa en esta vida es el deseo.
»Su enseñanza es de un orden que sólo
podríamos adjetivar con una palabra que prácticamente ya no quiere decir nada
en nuestro medio: ético. Lo importante no es escribir cuando se tiene algo que
decir sino cuando se tienen deseos de hacer.»
Dice V. S. Naipaul (Leer y escribir): «Los libros posteriores surgieron como el
primero, impulsado únicamente por el deseo de escribirlos, con una percepción
intuitiva, inocente o desesperada de las ideas y los materiales, sin comprender
plenamente a dónde podían llevarme. El conocimiento llegaba con la escritura.»
Dice Antonio Muñoz Molina (“Cuaderno en
blanco”): «No se busca un cuaderno
porque se sienta la necesidad o el deseo de escribir algo. Se escribe algo
porque se tiene un cuaderno, porque su forma y sus hojas en blanco nos
despiertan el deseo de escribir, de anotar, de descubrir.»
En el principio está el deseo, la imperiosa
necesidad de escribir. Luego, toma forma la escritura, una posición ética,
y ante propia escritura, la sed de fijar palabras, asoma el asombro, el conocimiento, la revelación, la sorpresa del hallazgo.
La escritura es el deseo en movimiento, un viaje textual al
fondo de uno mismo.