Por otro lado, están los
defensores de la obra por la obra misma. De éstos, entre los autores franceses,
destacan Flaubert y Proust. Ellos dicen que la obra tiene autonomía, se presenta
sola y vale por sí misma. La obra es y dice lo que dice al margen de su autor.
La interpretación y valoración, claro, es asunto de cada lector.
Me gustaría hablar de Epiclesis (Fondo de Cultura Económica,
México, 2013), la antología de los escritos de Edén recién publicada, con
autonomía e independencia. Quisiera hablar de la obra desde la obra misma, pero
no puedo, me lo impide un accidente afortunado. Yo conocí a Edén Ferrer.
Borges
se jactaba de lo que había leído, no
de lo que había escrito. Yo tengo motivos para celebrar a mis amigos (también
para lamentar a los que he perdido, y no siempre porque llegaran al final del
camino). Edén y yo fuimos amigos; conversé con él por unos cuantos años en el
sentido más profundo y grave de la palabra. Edén era un amigo entrañable, un
regalo de la vida y su presencia era en sí misma un hecho literario.
Edén era un hombre,
luminoso, lúcido, brillante como tal vez no he conocido a otro. Tenía la
cultura del que ha leído una biblioteca entera y la recordaba por artes de Funes,
el Memorioso (podía recitar centenares de versos, dar puntualmente citas
textuales y explicaciones eruditas, nombres, títulos de obras y se sabía más
palabras de las que caben en el Diccionario).
Edén era simpático, tenía
una sonrisa fresca, era amigo de sus amigos y de la conversación, de la
tertulia, del café; vivía una fascinación cósmica por las mujeres, vestía como
dandy (jamás, nadie, lo vio despeinado, con una camisa arrugada o los zapatos
sucios) e iba a todas partes con un portafolios de piel en el que guardaba sus
escritos que mostraba y daba copias a sus amigos en la primera oportunidad (por eso conservamos fotocopias de poemas y
relatos que permanecen inéditos).
También tenía una rebeldía
incompatible con la vida ordenada y cotidiana, no tenía la sumisión del
empleado modelo; tenía en cambio una sed de libertad que no le permitía ejercer
con método y la disciplina debida el trabajo en una oficina, o el estudio
académico y la docencia, para la que estaba particularmente dotado, y una
imaginación portentosa que no le ayudaba a mantener los pies en la tierra.
Su experiencia de vida lo hicieron un outsider, un Perseguidor, en términos cortazarianos, un hombre al margen, solitario, siempre a contracorriente, rodeado de familiares y amigos (adoraba a Edurne, su pequeña hija). Viajero de la noche, buscador de la belleza y lo sublime, se le pasaban las horas sin que se diera cuenta. Muchas veces se quedó a pasar la noche en mi casa, y una vez se instaló una semana entera. Cuando no conversaba, leía y escribía en silencio como un gato; apenas comía, pero sí había que dejar a la mano una botella de vino tinto, por lo menos.
Edén era un buscador de absoluto que de pronto desaparecía.
Algunos de mis amigos de principios de los
años ochenta fueron amigos de él y buena parte de aquellas amistades se
sustentaban en una madeja de complicidades para cuidarlo ("¿Tú lo llevas?
¿Lo pones en un taxi? ¿Lo has visto?" "¿Qué sabes de él?"
"¿Con quién está?", nos preguntábamos). Menudo, enjuto, quevedescamente
flaco, era frágil al extremo e inimaginablemente sensible. Verónica Volkow
escribió un retrato "Edén Ferrer, in memoriam (La Jornada ,
México, domingo 4 de febrero de 1996), un testimonio de primera mano sobre un
escritor del que casi nadie sabía nada y casi nadie había leído.
Era más de diez años mayor
que yo y por momentos parecía un hermanito menor. Un día se definió: "Soy
como un niño que no tiene un papalote que lo lleve".
Edén era un Poeta (con alta
inicial, por supuesto), un goliardo fuera de siglo, un espíritu libre y
liberador, disperso, que no se molestó en recoger o publicar su obra, por eso
celebro la justa y necesaria aparición de Epiclesis.
Es un acierto del Fondo de Cultura Económica la publicación de esta antología
con la que queda resarcida, al menos parcialmente, una deuda con un escritor de
primera línea y marginal. Ahora un libro de Edén Ferrer se inscribe en la Colección Letras
Mexicanas por derecho propio, como bien dijo Joaquín Díez-Canedo, entonces
director de la editorial. Además, es una edición muy bella, que Edén hubiera
apreciado.
No me sorprendería que los
críticos a partir coloquen a Edén en el cajón de los “raros” o
“inclasificables” de nuestras letras. El asunto es irrelevante, en cambio me
parece que la literatura de Edén Ferrer tiene muy pocos rasgos en común con la
obra de sus contemporáneos.
No sé cuánto habrá escrito,
tal vez relativamente poco. Muchas veces me habló de una novela a la llamaba
“Ruelas”, el trayecto a pie del
personaje desde el barrio de San Ángel al Zócalo en el centro de la ciudad. La
novela sucedería en dos planos: la descripción y comentarios arquitectónicos e
históricos sobre la ciudad misma y el pensamiento –una suerte de flujo de
conciencia– del personaje mientras camina y recorre la ciudad. Edén decía que
tenía más de cien páginas escritas y no tengo la menor idea dónde podrían
estar. Es posible que haya perdido manuscritos y originales, no soy el único
que conserva poemas y relatos inéditos.
Epiclesis es una antología que incluye una novela corta (de espléndida factura que puede leerse en clave de al menos dos géneros), ficciones o relatos, breves ensayos y poemas, es una selección a la que no le sobran páginas pero sí le faltan poemas y cuentos, en particular los relatos humorísticos. Esa ausencia se echa de menos porque Edén tenía un altísimo sentido del humor, era un hombre que reía y sabía hacerlo. Para él la risa y el humor eran atributos de la inteligencia y dones del espíritu que bien supo cultivar y hacer compatibles con su gravedad metafísica y un pensamiento serio y profundo (por algo anduvo un tiempo entre jesuitas).
Bienvenido sea Epiclesis, el libro, cuyo título es una
palabra que no recoge el Diccionario pero sí la teología, lo que no debe
sorprendernos, pues la obra de Edén es metafísica, una búsqueda y un ascenso de
comunión cósmica antes que estrictamente religiosa. No es casual que de su
poesía –tan seria, tan rica, tan inteligente, tan solemne– “Antífona”
(Askesis), nombres que remiten a ese rasgo central de la poesía de Edén, sea el
poema favorito de muchos lectores, y que en esta edición, en la página 168,
aparece con una errata que Jorge Brash señala y espero sea enmendada en la
primera reimpresión. Hablando de murciélagos, el poeta escribió guano (estiércol), habla del innoble
aroma del guano fosilizado, y un mal duende de imprenta lo convirtió en gusano fosilizado.
La publicación de este
libro, por tardía más gozosa (Edén murió en 1995, a sus cuarenta y seis
años) es otro motivo para seguir pensando en él, para que gane lectores y el
póstumo reconocimiento que merece. Para los que tuvimos la alegría de
conocerlo, este libro, vínculo único con sus palabras, es también un pretexto
inútil. No creo que nadie que haya conversado con él, nadie que lo haya
conocido pueda olvidarlo.
Edén Ferrer era, en verdad,
un hombre y un poeta extraordinario. (¡Evohé! ¡Evohé!, como sé que no hubieras
dejado de decir, entrañable Edén, grandísimo traidor, pequeño cronopio, poeta
mayor.)
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(Texto, con pequeños cambios, leído en la presentación de Epiclesis en la librería Octavio Paz del
Fondo de Cultura Económica en la ciudad de México el jueves 7 de noviembre de
2013.)