3 de diciembre de 2013

Amour

En la escena del desayuno de esa pareja de ancianos cabe un instante de su cotidianidad y sus años de matrimonio, que son tantos que pareciera que siempre estuvieron juntos cumpliendo cabalmente todas las etapas de la vida y ya no podrían vivir a plenitud el uno sin el otro; se siente y se respira la vida en común, su soledad acompañada, el paso implacable del tiempo y el desgaste, el declive de las facultades, la decadencia de la carne, el ataque o el ictus como un rayo que anuncia el inexorable principio del fin.

En ciertas secuencias, en los espacios de ese departamento tan burgués como parisino, los ambientes, la relación con los objetos recuerda con sutileza la mirada magistral y el cine de Ingmar Bergman. En los gestos, siempre tan pequeños como relevantes, en esas acciones que pareciera que nada aportan, surge la historia que nos cuenta Michael Haneke en su película Amour, que también podría haberse llamado "El amor conyugal" o "La vejez" o "La decrepitud".

En ciertos planos, con una economía de medios y personajes, surge la música (Schubert por delante), la distancia abismal e insalvable de la hija respecto de sus padres, el giro de la vida hacia el drama y sus devastadores consecuencias.

El guion, tan eficaz, que dice tanto con sus largos silencios, con sus ausencias, con lo que no dice y sugiere, podría ser rechazado por insuficiente en una escuela de guionistas, y se torna tan rico y sabio en esa mirada fina y discreta que define el gran cine, en las actuaciones imponentes de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.

¿Qué hacer cuando la vida se acaba en vida? Enfermamos porque estamos sanos, nos recuerda Montaigne, y moriremos porque estamos vivos. ¿Cuál es la solución para tener en el tiempo justo una partida digna?

En la escena central de la película, en el momento de la decisión más difícil de su vida, que pareciera tan impulsiva como surgida de la caridad y la misericordia o del fondo del amor, él realiza una acción que remite y recuerda a Betty Blue (37.2 le matin), aquel filme de Jean-Jacques Beineix, con Béatrice Dalle, que a fines de los años ochenta causó una inolvidable conmoción. A veces, los hechos definitivos, los actos trascendentes, generan un arte a la altura de las circunstancias.

El gran cine evoca al cine, ilumina la vida, nos conmueve y se fija en la memoria para siempre.