Algún día habrá que explicarles a los niños que durante mucho, mucho tiempo la humanidad no tuvo teléfonos celulares. Cuando abran los ojos asombrados, será necesario decirles didácticamente que después de las glaciaciones y la edad de piedra y la de hierro, el hombre descubrió el telégrafo y luego inventó el teléfono...
Hace cuarenta años tener un teléfono fijo en casa en la ciudad de México era como pertenecer a una aristocracia de la alta comunicación. No porque fuera particularmente caro contratar una línea (que lo era), sino porque la compañía telefónica tardaba varios años en hacer la conexión.
Y es increíble recordar lo bien que funcionaba el mundo cuando hacíamos una llamada desde una caseta telefónica con una moneda de veinte centavos cuya caída sonora y metálica (¿ya te cayó el veinte?) anunciaba que podía iniciarse la conversación, y no hacía falta un teléfono en el bolsillo para arreglar los asuntos cotidianos de la vida y que que las parejas hicieran una cita y se encontraran ¡Eureka!, en la puerta de un cine.
Era común que uno llamara a la casa de la vecina y dejara un mensaje, y el portero atendía en su teléfono recados para los inquilinos del edificio por una módica cantidad mensual. También se podía hacer una llamada desde la tienda o la tintorería de la esquina, y los meseros hacían sentir la calidad de los restaurantes elegantes con el garbo con el que llevaban hasta la mesa del cliente distinguido una bandeja con un aparato negro, pesado, grande, unido con un largo cable a una pared de la caja del negocio o la oficina del gerente. Y recibir una llamada en esos sitios revelaba el oficio y la importancia del que se ponía al teléfono, porque tenía allí mismo que ocuparse de un asunto urgente y decisivo.
Todavía era posible enviar telegramas o billetes, pequeñas cartas escritas con letra apresurada y que entregaba a tiempo un mensajero, y los periodistas llamaban desde donde pudieran a las redacciones de los diarios y dictaban con una sintaxis atropellada a un mecanógrafo hábil la nota fresca que acababan de conseguir.
A las llamadas de larga distancia les llamaban conferencias; la operación era complicada, frágil, a veces se pedían a una operadora, y eran un acto tan serio y grave que no faltaba quien se ponía solemne y de pie como si saliera a escena o a pronunciar un discurso.
Hoy todo el mundo tiene un teléfono en el bolsillo (un rasgo de las democracias, sin duda) pero dudo mucho que nos comuniquemos más o mejor. No en términos tecnológicos, desde luego, sino en el conocimiento y la comprensión de las necesidades y deseos de los demás.
Pero ese teléfono en realidad no está en el bolsillo, sino en la oreja, sobre el escritorio y la mesa, al alcance de la mano, que no deja de jugar con él a todas horas, de enviar mensajes o contestarlos, de mirar una u otra aplicación, de hacer esto o aquello. He visto comensales en una mesa con igual número de teléfonos, cada uno mirando el suyo mientras degluten la sopa.
Esa maravilla tecnológica, esa computadora portátil, esa oficina móvil y centro de entretenimiento, ese sonoro impertinente (siempre suena cuando no debería) se ha convertido en el mejor amigo, en el yo materializado, en la expresión más acabada de nuestros gustos y estilo de vida.
Sin no tenemos al certeza de que late en nuestras manos con pilas y con la señal adecuada, el corazón se agita y estamos expuestos a un ataque de angustia. La patología ya tiene nombre: nomofobia (del inglés: "no mobile phone phobia") y se define como el temor irracional de quedarse sin el teléfono móvil o celular. Sin duda, debe ser el mal que mejor define al hombre de nuestros días. El teléfono celular es el pequeño amo que guardamos en el bolsillo, y el que esté libre de adicciones que haga la primera llamada.
El hombre habla como el pájaro vuela y la lluvia cae, dice Octavio Paz. Pero no es verdad que el telefonino nos acerque más con los seres queridos o fomente el diálogo entre los hombres y las naciones. No es verdad que estemos más cerca de quien amamos y de quien nos necesita. No es verdad que nos ayude a conocer a los extraños hermanos ni les diga más de nosotros mismos.
Casi todas las llamadas son prescindibles o podrían posponerse sin consecuencias. Casi todas las llamadas son acaso utilitarias. No es lo mismo hablar por teléfono que comunicarse. Casi todas las llamadas, por decirlo de una vez, son innecesarias. Los teléfonos celulares tienen muchas funciones, sirven para escuchar música, para escribir mensajes, para invertir en la bolsa y cerrar un negocio; pero casi siempre sirven para jugar, para pasar el tiempo, para entretenerse, y poco más.
Por cada llamada urgente o importante o verdadera podrían contarse al menos mil de las otras. Pero salga sin el pequeño tirano a la calle, entonces sabrá lo que es la nomofobia. Sé de algunos para los que no sería peor quedarse sin parque en la batalla, sin red en el trapecio, sin agua en el desierto.
23 de diciembre de 2013
Nomofobia o el sonoro impertinente
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