22 de diciembre de 2013

Los impuntuales

Todos hemos llegado tarde al menos una vez. Todos hemos llegado muy tarde al menos a una cita, y hemos padecido como un conjuro adverso los pequeños contratiempos: al reloj despertador se le acabaron las pilas tres minutos antes de la hora en que debía sonar, la cocina amaneció inundada o al coche se le acabó la batería.  

Encontrar un taxi bajo la lluvia una tarde de otoño puede ser tan complicado como buscar la piedra filosofal o el último de los números primos, y todos hemos padecido como una maldición la implacable cadena de sucesos que ejercen en perfecta sintonía un efecto devastador en los planes de un día.

Todos hemos tenido una mañana de perros, un pequeño accidente casero, una tormenta personal del tamaño de nuestra habitación en la que estuvimos a punto de sucumbir. Cualquiera va en un avión que despega seis horas más tarde de lo programado y en el metro son comunes las averías y retrasos, los cajeros no tienen dinero con frecuencia y a veces, sí, es urgente llevar al niño al doctor o el gato al veterinario.

Las grandes ciudades con sus atascos o embotellamientos son una realidad cotidiana para explicar el retraso; sí, tanto como la coartada perfecta para explicar una tardanza que supera cualquier límite de tolerancia y urbanidad.

Podría, sin embargo, crearse un premio que se entregara puntualmente a quien ofrezca la mejor razón, causa, excusa o pretexto para justificar un retraso digno de registrarse en los anales del tiempo; el premio, por supuesto, consistiría en un reloj suizo de oro.

Pero no quiero hablar de las causas ordinarias por las que todos hemos llegado tarde alguna vez. Me refiero a los impuntuales (estamos rodeados por ellos), a los que por método y sistema, impulsados por su código incivil, llegan siempre tarde a todas partes: siempre.

Hablo de los profesionales de la impuntualidad, de los que abusan del tiempo de sus semejantes, de los que impunemente llegan tarde sin sonrojarse ni esbozar siquiera un remedo de disculpa (la excusa, larga y anecdótica, no basta para los ofendidos, nunca es suficiente).

Los impuntuales roban el tiempo de sus amigos, de sus colegas y compañeros, de su familia y su pareja. Hacen añicos los planes de los otros, echan por tierra el tiempo de la convivencia, consiguen que se enfríe la sopa y todo se retrase por el resto del día, arruinan las expectativas y la agendas, retrasan a los demás con un efecto de bola de nieve, destrozan el ritmo, impiden que fluya el curso de las actividades, la llegada a tiempo al siguiente pequeño puerto personal del periplo cotidiano.

Son ellos, los impuntuales, los que llegan una o dos horas tarde haciéndose los importantes, los que tenían asuntos serios y graves, y lo hacen con una sonrisa impecable, la máscara que denuncia su estulticia o su inconsciencia. 

Son ellos, los que llegan tarde como una forma del ejercicio del poder y retrasan las otras obligaciones y roban horas de sueño a los otros, los que impiden la realización de un dibujo o de una tarea escolar, los que esfuman en el hueco del tiempo un poema que ya jamás será escrito, los que impiden la firma de un contrato o la pérdida de un negocio, porque esas horas, el tiempo vacío, no estará ahí al otro día.

Son ellos, los impuntuales, los que no tienen remedio, los que deben pensar que hacerse esperar un par de horas es un gesto de coquetería o un rasgo distinguido. Hacerse esperar con premeditación y alevosía en la puerta de un cine, en un aula, en un despacho o un consultorio, a la mesa, para sentirse el centro del mundo es un acto impecable de mala educación y un gesto desamoroso, un acto inmoral y desatento, un vicio censurable y una soberbia falta de respeto.

Los impuntuales, los que salen al encuentro en el momento justo en que se cumple la hora de la cita, son enemigos del tiempo de los otros. Pretender que no pasa nada y el tiempo se extiende a sus anchas es un acto infantil, de soberana inmadurez. Pretender que es lo mismo las tres que las seis y hoy que mañana es darle la espalda a la única certeza humana: el tiempo se agota, y el reloj siempre está en marcha. Dice un adagio latino sobre las horas: todas hieren, la última mata.