Cuenta
Saint-Exupéry que el Principito tenía que arrancar cada mañana los brotes de
los dañinos baobabs, pues si no se eliminan en cuanto brotan,
ya no será posible deshacerse de ellos. «Es una cuestión de disciplina», dijo
el Principito. «Después del aseo personal por la mañana, es necesario limpiar
el planeta. Hay que arrancar los baobabs tan pronto como se les distingue de
los rosales. Es un trabajo aburrido pero muy sencillo.»
Ante esa
lección tan sabia y prudente, ante ese ejemplo de perseverancia, cada mañana
limpio la bandeja del correo de todos esos baobabs electrónicos, el spam y otras malas hierbas que llegan
todos los días con implacable constancia.
El correo
electrónico, al que muy bien podríamos llamar telegrama electrónico en cumplimiento riguroso de su etimología
griega (tele: lejos; grama gramatos: letra) y para recuperar
una palabra que se nos va quedando vieja, en desuso, en las novelas del tiempo
de los abuelos o bisabuelos. Esos mensajes escritos a máquina por el
telegrafista, con las palabras contadas (se pagaba por palabra) solían tener
algo de mensaje críptico o casi secreto, sin artículos y con abreviaturas no
siempre del todo claras.
Con
frecuencia eran mensajeros de malas noticias, al menos urgentes, porque la
primera virtud de la telegrafía era una oportunidad, la rapidez, la eficiencia
con que se enviaba el mensaje por escrito. Claro que esa rapidez nada tiene que
ver con la inmediatez del correo electrónico y sus primos hermanos, otros
sistemas de mensaje de texto que se envían en lo que dura un parpadeo.
Anacrónicos,
fuera del ritmo de los tiempos, tenían un encanto y una materialidad, una
condición física que nada tiene que ver con lo que se dibuja y deshace al
instante en una pantalla. A veces, los telegramas eran portadores de noticias
decisivas, tanto que se guardaban toda la vida, y de pronto aparecían en los
cajones, doblados, con el papel amarillo y quebradizos al tacto, a los ojos curiosos y entrometidos
de los hijos y los nietos.
Recibir un
telegrama, ya no digamos una de esas cartas dibujadas con caligrafía admirable
y sin faltas de ortografía, era un motivo que distinguía el día, un tema de
conversación, una razón para pensar en ello, en la respuesta justa.
Abro el
correo electrónico e imito al Principito en las tareas de limpieza. Recibo textos
apresurados y utilitarios, mensajes de felicitación que se envían en serie. No
es nada personal, pero haría falta enviar cartas con paloma mensajera, cifrados
con un código de la Segunda Guerra
Mundial, con un anexo con consejos para hornear pasteles impecables o con el
verso que nos sacuda y sea el motivo a recordar al menos por un día.
No es simple nostalgia y añoranza del papel, de esa rotunda presencia física
que le daba a los mensajes una dignidad que ya no tienen entre tanta virtualidad y
evanescencia. El papel y la tinta, los rasgos humanos, también eran el mensaje. Estamos en el fin de un horizonte tecnológico de enormes consecuencias para la cultura. “Hoy recibí un telegrama o una carta”, solíamos decir; si eso sucediera hoy, lo diríamos con una sonrisa, una sin pixeles ni códigos ni hologramas.