Alguien me habló hace tiempo de Brendan Behan. Luego, leí una reseña de su libro y finalmente su nombre apareció en el artículo de una revista o un periódico. Se había despertado mi curiosidad por este contador de historias, así que cuando me topé con Mi Nueva York (Marbot Ediciones; Barcelona, 2012) en una librería lo compré sin pensarlo demasiado.
Una de las primeras noticias que tuve de él fue una sucinta semblanza, una autobiografía, ejemplar y modélica en su brevedad: «Soy un alcohólico con problemas de escritura». Bien vista, ahí está mucho de lo que conviene saber. En ese momento supe que Behan era escritor, alcohólico, que no se engañaba sobre sí mismo ni quería endulzar su imagen ante sus lectores; era honesto y decía la verdad.
Había estado vinculado al Ejército Republicano Irlandés y por ello pasó un tiempo en la cárcel, fue pintor de casas y excéntrico profesional. Todas esas me parecieron muy buenas razones para leerlo.
Mi Nueva York es una obrita modesta, menor y divertida, con gran sentido del humor y estupendas anécdotas, seguramente las mentiras que deben esperarse de un gran contador de historias. No olvidemos que es el relato de un irlandés (los irlandeses son grandísimos contadores de historias y quizá los mejores embusteros del mundo) que no para de hablar de sí mismo.
Uno puede imaginarlo en un bar neoyorkino, bebiendo whisky, contando sus aventuras sin parar, simpático y hablador, con un cigarrillo en los labios.
Se supone que Behan va a contar sus impresiones de la Gran Manzana, pero se las arregla para hablar de Irlanda y lo irlandés (como de una vocación y un destino, no de un lugar y del accidente de nacer allí, de la cruz que implica llevar la idiosincrasia irlandesa), la gente que conoció pero sobre todo de sí mismo. Sin embargo, algo hay de la promesa original del título del libro: aparecen bares y restaurantes, rincones y lugares neoyorkinos.
Los juicios de Behan son sinceros, simples, claros, lúcidos, ingeniosos. Con todo, lo mejor del libro es cuando una y otra vez habla de sí mismo y pareciera que Nueva York es un pretexto para hablar de su tema favorito con oportunas digresiones salpicadas de humor irlandés. Los giros de estilo son sutiles, elegantes. Behan se comporta como un caballero, lo que ya es decir, y aunque promete poca política, en su libro hay mucha política, por supuesto, y no desde la política misma.
Además de aquella magnífica autobiografía citada, Behan se presenta así: «No soy un sacerdote sino pecador. No soy psiquiatra sino neurótico. Mis neurosis son las herramientas con las que me gano la vida. Si me curase, tendría que volver a pintar casas», digamos que podría ser útil.
«Alguien me preguntó una vez si era un escritor de clase trabajadora. Pues bien, soy ciertamente de origen trabajador pero no me considero un escritor de clase trabajadora, ni un escritor irlandés, ni de ninguna otra secta especializada. Me considero simplemente un escritor», citable, digna de recordarla para cuando haga falta.
«Me apresuro a añadir que la única persona que conocí en Irlanda que se negara a aceptar un trabajo honesto con un sueldo aprobado por los sindicatos fui yo mismo», reveladora, sin duda. «Lo más importante en este mundo es tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera», toda una confesión.
«Yo aprendí el uso del whiskey a la edad de seis años, cuando mi abuelo dijo: "Dádselo a probar ahora, y no querrá ni una gota cuando sea mayor", lo cual, supongo, es lo más inexacto que se ha dicho en toda la historia», toda una biografía, una saga familiar, entre patética y conmovedora.
Alguien que escribe con tanta franqueza de sí mismo, puede volverse entrañable. El libro, un divertimento ideal entre la lectura de dos libros de gran calado, tiene numerosas ilustraciones de Paul Hogarth sobre la ciudad.
Un libro lleva a otro. El de Behan me hizo volver a El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell, admirable por su imagen de Nueva York y un vagabundo neoyorkino.
Debe de haber muchos libros sobre las grandes ciudades, pero del subgénero «Nueva York», textos literarios dedicados o debidos a la ciudad, no deben olvidarse los poemas y escritos de García Lorca, Pasolini, Paul Morand y las en verdad notables crónicas instantáneas de Antonio Muñoz Molina en Las ventanas de Manhattan.
Sin duda hay muchos más, y que conste que no me refiero a libros que sucedan en Nueva York, la lista de éstos sería, empezando por las historias de Henry James, simplemente interminable.