Glenn Gould fue un pianista único, que se inscribe en una categoría o clasificación que puede llamarse de muchas maneras y tener muy diversas cualidades pero que exige una condición indispensable: en ella no puede admitirse a nadie más.
Algunas de esas cualidades pueden ser: a) el que canta mientras toca, b) el que toca en una silla tan baja que tiene la nariz sobre el teclado, c) el que desprecia el pedal, d) el que recompone la arquitectura de la obra mientras la interpreta, e) el que imprime un sonido irrepetible, f) el que hace montajes o manipula las grabaciones en busca de la versión perfecta, g) el que toca para sí mismo, h) el que logró una viveza rítmica sin par, i) el que reinventó la música de Bach para teclado y nadie nunca jamás podrá volver a tocarla como él, y j) etcétera.
Hechizado por su interpretación como tantos otros, mi asombro no disminuye con los años, y mi gozo no cesa cada vez que lo escucho; al contrario, se suman recuerdos y momentos en los que me acompañó su piano. La música también nos ensancha la vida. Ahora, mientras escucho las Variaciones Goldberg una vez más, leo una serie de entrevistas al genial músico canadiense (también era y sentía compositor) reunidas en No, no soy en absoluto un excéntrico (Acantilado, Barcelona, 2017).
Gould tenía una visión muy clara de su oficio, tenía ideas y opiniones originales y a veces sorprendentes sobre la música, compositores e interpretaciones. Era un hombre culto (los músicos no suelen serlo) y podía haber cultivado con éxito la escritura. Era un pianista genial, sí, y un intelectual de la música en el sentido más amplio y generoso del término.
A la pregunta de si la interpretación ideal es algo objetivo y reconocible, Gould responde que «depende sin duda del aura de la ocasión, e incluso de la atmósfera del mes, del año o de la época de su vida. La valoración puede variar enormemente». Es decir, la interpretación ideal se torna en un capricho, en pura subjetividad. Luego da una lección sobre la fragilidad y vulnerabilidad de la apreciación. Dice Gould:
hace algunos años hice una grabación del Concierto en re menor de Bach, y estaba muy satisfecho en aquel momento. Dos o tres años más tarde, un día estaba en mi coche y puse la radio en medio del primer movimiento de una grabación que alguien había hecho del mismo Concierto. Por aquel entonces el tocadiscos de mi casa estaba desajustado y giraba un poquito más rápido, lo que elevaba todo lo que sonaba un semitono ascendente, y hería mi oído absoluto; al mismo tiempo, le añadía un elemento de brillo nada desagradable, dando a las cosas un intensidad ligeramente toscaniniana. Me había acostumbrado a escuchar en mi bemol mi propia grabación del Concierto de Bach, y de pronto lo escuchaba en la radio en re menor y más lento. Empecé a preguntarme quién podía ser el intérprete. Sabía que la obra había sido grabada recientemente por X, Y y Z. Creía que lo que escuchaba era sin duda de X, ya que la interpretación tenía todas las cualidades de solidez; que yo, cuando la había grabado, había adoptado una actitud mucho más altiva respecto a la música. A medida que iba escuchando me preguntaba: «¿Por qué no puedo yo tocar con esa convicción, con esa clase de disciplina tan simple?». Estaba realmente furioso conmigo mismo. En ese momento llegó el segundo movimiento, y me dije: «¡Qué tempo tan maravilloso!». Luego percibí dos apoyaturas tocadas ampliamente antes de tiempo, mientras que la nota real no aparecía a la mitad del pulso sino en los tres octavos del tiempo. No conocía a nadie que hiciera eso con Bach salvo yo. Reconocí de pronto que lo que se oía por la radio era mi propia grabación y de inmediato comencé a encontrarle todo tipo de fallos.
Esta cita es también un autorretrato del propio Gould, de su genio, de sus manías (excentricidades) y obsesiones, de su erudición, de su fascinación por la música grabada y un acabado ejemplo de la eterna insatisfacción de los grandes artistas.
Buscamos la objetividad porque no es posible alcanzarla en estado puro, como la felicidad o la sabiduría, y si podemos ser injustos con la obra y acciones de otros, no es difícil perder del todo el rumbo al valorar las propias. Suele imponerse una expresión vanidosa y distorsionada del ego o una crítica feroz que hiere la autoestima.
La valoración que tienda al justo medio, al equilibrio, lo sabía Gould, no es para los genios. Por razones técnicas desconoció su propia versión, que halagó y envidió hasta que descubrió que era suya. Entonces la despreció. Ah, la valoración injusta, el ego, la crítica despiadada, la insatisfacción.