Del fondo de un rincón de la vieja casa familiar ha vuelto, como de una exhumación, una carpeta con mis primeros poemas. Ha llegado a mis manos desde un tiempo que me parece tan remoto, tan lejano a mi vida y circunstancia que no reniego de ellos pero me es difícil reconocerme en esos intentos, en esos ejercicios. Por supuesto, dicen quién fui, y entonces me parecieron muestras impecables que me conferían sin más trámite el alto título de poeta.
No sabía que había sobrevivido una copia de aquellos poemas, pero reconocí de inmediato la carpeta, los papeles que han ganado rigidez y un color amarillento, pero los versos siguen siendo rotundamente malos. (¡Ah Rimbaud, tal vez eres el único, el príncipe de los poetas adolescentes!)
Los poemas están escritos a máquina sin mácula ni error, con una simetría tipográfica y cuidado admirables. Me recuerdo escribiendo en aquella máquina portátil, con la que también hacía las tareas escolares en la preparatoria. Pasarlos a máquina era un hecho trascendente, darles la dignidad de la letra impresa, la formalidad de escritos poéticos o literarios. Fijarlos en una hoja blanca era un acto solemne, un juego fascinante, un proceso dichoso que todavía puedo asociar con la felicidad.
Era feliz al mecanografiar esas tres docenas de poemas, y eso me bastaba. Pero también lo hacía con convicción, y creía que algunos de esos versos podrían salvar mi alma. Hoy me sonrojo y me avergüenzo de la poderosa ingenuidad de mi entusiasmo. Nadie se vuelve poeta sin la gracia de los dioses, pero es cierto que con la práctica y los años se puede mejorar un poco.
Tengo que destruir esos poemas. Tengo que entregarlos al fuego (lo haré yo mismo, no se lo pediré a ningún amigo). No merecen seguir en este mundo. Sin duda hablarían mal de mí, acabarían por ser la prueba y evidencia de mis torpezas. Sin embargo, siento un poco de pena por ellos. Han sobrevivido a mudanzas y terremotos, al tiempo, al olvido en el fondo de un armario del que no debieron de haber salido.
Sí, soy un sentimental. No quisiera incinerarlos pero ese es mi deber poético. En el nombre de la poesía es necesario acabar con ellos, asegurarme de que no dejen la menor huella en el mundo. Por ellos no vale la pena lastimarse los oídos, ni fatigar la inteligencia y tampoco la memoria.
Haré una ceremonia, digna y en secreto, y en el jardín esparciré sus cenizas. Dejaré aquí sin embargo constancia de su nombre: Como principio de río se llamaba aquella serie, y también diré que me parecía un nombre magnífico. Luego, para consolarme, leeré las obras completas de Rimbaud, y volveré a decirme que la poesía es magia y un misterio, y que como un ángel díscolo, no siempre se posa en la página y no ilumina todos los escritos ni habita en todos los juegos de palabras.
25 de noviembre de 2017
La poesía estaba en otra parte
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