Anoche escuché que mi hija tosía. Me levanté de la cama y fui a su habitación. No estoy seguro de que no estuviera despierta, abrió los ojos en cuanto puse la mano en su frente.
—Papi, ¿qué haces aquí?
—Vine a verte.
—Tengo tos. Tengo sed. No puedo respirar.
—Sí. Ahora te vas a aliviar.
Fui a la cocina. Le di una cucharada de jarabe y un vaso de agua. Le limpié la nariz. Le puse las almohadas, ligeramente altas. Se acomodó. Hablamos un momento del libro de Oliver Jeffers que estamos leyendo. Dejó de toser. Luego se durmió. Volví a mi cama con la satisfacción del deber cumplido, la pequeña vanidad de haber hecho levemente el bien.
En la mañana, al otro día, me dijo que había dormido mejor después de que fui a verla. Tal vez pensó que yo tenía algo que ver con su mejoría, con el sueño que durmió el resto de la noche.
Eso me preocupa, ella no sabe que mis atributos son muy limitados. Aunque es cierto que por un momento me sentí casi poderoso, capaz de darle a mi hija un sueño en paz en la oscuridad de la noche. Por fortuna, sólo por un momento. Luego me sentí casi un impostor.
Al otro día se fue a la escuela sin darse cuenta de que en las mañanas, como en todas las horas del día, soy infinitamente vulnerable, frágil, falible, que no tengo magia ni poder alguno, salvo en su imaginación y en la oscuridad de algunas noches cuando tiene tos.
25 de mayo de 2011
En la oscuridad de algunas noches
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