14 de julio de 2025

Divorciarse del marido perfecto

Kaká fue un futbolista brasileño, un crack, considerado uno de los mejores jugadores del mundo hace unos veinte años, hacia el 2005. Estrella de éxito internacional, también es recordado por su acendrada religiosidad (en una iglesia evangélica) y por el inesperado y mediático divorcio de su primera mujer.

La historia es muy conocida. Caroline Celico, empresaria, cantante y exmodelo brasileña, decidió dejar a su marido luego de diez años de matrimonio. Tuvieron dos hijos. Tenían casi todo, y sus vidas podrían ser el sueño de millones: eran jóvenes, famosos, ricos, guapos, sanos y no pesaba sobre ellos ninguna sombra ni los perseguía un pasado siniestro, ni ninguna otra calamidad, de esas que exacerban los melodramas. 

Las razones del divorcio siguen siendo comidilla de tertulias y fuente de agudos análisis de psicólogos, feministas y consejeros matrimoniales. Caroline declaró: «Lo dejé porque era demasiado perfecto.»

Aquí no había violencia, problemas insalvables, ausencias, desatención, desamor, ni mentiras y adulterios. Simplemente ella no soportaba que su marido fuera casi perfecto. Es decir, no tenía queja, salvo que no era feliz con él.

Kaká dijo: «Hice todo lo posible para salvar mi matrimonio, pero hay algo que aprendí: no puedes obligar a alguien a quedarse contigo si ya decidió irse.» Cuando Caroline le dijo que ya no quería seguir casada, él se propuso luchar, demostrarle que podían seguir adelante. Incluso se leyó un libro de autoayuda que proponía un reto de 40 días para reconquistar a su pareja. 

«Lo hice dos veces. Regalos, cartas, sorpresas inesperadas… pero al final, ella solo repetía: "No quiero más". ¿Qué haces cuando la otra persona ya no quiere continuar? Luché hasta el final, hasta que entendí algo clave: el amor no se puede forzar.»

Circula en las redes sociales el video de una chica que reconoce el error de haber cortado a su novio al que hoy califica como «perfecto.» Esa perfección se hizo evidente luego del rompimiento y salir con otros chicos, entre los que encontró de todo, pero ninguno con los atributos y cualidades de aquel novio perdido.

En una entrevista reciente con un diario, la cantante Natalia, española, que tiene cerca de sus cuarenta años en este mundo, dijo que tiene una larga experiencia en relaciones sentimentales, que casi siempre ha vivido en pareja y que lo lamenta: 

«Me arrepiento muchísimo de no haber disfrutado de la soltería en mi juventud. Cuando estoy con mis bailarinas y hablan de sus novios, yo les digo: "No, por favor, no estéis tantos años con una pareja." Pierdes muchas cosas, al final te adaptas a esa persona, y yo sí que me arrepiento de haber estado tantísimos años en pareja, sobre todo en esa época de experimentar.»

Alguien me habló del gran inconveniente, casi una paradoja, de encontrar el amor. Mientras dura y se vive el amor, no hay manera de seguir experimentando para gozar del amor con otras personas. (Hay parejas abiertas, sí, y otras organizaciones en grupo, que merecerían un apunte.) Es posible rechazar o matar el amor para emprender la excitante aventura de buscar el amor para vivir al fin el gran amor. 

Idealizarlo ha tenido muy graves consecuencias, pero se ha derrumbado de tal manera que no es del todo una exageración decir que estamos en el inicio del fin de la era del amor romántico. Los sociólogos y filósofos del futuro podrán entretenerse con esa mutación en el concepto del amor, sus usos, gestos y costumbres, tal como perviven en el horizonte de nuestro tiempo.  

El amor romántico ha generado una educación emocional y sentimental, y las novelas románticas, el cine y las telenovelas han sido vehículos de una idea falsa del amor. El auge del feminismo contribuye a derrumbar el cuento de hadas del príncipe azul y la princesa rosa, del amor único y eterno, la búsqueda y la recompensa del verdadero amor. 

Zygmunt Bauman publicaba su libro El amor líquido en el 2003, cerca de la fecha en que Kaká y Caroline se casaron. A las parejas las mantenía unidas el amor, el compromiso, y muy diversos mecanismos e instituciones sociales, desde la familia, el entorno laboral, las iglesias y el Estado. 

El matrimonio (que no significa amor) era sólido. Ahora es líquido, y las relaciones también, y el concepto del amor, que parecía tan estable, está sometido a una mirada cada vez más crítica que lo devalúa y socava. 

Seguimos en su búsqueda, pero el amor se ablanda y deshace entre los dedos. (La metáfora de Bauman es perfecta.) Huimos del amor persiguiendo el amor. Dejar al mejor de los novios posibles está bien y es normal; incluso, sin motivo aparente (aunque la insatisfacción sea profunda y real) divorciarse del, según palabras de la demandante, el marido perfecto.

2 de julio de 2025

La autoficción de Annie Ernaux

Annie Ernaux ha escrito en uno de sus libros que el hecho de haber vivido algo otorga el derecho de poder escribir sobre ello. En realidad, un novelista no necesita acogerse a ningún derecho para escribir sobre lo que quiera (o pueda), tal vez ese derecho no sea tal, sino la certeza de escribir, desde la experiencia, con conocimiento de causa.

Así, la autora francesa ha escrito libros sobre las tensas relaciones entre sus padres, la enfermedad y muerte de la madre, un aborto clandestino, el cáncer de mama, su relación amorosa con un hombre treinta años menor que ella, entre otros sucesos y momentos claves de su vida.

Un comentario sobre su literatura, a partir de que le fuera concedido el Nobel de literatura en 2022, dice que «Annie Ernaux's work suggests that the distinction between fiction and nonfiction matters less than how literature interprets memory».* 

La opinión es muy interesante: si algo sucedió o no es un hecho real (histórico) no importa para la literatura ni significa nada para la calidad del hecho literario. Una historia por haber sido real no es buena por sí misma. Con buenas historias no se hacen buenas novelas, ni buenos relatos; serán buenos porque está bien contados, bien escritos. Lo mismo vale para el cine, donde el reclamo publicitario promete emoción o diversión o gran cine porque la historia sucedió en el mundo.

(Enrique Vila-Matas lo dice así: «¿Una no-ficción sobre lo sucedido? Pero si cualquier versión de una historia real es siempre una forma de ficción. Desde el momento en que se ordena el mundo con palabras, se modifica la naturaleza del mundo.»

Y Gueirgui Gospodínov dice: «Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se reviste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como de la ficción.»)

Los hechos, los sucesos, las historias para ser literatura han de convertirse en palabras. Y entonces son palabras y nada más. 

Escribir novelas o ficción a partir de la propia vida se llama autoficción, y parece que le debemos la palabra a Serge Doubrovsky. La autoficción tiene críticos y adversarios, pero también entusiastas lectores y autores que la cultivan con soltura y constancia, como Annie Ernaux. 

Pero, ¿es posible escribir desde la nada? Tal vez el texto más libre y fantástico, el menos vinculado a la aventura de vivir en el mundo, tenga un origen en la experiencia, propia o ajena. Recordar e imaginar son dos acciones unidas como vasos comunicantes (y lo imaginado suele ser muy pobre); y la cultura, los libros leídos, las películas vistas, los museos recorridos, la música escuchada, las ciudades visitadas, ¿no son también parte esencial de la experiencia de vida?

Annie Ernaux ha hecho de su vida la fuente de su literatura, pero narra con un desapego, una distancia, una honestidad y recreada naturalidad que sostienen el relato más allá del interés o relevancia del argumento. En sus libros, tan breves, no suele haber suspense ni digresiones, ni se demora en descripciones. 

Mira el mundo y se mira a sí misma, y puede narrar hechos casi ordinarios como no se han contado. Con su parquedad, en su brevedad, estimula al lector y sólo le interesa contar lo esencial de su mirada. No sé si algo esté de más y sobre en el relato, pero habrá opiniones que sostengan que falta mucho, que se pudo haber demorado en las circunstancias de lo narrado.

Pura pasión (Tusquets) sólo puede considerarse una novela si extendemos a límites temerarios el concepto de novela. No es una novela, es una pieza de escritura. Es una historia ensimismada, cerrada. Parca. No hay una trama. El relato no avanza, no hay nudo ni conflicto, no hay desenlace, no hay un final...

Esta es la historia de los amores de la narradora (suponemos que la misma Annie Ernaux) con un hombre extranjero. Sólo sabemos que viene de un país del otro lado de la Cortina de Hierro; sí, aún no había caído el comunismo en Europa del Este y la Unión Soviética.

El amante no tiene nombre, pero sabemos que le gustan los coches de alta gama y los trajes de lujo, que bebe whisky en exceso, está casado, tiene un lejano parecido a Alain Delon y le habla de su vida familiar a su amante. De ella sabemos que es una profesora francesa, de cuarenta y tantos años, de buena posición, que tiene hijos mayores. Y que está enferma de amor.

Con estos elementos, Ernaux levanta un libro de prosa sentida, honesta, en el que vibra la ilusión de una mujer que se desvive por el hombre que ama. El deseo y el desasosiego del amor permean las páginas. Este es el relato de una mujer enamorada; ergo, un libro rotundamente femenino. 

Brilla nítida la ilusión con la que espera, angustiada, la llamada de su amante. Y esa llamada puede ser el gran acontecimiento del día, y también su sombra negra, la gran ausencia. Ordena su vida alrededor de las visitas de él: compra el vino y la cena que le ofrecerá, pone a raya incluso a sus hijos que no podrán visitarla mientras él esté en casa. Y ella se prepara, se viste, se maquilla, se perfuma, se peina para él. 

Ahí están, como algo esencial, esos detalles que los hombres con frecuencia no advertimos, que no apreciamos y que casi nunca nos importan: si los zapatos son altos o bajos, si la blusa es nueva o la misma que ella usó el día que se conocieron, si la chaqueta es de tal color, si combina o no con los aretes o el collar o el accesorio que lleva en el pelo.

El relato consiste en la emoción de ella de ir por el mundo pensando en su amante; de su gesto, dulce y doloroso, ante el escaparate de una tienda de lencería. Y si va de viaje a Florencia no hablará con nadie, y no dejará de pensar en él mientras mira y se satura de arte; y reflexionará casi con resignación, sin dejar de pensar en el cuerpo que ama, ante el David, en que fue Miguel Ángel, un hombre, el que fijo el modelo con el que se celebra la belleza del cuerpo masculino. 

Si los detalles siempre son relevantes, y con frecuencia esenciales en la literatura, parece que son las columnas sobre las que se levanta la arquitectura verbal de este texto. El tema es la emoción de ella, el pensar a futuro lo que sucederá en el próximo encuentro, en recordar lo que sucedió en el anterior. Todo es recuerdo y suposición y deseo.

Annie Ernaux ha dado una clave de su escritura. Dice que al escribir no busca que su texto sea bonito, que no busca frases bellas, lo que busca es la frase justa. Pura pasión no cuenta una historia de amor. Es el relato de los ritos y ceremonias, de los pensamientos y acciones alrededor del amor, del encuentro amoroso. Este es, en sus escasas páginas, la crónica, desde su experiencia, de la ilusión del amor. 

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*El trabajo de Annie Ernaux sugiere que importa menos la distinción entre ficción y no ficción que cómo la literatura interpreta los recuerdos.

Desconozco el nombre del autor del artículo original en inglés y dónde fue publicado. 

23 de junio de 2025

Gustavo Pérez, el ceramista

Gustavo Pérez vuelve a ser noticia. Presentará una exposición este verano en el Seminario de Cultura Mexicana en Ciudad de México, y en octubre diez piezas suyas estarán presentes en la reinauguración de la Fundación Cartier, en el Palais Royal, en París. En Francia, en particular, donde hizo una residencia artística, lo consideran un artista mayor. Y eso es. 

En una entrevista dice, con absoluta serenidad y certeza, que la cerámica es una expresión artística, un medio para hacer arte. Fin de la discusión. Ha superado la polémica sobre si la cerámica es artesanía o un arte menor; en cualquier caso, lo que hace Gustavo Pérez está lejos de la cerámica ordinaria. 

Su trabajo consiste en una investigación (a ver a dónde va esta pieza) y un juego, pero cada vez más libre, es el juego el que se impone. No puede hablar sobre su trabajo porque no nada sabe. Lo hace para saber, para encontrar y descubrir, si hubiera otras maneras de concretar eso que busca, no lo haría. 

Su arte pasa por sus manos, sus dedos, ahí maduran sus pensamientos y emociones. El artista se limita a crear las piezas con su maestría, del resto se encarga el horno: es el fuego el que culmina la obra. Entonces, el trabajo del ceramista es similar al del panadero. Las diferencias enormes y obvias: las piezas del ceramista no se comen, pero arrebatan otros sentidos para siempre. 

No sé si Gustavo Pérez es feliz o si ha encontrado lo que buscaba en la vida, pero sé que ha descubierto todos los secretos del barro y la alfarería, y ha encontrado su sitio en la Tierra. 

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Véase en este blog, Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido, El ceramista, apunte del 21 de diciembre de 2011.
https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=El+ceramista

20 de junio de 2025

Coincidencias I

Las coincidencias son inquietantes, quizá por inexplicables. Es inevitable pensar que son hechos y mensajes cifrados que no podemos revelar. 

Hay una frase atribuida a Paul Eluard, aunque al parecer no se encuentra en la obra del poeta: Il n'y a pas de hasards, il n'y a que des rendez-vous.* Y su autoría es tan sospechosa que la he visto endosada al menos a otros tres autores (Borges es uno de ellos).

La casualidad no emerge sin el azar, pero Borges nos recuerda que no hay azar: «lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» A Juan García Ponce, que no creía en nada, le encantaban las coincidencias. Creía en ellas, le parecían algo revelador y verdadero.

Julian Barnes detesta las casualidades, lo deja muy claro en El loro de Flaubert. Milan Kundera las incorpora a sus novelas y teoriza y ensaya sobre ellas. Escribe en La insoportable levedad del ser: «Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla.». Un capítulo de La inmortalidad se llama "La casualidad". La casualidad rompe con la monotonía del ser.

Pero tal vez sea Paul Auster el que más lejos ha llevado el juego literario que ofrecen las coincidencias. Podría decirse que en ellas se sostienen algunos de sus libros, y que uno de ellos, El cuaderno rojo, es una suma de coincidencias. 

Sófocles en Edipo rey nos muestra unas coincidencias terribles, razones de la tragedia de su protagonista (en la cultura clásica a la revelación del significado de esos hechos se le suele llamar anagnórisis). 

Las coincidencias pueden suplir las causas, incluso las últimas. No es un despropósito pensar que el origen fue casual. Las coincidencias, las hay profundas y trascendentes,  tienen otro plano, una razón oculta, un motivo latente que no siempre desentrañamos. Pensar que sólo son asombrosas es renunciar al significado profundo de un encuentro. Por inesperadas, las coincidencias son juegos del azar y el destino. 

Carl Gustav Jung, asombrado, desarrolló el concepto de sincronicidad, al que le dedicó un libro: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. El principio habla de la simultaneidad de dos sucesos muy vinculados, con mucho en común, incluso idénticos, con sentido, pero que no tienen una conexión causal. Uno no se explica por el otro, lo que rompe la causa efecto de dos hechos vinculados. Sin embargo, ambos hechos juntos son algo más, y su relación entraña un significado, que no siempre podemos comprender.

Solemos creer que todo tiene una respuesta, pero a veces no es posible encontrar el vínculo. ¿Cómo explicar las coincidencias? ¿Cómo comprender las sincronicidades?

La mañana del sábado 27 de diciembre de 2003 fui a una librería muy grande, en avenida Ticomán, al norte de Ciudad de México. Era una librería sucia, mal atendida, cuyo fondo no me interesaba salvo una mínima parte. Ahí compré muchos cuadernos tamaño carta, bien empastados y cosidos, color vino, de papel en el que se podía escribir con una estilográfica.

El apunte del día en uno de esos cuadernos de escritura, una especie de diarios, por decirlo con indulgencia, dice que fui a la librería a comprar un manual (no recuerdo a qué se refiere la nota.) Cerca de la entrada, al pie de una columna, había en el suelo ejemplares de Crónica de la intervención, en una edición en dos tomos de la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta de 1992. 

Cada una de las varias columnas de libros alcanzaba el medio metro de altura. Un cartel a mano anunciaba la oferta: diez pesos (poco más del precio de un litro de gasolina) por ejemplar. La novela, en dos tomos, costaba veinte pesos. 

Me sentí indignado. Juan García Ponce había sido, con Salvador Elizondo, uno de los héroes literarios de mi adolescencia.

(Asistí a una conferencia, en el Colegio Nacional, en la que estuvieron ambos; García Ponce ya estaba muy enfermo, postrado en una silla de ruedas, sin poder hablar. Y dos amigos míos, en dos momentos de la vida —otra coincidencia—, Graciela y José Antonio, habían sido secretarios de García Ponce, que mecanografiaron, en su máquina de escribir mecánica, las obras que éste les dictaba. Pilar, buena amiga y filóloga española no se cansa de decirme: «Las mujeres no somos como los personajes femeninos de García Ponce. No somos así.»).

No recuerdo si compré un manual o cuadernos, o ambas cosas. Pero al salir sentí la necesidad urgente e irrenunciable de redimir esos libros a saldo, de librarlos de la afrenta de ponerlos en el suelo y rematarlos de cualquier manera. 

Compré cuanto pude. Me fui con dos bolsas, tal vez con diez juegos de los dos enormes tomos de Crónica de la intervención (es decir, veinte volúmenes). Volví a casa y dejé los libros en el coche, iría por el mundo regalando la novela de Juan García Ponce a quien la aceptara. 

Unas horas después me enteré, estupefacto, que ese mismo día había muerto Juan García Ponce. La muerte de un escritor leído y querido es un desgarramiento. Duele como la partida de un ser muy querido. Yo había leído a conciencia y admirado a García Ponce. Y estaba además el peso de la sincronicidad de haber comprado muchos ejemplares el día que murió, la escandalosa casualidad y el misterio oculto de su significado. 

Seguí en la prensa durante varios días las necrológicas y notas sobre su muerte. En una de ellas, encontré una cita, una declaración de García Ponce que doy por buena. La copié en mi cuaderno y aquí la transcribo: 

«Los imbéciles dicen que las coincidencias no existen o no tienen importancia. Yo sólo creo, a falta de Dios, en la literatura y en las coincidencias.»

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* https://citationsverifiees.fr/repertoire-des-auteurs/e/eluard-paul/il-n-y-a-pas-de-hasards/ 

Sobre las citas gratuitas falsas e irresponsables, a las que cualquier persona las atribuye a casi cualquier personaje, ver en este blog: "Si ladran los perros o citar en falso", apunte del 26 de agosto de 2015: https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=cabalgamos

11 de junio de 2025

Perfume de mujer

He visto, una tras otra, como en una función doble, las dos películas llamadas Perfume de mujer. La original, la italiana, Profumo di donna, de Dino Risi, basada en la novela Il buio e il miele (La oscuridad y la miel) de Giovanni Arpino, es de 1974; la estadounidense, Scent of a Woman, de Martin Brest, es de 1992. Ésta versión parte de la original de Risi y, por tanto, de la novela de Arpino. 

Ambas tienen como protagonista a un militar retirado, ciego (él mismo provocó el accidente que le arrancó la vista), gruñón y cascarrabias; alcoholizado y profundamente amargado, que pasará por su infierno para encontrar una salida al encierro en sí mismo y su desgracia en la que quedó atrapado. 

Tiene un embeleso que le da vida y lo redime: su fascinación por las mujeres, y ha desarrollado el olfato para reconocer a una mujer hermosa a su alrededor. Su capacidad para percibir ese perfume de mujer y la urgente necesidad de la compañía femenina (aunque sea pagada) es más coherente y acompaña al personaje hasta el fin en la película italiana; en la estadounidense, una segunda trama se torna protagónica, aunque tiene una escena en verdad memorable.

(Ese refinamiento del sentido del olfato que permite al poseedor de ese don identificar y reconocer que se está ante una mujer hermosa, o simplemente, que acaba de pasar una mujer, es el atributo más refinado y distinguido del personaje, su primera característica, que, además, lo hermana con Don Giovanni, el protagonista de la ópera de ese nombre de Mozart y Da Ponte.)

Luego de ese personaje central, protagonizado por Al Pacino y Vittorio Gassman, tenemos a un joven acompañante, su lazarillo, su escudero; Alessandro Momo, muerto prematuramente, como un joven militar asignado para acompañar al oficial ciego en la primera versión, y en la segunda versión Chris O'Donnell hace el papel de un estudiante que se contrata un fin de semana para acompañar al oficial por unos dólares y poder volver a casa.

En la versión estadounidense el oficial y el estudiante entablan una relación mucho más intensa, se genera un diálogo, y un afecto de ida y vuelta que se manifiesta en una sincera voluntad de ayudarse mutuamente. En la versión italiana el joven soldado está de servicio, y detesta al oficial.

Las películas narran dos viajes, con fines muy distintos, uno de Turín a Nápoles, otro a Nueva York. En ambos casos, el oficial, que tiene una pistola y se siente atraído por el vértigo de la atracción del suicidio, visitará a una prostituta.   

Después, cada película toma su camino. El argumento y la trama se bifurcan, se hacen dos, y acaban por ser dos películas muy distintas con un comienzo en común. La italiana se vuelve más italiana, más fiel a su cinematografía y al ethos italiano. Es menos acabada en sus detalles, menos lograda, más misteriosa y sobre todo melodramática, con un final casi imposible, un modelo del género.

El amor impertérrito, imbatible, inagotable, insuperable de la bellísima a la italiana Agostina Belli en el papel de Sara, le dará sentido a la vida del oficial. La otra versión, no tiene una mujer enamorada y fiel hasta la muerte del protagonista, pero aparece Donna (mujer en italiano), papel que Gabrielle Anwar, un ángel de belleza clásica según el canon del cine estadounidense, que baila un tango con Al Pacino en una escena en verdad memorable. 

Ese baile del ciego con el ángel debe ser una de las grandes escenas de la cinematografía de Hollywood, una en verdad memorable y deliciosa. La película es la ejecución perfecta del tango «Por una cabeza», que tal vez justifica el Oscar a Pacino. 

Pero hay que gozar o padecer (todo por el mismo precio) la muy inverosímil escena del Ferrari conducido por las calles de Nueva York por el ciego. Hollywood es eso, y sabe ser fiel a sí mismo. Es decir, la película es más estadounidense, y culmina con la grandilocuencia de la escena del auditorio en una suerte de juicio sumario. 

La película italiana tiende a la gravedad, al pacto suicida, a negarse a vivir el amor porque ya no hay tiempo ni facultades, y a la persistencia de la vida que late en esa distancia y negación. 

La película estadounidense es mucho más lograda, el guión más cuidado y coherente; también tiene mucho más recursos y presupuesto, y su ejecución es impecable. Sus fines son claros: tiende al entretenimiento, al gesto del héroe, al hombre que cumple su misión para salvar la justicia y el bien. 

Mirar las dos películas una tras, sin demasiadas pretensiones, es un ejercicio interesante. El contraste es notable. Las diferencias, enormes. Las películas son buenos ejemplos de dos cinematografías poderosas que revelan, desde un punto de partida en común, dos maneras de hacer cine, de habitar el mundo y sentir la vida.

El gris del asfalto o el morado de las jacarandas

Escribir el primer libro es un acto de resistencia. La perseverancia, la voluntad de seguir y contar una historia son tan relevantes como la historia misma y el talento. En realidad, siempre es así, pero en el caso de la primera gran aventura literaria todo es incertidumbre y aprendizaje; se avanza a ciegas. Se aprende a escribir mientras se escribe, y cada libro exige su aprendizaje.

Todavía no hablamos de talento, de la alquimia para dotar a las palabras escritas de la magia del encanto y el don de la belleza, del arte de narrar y hacerlo como no se había hecho. Esto lo juzgará cada lector, en cada momento, cada vez que abre el libro y se adentra en sus páginas. Por lo pronto, considero mi obligación advertir al lector escéptico y distraído que en El guardián de las mentiras, esta primera salida de Ariela Schmidt, hay más sorpresas y aciertos novelescos de los que se suele encontrar en una ópera prima.  

La asertividad con la que Ariela escribía su novela, la seguridad con la que avanzaba, me dicen que sabía con lucidez y claridad lo que quería, y sobre todo que pensó y planeó a conciencia su libro, los personajes, la trama, y que lo hizo por mucho tiempo. No estamos frente a una autora accidental o que escribe iluminada por el hechizo de las musas, sino impulsada por el trabajo arduo y el esfuerzo contra viento y marea.

Es probable que todos llevemos un libro en el pecho, que todos tengamos una historia que contar, y más aún, una novela. Puede ser un juego de imaginación, o las vicisitudes de una bisabuela o la saga familiar en una casa de locos de remate. Pero no todo el mundo tiene las agallas de sentarse a lidiar con sus fantasmas y sus sueños y sentarse a escribir ese libro anhelado. Esas historias no escritas son perfectas cuando las imaginamos, pero dejan con mucha frecuencia dejan de serlo cuando se niegan a ser escritas como las imaginamos y pierden brillo y fuerza fijas en palabras en el papel. Por ello encontrar que alguien ha llegado a la meta es motivo de regocijo y satisfacción.

Todos tenemos un libro que escribir, y el tema no importa, lo que cuenta es la escritura, la manera de fijar una historia. Sí, todavía es posible escribir otra novela de amor si el autor sabe encontrar el perfil de sus personajes, el ambiente en el que se desenvuelven, el lenguaje que les da vida, la forma de la trama que la impulsa. A todo esto, podríamos llamarlo sabiduría novelesca, o el arte de escribir novelas.

Ariela ha escrito una novela corta donde nos muestra su incipiente sabiduría novelesca, su capacidad de escribir una historia que al final nos deja hambrientos de palabras y con más dudas que certezas (esto es deseable, y un elogio). Y de eso se trata la buena literatura: de movernos y conmovernos, de hacernos sentir y pensar, y dejarnos maltrechos por un tiempo, un tiempo que a veces se extiende por toda la vida. Franz Kafka dice en una carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak: «creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo?»

Todos llevamos al menos una novela en el pecho. Tal vez (salvo esas excepciones que asombran, Rulfo, por ejemplo) se empieza a ser novelista con la segunda novela. Una meta que ya no está al alcance de cualquiera, salvo de los que han hecho del talento un aliado de su sabiduría novelesca para contar historias.

El guardián de las mentiras es la historia de Caro, Carolina, una mujer mexicana, joven y guapa, audaz y sexy, inteligente y libre, casada con Andrés y madre de dos hijos que no conoce límites y necesita arriesgarlo todo para sentirse plena y viva. Aburrida de su vida, de su empleo, de su matrimonio, de su marido (tal vez de Carlos, su hijo; pero no de Ela, su hija), se muestra adúltera, complicada, lúcida, radical, locuaz: desquiciada: fuera de quicio. A Caro podría definirla una palabra: transgresión. Sin romper barreras, su vida no tiene sentido.

Es esta una historia de amor, tal vez, siempre y cuando sea adúltero y clandestino, siempre en fuga:  Me da miedo que un día te tome la mano y mi corazón siga latiendo con normalidad, le dice a Kanan, su amante. Kanan es un misterio, no sólo para el lector, también para Carolina, lo que está claro que es el señor de la mentira. Y la mentira es uno de los temas que atraviesan la novela. Y sus razones y sus consecuencias, por supuesto.

Kanan es un santón, un misionero, un predicador, un actor, un fanfarrón, un impostor. Tal vez una ilusión y un gran misterio. Caro, no se engaña, se dice a sí misma: Sí, Kanan es un mentiroso y por eso lo amo. Sus mentiras llenan mi vida de posibilidades. Sus historias me convencen de que nada es real y que al mismo tiempo todo lo es.

Los cuatro primeros personajes (Caro y Andrés, Kanan y Karla, la amiga) tienen perfiles tan claros y definidos, aun en sus contradicciones, que nos muestran en un espejo novelesco que estamos muy lejos de ser ese modelo de coherencia y cordura que queremos ver cada mañana frente al espejo del baño.

Es esta una novela de contrastes. Sobre Santa Fe, donde vive, dice Caro:  es un basurero convertido en oro, y en esos viajes, sí esta también es una novela de viajes, mostrará la miseria de los heredados, la pobreza extrema, comunidades de casas sin agua ni drenaje, sin techo. Las voces y los personajes nos dan cuenta del registro popular, del pensamiento mágico y la profunda ignorancia frente al discurso culto y racional. Aparece el lenguaje impúdico, escatológico. Los contrastes revelan, en su oposición, una visión lúcida y descorazonadora del país.

La vida familiar, la crianza de los hijos, la escuela de los niños, el muy temprano tedio conyugal, un amor breve e intenso, desquiciante en su irrealidad, nos incomodan y nos mueven. Y advierto desde aquí que esta novela es inverosímil, imposible, fuera de las coordenadas de lo que sucede en este mundo, pero no por ello menos real y menos humano que tantas historias apegadas a lo ordinario, común y cotidiano. Desde la ironía, el sarcasmo y la crítica ácida, recursos que Ariela maneja con extrema eficacia, así como varias técnicas literarias, como puntos de vista contrastantes, diversos narradores y otras herramientas técnicas, la novela se erige como un edificio novelesco sólido y relevante en su estructura nada común. El estilo es directo, cortado, afilado, rudo, de una prosa áspera, que no muestra piedad ni delicadezas. No hay descripciones, ni metáforas ni comparaciones y ensoñaciones ni embelesos. Esta escritura es fría y directa, y yo lo agradezco.

Caro es un personaje de una fuerza extraordinaria. Lúcida y honesta en su cinismo, sabe lo que no quiere en la vida, y huir de ello pareciera su misión, su razón de ser. Dice, sin engaños: Una puede concentrarse en el gris del asfalto o el morado de las jacarandas, es cuestión de perspectiva. Tal vez lo difícil para ella es saber lo que quiere, porque está dispuesta a dinamitarlo todo.

El personaje de Karla merece una mención aparte. Este personaje que va de amiga imaginaria o perfecto embuste a la encarnación del mensajero de Kanan, le da la vuelta a la novela, y nos muestra la ficción dentro de la ficción. La escena en la que irrumpe en el departamento de Carolina y Andrés es de antología.  

Me pregunto su Ariela ha imaginado a una mujer de hoy o un ser imposible; me inclino a pensar en la primera opción. En las películas y los cuentos podemos hacer todo lo que no podemos hacer en la vida real. La rebeldía de Carolina es uno de los signos de la novela, y la fuerza destructora que arrasa lo que aparece a su paso.

En una novela, género abierto y sin reglas, pareciera que debe caber todo. Aquí cabe el amor y el desamor, la vida y la muerte, los hijos y el sentido de la vida, la familia y la sociedad, la riqueza y la miseria, la aventura, el viaje, la búsqueda y, quizá, en el fondo, una luz que muestra tenuemente el camino. Es decir, en El guardián de las mentiras se encuentra lo que esperamos de las novelas. Tal vez porque es un texto que genera más preguntas que respuestas, y ese es un motivo para celebrarlo. ▪

31 de mayo de 2025

Alimento sólido para mascotas

Llamamos croquetas al alimento industrial, sólido, para mascotas, principalmente para perros y gatos. La croqueta, en realidad, es una delicia de sartén, ovalada, crujiente, dorada y frita. Y las de jamón serrano, bien hechas, son un regalo de los dioses a la humanidad (en realidad, son de origen francés). 

Así que todo mal desde el principio. Llamarle croqueta a esa cosa dura y seca para las mascotas, es un atentado, una ofensa, para las mascotas, las croquetas y los paladares educados.  

Los ingenieros en alimentos, los fabricantes, la industria, y no pocos veterinarios y opinadores varios han difundido a los cuatro vientos que lo mejor que puedes hacer por un perro es darle croquetas. La lista de beneficios para las mascotas es larga, dicen: les limpian los dientes, balancean su nutrición, mejoran su digestión, las heces son más sólidas y fáciles de manipular, etc. 

Este alimento balanceado completo (existen fórmulas específicas para cachorros, perros adultos, perros enfermos y ancianos) ofrece ventajas, sin duda: comida equilibrada con proteínas, vitaminas y minerales. Pueden contener, además, antioxidantes y ácidos grasos. 

Digamos, aunque hay detractores con argumentos en contra de ofrecerlos como única dieta, que es un producto que satisface todas las necesidades de nutrición de las mascotas. Además, sólo hay que servirlos. No hay que prepararlos ni cocinarlos. 

Es muy común que una dieta casera, dicen, esté mal balanceada. Hace muchos años, pero no tantos que superen los de media vida humana, los perros domésticos comían sobras. En una olla que solía oler bastante mal, había lugar para restos de sopa, arroz, guisos varios, trozos de cualquier carne, tortillas...

A la comida casera, cualquiera que sea, hay que prepararla, guisarla, refrigerarla; invertir tiempo y esfuerzo. 

Los entusiastas del alimento sólido balanceado dicen que las dietas caseras pueden generar alergias o enfermedades crónicas y mascotas obesas. Y parece que darles cruda implica riesgos muy graves, enfermedades como la salmonelosis. 

En otros tiempos, la visita a la carnicería implicaba llevar un buen trozo de retazo con hueso para el perro, y ahora los veterinarios se escandalizan de esa práctica. Darle un hueso a un perro pronto será, al parecer, un crimen.

(Hace poco se registró un crimen, un homicidio, de un matrimonio propietario de una perrita que llegó a la mesa de un veterinario con un hueso de pollo atorado en el esófago. El caso exigía cirugía, que no se realizó porque no fue autorizada. La perrita murió, el veterinario también, a manos de esa pareja que lo culpó de negligencia.)

Me gustaría poder preguntarles a los perros qué dieta preferirían comer: alimentos frescos y variados, con carne (los perros son carnívoros) o ese alimento sólido y balanceado y nada barato todos los días de su vida. 

Alguien decidió, con enorme éxito, que los perros (y con ellos los gatos) sólo deberían comer eso que llaman croquetas. Y parece que se salió con la suya. Esa dieta podría ser la mejor opción, o un enorme equívoco que no excluye una dosis involuntaria de crueldad. 

Aunque alimentarse de lo mismo siempre es mucho más común de lo que pensamos. El hombre asiático puede comer arroz todos los días, como el hombre mesoamericano puede comer frijoles y maíz (tortillas) cada día de su vida. 

30 de mayo de 2025

Pardear la tarde

Pardear, como fin de la tarde, oscurecer, caer la noche, es una expresión mexicana, al parecer de origen campesino o rural. Supongo que su encanto y delicadeza para nombrar un suceso antes que una hora del día, le dieron una dignidad que la llevó a inscribirse en la alta literatura. 

También ha corrido con buena fortuna entre los diccionarios y los académicos, que la tratan con respeto y la definen con razonable corrección.* Su frágil versatilidad la ha llevado a ser considerada una locución adverbial o un verbo intransitivo. 

De cualquier modo, tengo la impresión de que su uso decae, tanto en el habla popular, urbana o campesina, como en la literatura. Tal vez este apunte es también un tímido lamento, una leve defensa de su causa. 

Consigno aquí los registros que tengo de su encuentro, cuando me sale al paso en la lectura. No aspiro a una investigación filológica, ni a una consigna en forma de su uso y frecuencia. Y añadiré con alegría otros felices encuentros como hallazgos. 

Registro aquí a tres autores mexicanos que la celebraron en obras que están a mi alcance. Se echa de menos que no aparezca en la obra de Alfonso Reyes, pero tal vez en su origen campesino se encuentre la explicación de esa ausencia. 

No he revisado las obras de Juan José Arreola, autor con el que me parece que podría haber una firme afinidad. Por supuesto, debe aparecer en los libros de otros muchos autores, y entre los citados, debe estar también en otras páginas. 

Pardear, el pardear, al pardear, me ha salido al paso aquí: 

Juan Rulfo escribe en el cuento «El llano en llamas»: «Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde.» En «¡Diles que no me maten!»: «Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado.» En Pedro Páramo: «Pardeando la tarde, aparecieron los hombres.»

Martín Luis Guzmán lo expresa así en las Memorias de Pancho Villa: «Al pardear la tarde salí con mi gente y el 7° de Caballería.»

Octavio Paz, en el poema «Conscriptos U.S.A.», dice: «—Pardeaba. Les dije entonces:»

Al parecer, el uso más extendido es pardear, pardeaba, pardeando... la tarde. 


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* El Diccionario de la lengua española, de la RAE, recoge al pardear como locución adverbial de México: «Al atardecer, al anochecer, al oscurecer.» (Definición que da Guido Gómez de Silva en su Diccionario.)

Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española: a || al pardear, es una locución adverbial usada en México: «Al atardecer, al anochecer, al oscurecer.»

María Moliner, en su Diccionario de uso del español, dice que pardear es atardecer en México.

Manuel Seco et al., no recogen la palabra en la acepción de este apunte en su Diccionario del español actual.

Pardear para el Diccionario de variantes del español es un verbo intransitivo usado en México: «Anochecer – Atardecer – Oscurecer». «No tenemos todo el tiempo del mundo, la tarde ya está pardeando. Piñera, Falsas 234.»

Guido Gómez de Silva incluye en su Diccionario breve de mexicanos a la locución al pardear, como «al atardecer, al anochecer, al oscurecer.»

Al pardear, para el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua es una locución adverbial rural que dice: «Al atardecer, al oscurecer.» «Nos fuimos al pardear el día.»

Para el Diccionario del español de México, de El Colegio de México, pardear es un verbo intransitivo (se conjuga como amar): «Comenzar a oscurecer al final de la tarde: “El jacal del viejo Maclovio se vio concurridísimo desde que empezó a pardear.”»

20 de mayo de 2025

Medir el azul del cielo

El cianómetro es un instrumento que sirve para medir el azul del cielo. Qué delicioso objetivo. Por tanto, es esencial para poetas, compositores, cantantes, otros artistas y científicos. El gran Alexander von Humboldt llevaba uno cuando ascendió al Chimborazo, en el año 1802, y registró una medición histórica, un récord mundial. 

No puedo imaginar un objeto más dulce y noble, y que ofrezca un servicio más grande y útil porque, atendiendo las últimas y más profundas causas, ¿a qué más podemos aspirar los hombres en nuestro paso por la Tierra que medir el azul del cielo? No conozco una misión más alta, una razón trascendente, una recompensa más plena que la dicha de mirar y medir el azul del cielo.

En realidad, sí hay otro artefacto hecho por el hombre que puede ser rival del cianómetro en la cima del ingenio, pero se antoja mejor que son una mancuerna, un tándem lúdico y existencial. Son como hermanos. El caleidoscopio es un instrumento que, aunque sea usado en arquitectura y diseño, en realidad cumple funciones poéticas y metafísicas imposibles de alcanzar por otros medios.

El cianómetro y el caleidoscopio son dos hacedores de belleza, los mejores amigos de la humanidad. Los cronopios, y que conste que no pertenezco a esa tribu, consideran el calidoscopio su primer y más relevante instrumento de trabajo, y puedo dar fe de que no les falta razón. 

Yo tengo un caleidoscopio en mi mesa (en realidad tengo más de uno; digamos que una mínima y modesta colección), siempre al alcance de la mano, como aquellos aventureros del viejo Oeste que no podían prescindir del revólver ni un instante, ni de día ni de noche.

Desde hace tiempo quiero un cianómetro. En realidad lo necesito. No sé cómo he podido vivir sin calcular el azul del cielo. Pero el azar y las vicisitudes de la vida no me han concedido cumplir mi caro anhelo. No renunció a mi objetivo, algún día tendré un cianómetro.

Pero ahora, mi circunstancia y mi salud menguante me han llevado, en mi condición de nuevo hipertenso, a la necesidad de adquirir un baumanómetro o tensiometro o esfigmomanómetro, e incluso manómetro, que de estas cuatro extrañas maneras se llama el instrumento médico que sirve para medir la presión arterial. En realidad, es un cacharro que no vale la pena. 

Ahora dos veces al día debo someterme a la aburrida toma de la presión arterial. Esta medición no sirve para darle sentido a la vida. No creo que mi caso sea grave. Me digo que yo no necesito un baumanómetro, sino levantar el calidoscopio y mirar la explosión de luz y geometría, de formas y color que se despliega ante el ojo. Yo lo que necesito en realidad, para consuelo y alegría de mi alma y para cuidar mi salud, es un cianómetro porque nada encuentro más urgente y necesario que medir el azul del cielo. 

29 de abril de 2025

Bette Davis, su vicio y su divorcio

Valery Larbaud llamó a la lectura el «vicio impune», y Michel Crépu revisa la impunidad de ese vicio, y concluye que el libro «sigue leyéndose» en el lector, aunque éste se siente a la mesa en una comida familiar, o una mujer padezca a un marido que no para de reñirle. Existe una suerte de clandestinidad, de fuga, que permite seguir entre las páginas de un libro mientras en el mundo persiste el devenir de la realidad.

Bette Davis fue una célebre actriz de Hollywood, que hoy sólo conocen y recuerdan los aficionados a aquellas comedias en blanco y negro de los años cincuenta. Sus ojos, grandes y muy expresivos contribuyeron a su celebridad, que se extendió hasta principios de los años ochenta, con una canción que ya es un clásico: «Bette Davis Eyes».

Bette Davis tenía un vicio, uno que Harmon O. Nelson, músico y su primer marido, no toleraba. Es cierto que había otros problemas conyugales, como que ella ganara mucho más dinero que él, etcétera. Pero la causa de la demanda de divorcio es muy clara. Se publicó en un diario el 6 de diciembre de 1938:

«Ella prefería su carrera de actriz a su matrimonio... delante de él [Nelson] ella leía hasta un punto innecesario... Ella insistía en leer libros y guiones incluso con invitados en casa... eso era muy molesto, intolerable».

Bette Davis era una lectora, y prefería leer antes que ocuparse de su matrimonio. Habría que informar a Larbaud y a Crépu que en este caso el vicio no fue impune, y tuvo graves consecuencias. Pero a Bette Davis tal vez no le importó demasiado, después de todo siguió leyendo y se casó otras tres veces. 

17 de abril de 2025

El estornino de Mozart

La anécdota es histórica. Sabemos que el 27 de mayo de 1784 Wolfgang Amadeus Mozart compró en una tienda de Viena un estornino y se lo llevó a su casa. Las razones por las que lo hizo son el primer punto de una larga serie de preguntas, muchas de ellas no tienen respuesta. El pajarito vivió cerca de tres años en la casa de los Mozart. 

La imaginación y la especulación han sido fecundas en la naturaleza de una extraña relación que no es un disparate llamar musical. Sí, el estornino cantaba e imitaba música de Mozart, pero también el canto del estornino se cuela a las composiciones del genio. 

La composición conocida como «Una broma musical» (K522), acusa una extraña colaboración que desentonaba con la armonía y el estilo galante, típico de las obras de Mozart. Incluso la compañía discográfica Deutsche Grammophon admitía en el texto que acompaña a su disco «la unión torpe, desproporcionada e ilógica de un material poco inspirado». Por no hablar del origen y los atributos de Papageno, personaje central de La flauta mágica. Detrás de ese hombre/pájaro hay un pájaro de verdad. 

Todo comenzó cuando el estornino de Mozart cantó la melodía del rondó del Concierto para piano No. 17, que por esas fechas no se había ni siquiera estrenado. No sabemos si el pájaro cantó su parte o Mozart la compuso, la tocó y el pájaro la repitió, con tanto acierto y musicalidad, y tantas veces, al punto de despertar el asombro y dar pie a una amistad y colaboración que duró tres años. 

El estornino vivía en cantaba en el salón de los Mozart como un miembro más de la familia, y cuando murió Wolfgang el rindió una sentida ceremonia fúnebre. 

Todo esto, y otras cosas asombrosas, las leí en una recensión de Eduardo Huchín Sosa en la revista Letras Libres sobre el libro Mozart’s Starling (Little, Brown, 2017), de Lyanda Lynn Haupt. (Existe una edición española: El estornino de Mozart (Capitán Swing, 2023).

Lyanda Lynn Haupt es una ornitóloga y divulgadora científica que, arrebatada por la idea de Mozart y su pájaro musical, investigó a fondo, y nos dio un libro en verdad inteligente, sensible, divertido y muy documentado. Una delicia.

La parte de la relación musical de Mozart con su estornino algo tiene de novela policiaca, pero también tenemos una visita a Viena, una recreación algo imaginaria de la casa de los Mozart, la condición de los estorninos en los Estados Unidos, donde poco falta para que sean calificados de terroristas (se portan mal, maltratan a otras especies, se reproducen de manera asombrosa, al punto de que el gobierno organiza matanzas, sí, cacerías indiscriminadas de estorninos para controlar la población).

Pero lo importante era la convivencia y el canto. Así que doña Lyanda se robó una pajarita y se la llevó a su casa. Allí aprendió y sufrió lo que es tener un estornino en tus habitaciones, pero sobre todo gozó y se divirtió en grande con un animalito tan inteligente, que hacía travesuras, le gustaba la música y cantaba (pero Mozart no era su compositor favorito).

A mí todo esto me parecía encantador, asombroso y me divertía muchísimo. Pensaba en mis amigos esencialmente mozartianos, Rolando, Antonio y Gerardo, y también en Jorge, que además de traductor profesional (ese es su oficio) y melómano sin remedio (ese es su vicio) algo tiene de naturalista, ornitólogo y amigo de los animales. Quise compartir mi entusiasmo y les envié la reseña de la revista. 

Jorge encargó un ejemplar de inmediato en alguna plataforma, una de esas de entrega casi inmediata. Y podría jurar que lo vi sonriendo desde la lectura de la primera página, aunque él estuviera en su natal Jalapa y yo en Ciudad de México. Más todavía, podría asegurar, sin haber sido testigo, lo que sucedió.

Puedo imaginarlo leyendo, feliz, a medianoche, en su cama. De pronto, como para él leer y traducir es casi el mismo acto, se levantó de un salto, fue a su mesa y empezó a traducir en su computadora ese libro que tanto le estaba gustando. Su manera de hacerlo suyo, de gozarlo al límite es traducirlo.

Unas semanas después recibí por correo electrónico su versión de El estornino de Mozart, que tradujo para su placer y alegría de sus amigos. No aspira a lucrar con su trabajo ni hacer una edición con su versión; lo importante era divertirse y disfrutar el trayecto. 

Lyanda Lynn Haupt, por su parte, dice: «My six books explore the intersection of humans and the wild earth.» No imagino una manera más amable y poderosa de acercarse a ese mundo salvaje que leer este libro. He empezado a poner atención a los pájaros. Los veo, los escucho. Les presto atención unos segundos. Nunca lo había hecho. Se abre un mundo que estaba ahí, al alcance de mi vista, y no había mirado.

31 de marzo de 2025

El Museo de las Relaciones Rotas

Hay museos imposibles, cuya existencia es un desafío a la imaginación. Hay bibliotecas que Borges no concibió. 

En este Cuaderno de Bitácora de lo Casi Inadvertido se da noticia del Museo Mundial de la Literatura, donde se guarda toda la literatura escrita, la que se escribirá y también la que nunca será escrita; y de la Biblioteca Brautigan, Biblioteca del Rotundo Fracaso, donde encuentran su sitio los libros que nunca fueron ni serán jamás publicados.*

Orhan Pamuk escribió El museo de la inocencia, una novela sobre los amores contrariados de Kemal, un joven rico obsesionado con Füsun, su prima lejana y pobre. Al parecer, quedó tan satisfecho y entusiasmado con su obra, de más de seiscientas obsesivas páginas, que creó el Museo de la Inocencia, donde guarda y exhibe muchísimos objetos como los mencionados en la novela. 

La función de ese museo es exhibir los objetos que son la representación simbólica y material de ese amor. El museo es real, existe, está en Estambul. No sé de otro museo que haya surgido, casi literalmente, de las páginas de un libro.

Pero ahora, lejos de libros y bibliotecas, se impone la no menos increíble historia de El Museo de las Relaciones Rotas, cuya creación, imposible negarlo, conlleva una pena de origen y su tristeza aumenta con cada caso y objeto/testimonio depositado y exhibido en sus vitrinas.

La razón de ser del Museo se puede resumir así: salvaguardar objetos que representan o encierran la memoria de parejas deshechas, separadas. El Museo recibe los pecios, por así decirlo, los restos del naufragio de las relaciones amorosas malogradas. Es un museo del desamor.

Dicen las crónicas que en un magnífico edificio, en el centro histórico de Zagreb, en Croacia, se encuentra el Museo de las Relaciones Rotas, que surgió de una ruptura. Cuando Olinka Vistica y Drazen Grubisic terminaron su relación y se partieron sus bienes, riñeron otra vez (lluvia sobre mojado), ahora por un conejito de juguete. 

En sus días felices, cuando uno de los dos llegaba al hogar, el otro, el que aguardaba en casa, le daba cuerda al conejo, que brincaba para recibir al recién llegado. Cuando alguno de los dos salía de viaje, llevaba consigo el conejo en su equipaje y le enviaba a su pareja, que se había quedado en casa, fotos de su mascota de peluche en los sitios que visitaba. 

Está claro que ese conejo bien valía esa última batalla. Ninguno cedió, los dos querían conservarlo, pero eso no era posible, salvo que lo partieran en dos, cada uno se quedara con una oreja, lo cual hubiera sido una práctica muy desagradable, cruel, insatisfactoria y estúpida. Entonces alguno de ellos tuvo la idea de preservarlo en algún sitio. 

Ese es el origen del Museo, cuyo proyecto se ajustó, maduró y realizó con el paso de algunos años. La ex pareja, Olinka y Drazen, ahora dirigen su museo: a su manera, todavía tienen un vínculo, siguen unidos por su proyecto postconyugal, por así llamarlo. 

El Museo recibe objetos procedentes de todo el mundo, que envían enamorados y ex amantes y ex cónyuges con el corazón roto con un texto que cuenta la historia del objeto y, por lo tanto, de la ruptura de su amor. 

El Museo, inclusive, recibe objetos y textos anónimos porque se considera que así los donantes pueden contar sus historias y miserias con plena libertad, sin pena ni vergüenza, y sin ser sometidos a la burla y los juicios de terceros.

El Museo recibe anillos y piezas de gran valor, de joyería y arte, pero también, por supuesto, desde cintas para el pelo y toda clase de objetos de la vida diaria. Lo que se tenga a la mano que haya pertenecido a la persona amada. 

En el acervo se cuenta también con objetos singulares, como una rebanada (congelada) de pastel, una bicicleta y un paracaídas que no se abrió (lo envío una mujer cuyo amante murió en el accidente). El Museo tiene más de cuatro mil objetos, pero sólo exhibe setenta a la vez. 

Aunque la mayoría de las piezas representan el fin de la relación amorosa de pareja, el Museo no se limita a los restos materiales de un amor romántico, de pareja; cualquier objeto que simbolice una pérdida es recibido. 

Un soldado de las guerras de la ex Yugoslavia envió, por razones muy válidas y poderosas, que sólo puedo suponer, la prótesis de su pierna pérdida. Cada objeto es la representación material de una historia, siempre triste y dolorosa. Algunos objetos revelan dramas debidos a la guerra, a desastres naturales o humanos, a tragedias, a separaciones forzadas por la migración. 

Al parecer, la vida es una larga sucesión de ganancias y pérdidas (Elizabeth Bishop tiene un poema célebre sobre el arte de perder), y no hay nada sorprendente en depositar en un objeto la memoria, la ilusión, el cariño de lo que se ha perdido, sobre todo si se trata de un ser querido. 

No tendría que sorprendernos la existencia del Museo de las Relaciones Rotas en Zagreb, lo escandaloso es que no tengamos una réplica, una sucursal, una versión local del museo en cada ciudad del mundo. Un museo así debería ser un servicio necesario, una necesidad de inobjetable utilidad pública. No olvidemos que, cada uno a su manera, todos tenemos el corazón roto. 

El Museo es un espejo de la vida emocional (solemos decir sentimental) de los hombres y las mujeres que van por la calle sin gritar su pérdida, pero con frecuencia con el alma en vilo. El Museo es, entonces, un sitio para compartir con el mundo lo más hondo que se guarda en el pecho, un repositorio del dolor. Sí. El Museo es un refugio para salvaguardar un objeto del absoluto olvido, del naufragio universal del inexorable desamor. 

Pero no todo se puede enviar al Museo, existen límites, por supuesto. Luego de dividir en dos y repartirse el patrimonio, la pareja debe llegar a acuerdos sensatos y cada uno de los náufragos deberá encontrar qué pieza es digna de ser preservada en el Museo. Si es posible conservar en una vitrina un conejo saltarín de juguete, no es posible hacerlo con las mascotas. Recuerdo ahora que Jesse & Joy, estrellas del pop, cantan una canción que se llama: «¿Con quién se queda el perro?» Por supuesto, es uno de sus grandes éxitos. 

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*Véase en este blog el apunte «El Ministerio Mundial de la Literatura y la Biblioteca del Rotundo Fracaso», del 23 de abril de 2010.

Sobre la biblioteca de los libros siempre inéditos y jamás publicados, véase en este blog el apunte «La increíble Biblioteca Brautigan», del 21 de diciembre de 2017.

26 de marzo de 2025

El sentido de la poesía

Heredamos de nuestros mayores mucho más de lo que suponemos. No me refiero sólo a la talla, los rasgos del rostro, el color de los ojos, sino a gestos, creencias. Heredamos malos hábitos, manías, fobias y defectos.

Yo recorto artículos, fotos, notas de periódicos y revistas desde que tengo memoria, tal como lo hacían mi padre y mi madre también. Mi padre actualizaba la enciclopedia con las novedades de personajes ilustres y sucesos históricos, de manera que las páginas de esos tomos grandes y bien empastados, guardaban recortes de periódicos con notas necrológicas y hechos relevantes.

De las páginas de una antología de poetas mexicanos nacidos en los años cuarenta del siglo XX ha vuelto al mundo, a la vida, en una extraña exhumación involuntaria, un poema que recorté de una revista a principios de los años ochenta. 

El libro, el poeta y el poema estaban olvidados en la biblioteca, y sé que así hubieran seguido si no reviso esa antología en busca de otra cosa. Al hojear el libro, el poema ha salido de su letargo, y lo he recordado todo. La revista, mi conmoción con el poema, las circunstancias, que tanto me decían entonces. Podría decir que me llamaban. 

Pero no recordaba haberlo puesto a resguardo en el libro, y tampoco que buscara o frecuentara al poeta, que un día vi entre los comensales de una taquería del sur de la ciudad. 

El poema ha vuelto, y aunque todavía lo disfruto, ahora me habla del que era yo cuando lo recorté y guardé como el acta poética de un momento de mi vida. Encontrarlo ha sido encontrarme, recordarme. Lo que queda es el poema. 

Escribe Milan Kundera que «El sentido de la poesía no consiste en deslumbrarnos con una idea sorprendente, sino en hacer que un instante del ser sea inolvidable y digno de una nostalgia insoportable» (La inmortalidad). No podría decirse mejor. Ahí está cifrado el sentido del poema, su razón de ser y su efecto. 

«La muchacha lejana» es el nombre del poema de Marco Antonio Campos, fechado en 1980. Dice:

La conocí en noviembre del setenta y dos | en una fiesta | que sólo nosotros recordamos. | Se llamaba Ingrid —eso dijo— | y pocas veces he visto por la tierra | más bellos muslos, más leve golondrina que volaba. | Tres años con idéntica ternura —simple, exacta— | escribió las cartas más bellas que conservo. | Volví a Bruselas y dos días bajo lluvia | busqué su fantasma, días antiguos, | los días imposibles, ¡qué mañana! | Su madre la negó por el teléfono. | Pasó el tiempo. | Pasó el juego de inventarla en ciertas épocas. | Pasaron sábados y crisis y costumbres | y no volví a saber de ella hasta hoy, | cinco años más lejos, más delgados, | en que escribe: | «Me casé hace dos años. A veces te recuerdo. | La vida pasa y aún busco mi equilibrio. | ¿El pasado? | Qué bello es el recuerdo. | ¿Pasaste por Bruselas? ¿Por qué no me buscaste?»