12 de noviembre de 2025

Los premios literarios

No es fácil encontrar un tema que estimule más la conversación entre escribidores y críticos, lectores y profesores que los premios y concursos literarios. Pareciera un tema infalible para conocer el gusto y opiniones, no sólo literarias, de quien se expresa con sinceridad y con frecuencia con vehemencia.

Se le atribuye a Ernest Hemingway una sentencia tan lúcida como válida: «Alfred Nobel inventó dos artefactos explosivos: la dinamita y el premio Nobel de literatura.» Arremeter contra la Academia Sueca por sus pifias, yerros, olvidos y metidas de pata es casi un deporte que se practica con soltura e ímpetu olímpico.

Mi amigo Raúl me dijo hace tiempo que el único premio en el que creía y merecía su confianza es el de la Lotería Nacional, pero ya hemos padecido, ahí también, casos de corrupción y malos manejos, como los de ¡ay!, (casi) cualquier premio literario. 

Hace muchos años fui invitado a ser jurado de un concurso. El día de la deliberación, nos reunimos los integrantes del jurado y la sesión comenzó con el ucase inobjetable de un anciano que sentenció: «Inobjetablemente y sin lugar a dudas, el ganador debe ser...»

Alguien del jurado, un joven idealista, protestó. Dijo que se habían reunido para discutir, deliberar y votar. Fue acusado de irreverente, de comprender nada, y de no respetar la trayectoria y las canas del maestro, etc.

Elegir un ganador y premiar una obra dejó de ser lo importante y la misión del jurado. Tomó su lugar un ejercicio de poder. Inobjetablemente y sin lugar a dudas aquello acabo mal. Fue una lección, una buena práctica de baja política y malas artes.

Los premios que otorgan instituciones, ya sean públicas o privadas, deberían cuidar su nombre y apegarse a las condiciones mínimas de ética y honestidad. Los premios que otorgan las editoriales son estrategias de mercadotecnia que ellas usan vender ejemplares de los libros que editan; un simple mecanismo para impulsar su industria editorial.

Desde hace muchos años, Ricardo, bien enterado, sabía en México quién se llevaría el premio Planeta o el Alfaguara o el Herralde con al menos una o dos semanas de anticipación. Y daba razones y argumentos, chismes y motivos que aderezaban sus numerosos aciertos. 

El caso de Juan Marsé es revelador. Le fue concedido el Premio Planeta en 1978 por su novela La muchacha de oro. Luego, fue jurado de ese premio en otras ocasiones. Pero la colaboración con la editorial se salió de madre en el año 2005, con la protesta de Marsé y su dimisión al jurado.* Aquello fue un pequeño escándalo que todavía agita las turbias aguas de los concursos.

 Por supuesto que la familia Lara y Planeta tienen el derecho de invertir o tirar su dinero como quieran, el problema es vender como literatura lo que no es, según los criterios y argumentos de, por ejemplo, el propio Marsé, novelista mayor.

Han pasado veinte años desde aquella ruptura, pero el mal continúa, o se agrava. En el Suplemento Babelia del madrileño diario El País, el 8 de noviembre de 2025 se publicaron dos recensiones sobre el ganador y finalista del premio Planeta de este año.

Son devastadoras. No se podría ser más claro y más contundente. 

Dice Jordi Gracia sobre Vera, una historia de amor, de Juan de Val (que se ha embolsado un millón de euros del premio): «¿Es absolutamente obligatorio que tantos premios Planeta sean naderías tan planas, tan previsibles, tan vulgarísimas? Leer algunas de estas novelas —Sonsoles Ónega, Juan del Val— duele en el hígado por la falta de miramientos y hasta una especie de cinismo de escritura, de dejadez deliberada para ganar unas cuantas decenas más de compradores, supongo (y la felicidad de un jurado entregado a la causa)».**

Dice Nadal Suau sobre Cuando el viento hable, de Ángela Banzas: «Hay algo cruel en que los suplementos reseñemos el premio Planeta y su finalista como si se enmarcasen en la literatura, cuando hablamos de novelas que jamás asomarían por aquí en circunstancias normales. Es cruel para esos libros, que nunca quisieron ser lo que no son. [...] una novela que, aparte de tener poco que ver con la literatura, dudo que suponga nada del otro jueves en su propio terreno de juego.»***

Estas críticas aniquiladoras no son un caso aislado y sorprendente. Antes lo contrario. Así lo entienden los buenos lectores y críticos interesados en la literatura. Y tal vez encontramos el centro del problema: el premio Planeta no está para premiar la buena literatura, ya no está para eso, sino para promocionar libros de entretenimiento, vender cientos de miles de ejemplares de novelitas baratas para pasar el rato, medios de evasión y simples productos de la industria editorial. 

Y que cada quien lea lo que quiera o deba o pueda leer. Que nadie se llame a engaño. El punto es que si ofrecen una novela, el lector espera eso y no otra cosa: una arquitectura de palabras ordenadas en un género que es un arte mayor, y que lograr una gran novela exige talento y dedicación, el dominio de un oficio, y un elemento más, evasivo y difícil de definir, que sólo puedo asociar con un milagro para la revelación de su verdad. 

Una novela es también la expresión de un hecho afortunado, una concreción que rebasa las intenciones y recursos de su novelista. Una gran novela suele ser, por arte y magia de la literatura, mejor, más grande y profunda que su autor. 

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* Véase: Juan Marsé dimite del jurado del Premio Planeta. "Mi derecho a buscar y decir la verdad está por encima del relumbrón del premio", El País del 17 de octubre de 2005. https://elpais.com/diario /2005/10/18/cultura/1129586404_850215.html

** Jordi Gracia, 'Vera, una historia de amor’, de Juan del Val, ganadora del premio Planeta: una insipidez pavorosa, El País, 4 de noviembre de 2025. https://elpais.com/babelia/2025-11-05/a-las-pijas-finas-les-gustan-los-malotes-semirreformados-y-pobres.html

*** Nadal Suau, 'Cuando el viento hable’ de Ángela Banzas: ni una página sin su tópico, El País, 4 de noviembre de 2025. https://elpais.com/babelia/2025-11-05/cuando-el-viento-hable-de-angela-banza-una-novela-que-infantiliza-los-temas-que-trata-y-los-lectores-a-los-que-se-dirige.html#?rel=mas

26 de octubre de 2025

Corrupción

Un ex presidente de México dijo que la corrupción entre nosotros era cultural. No recuerdo si la consideraba un mal, un defecto, un problema grave o una incómoda y molesta circunstancia de la vida pública con la que teníamos que vivir. 

Tendríamos que revisar qué entiende Enrique Peña Nieto por cultural, y si esa lamentable práctica aceita el engranaje de nuestra administración pública para que esa abstracción que llamamos sistema funcione. 

No son pocos los mexicanos que consideran a la corrupción como un mal menor, algo inevitable y casi necesario, y una forma de distribuir la riqueza. Robar al erario y obtener ventajas, contratos y beneficios desde el poder con movimientos y acciones esencialmente inmorales pero legales o bajo el amparo de la ambigüedad o limitaciones de las leyes, es una costumbre que hemos cultivado desde hace mucho tiempo. 

En la Nueva España, en el siglo XVIII, hubo una serie de cambios más o menos profundos en la administración del virreinato, llamados Reformas Borbónicas. Entre otros objetivos, uno muy claro y definido era atajar la corrupción insufrible de alcaldes y servidores públicos. 

Así, la corrupción como la entendemos hoy, es una herencia española. Una práctica insana que cultivamos desde hace muchos años. Se aclara un poco el sentido de la palabra cultural para hablar de corrupción. Tal vez Peña Nieto sabía lo que decía.

En el siglo XIX, entre guerras civiles e intervenciones extranjeras, la corrupción no cedió. Quizá porque a casi nadie le interesaba que cediera. (Buscar el poder y conseguirlo al margen de la legalidad es corrupción; y mantenerse en el poder en contra de la ley también es corrupción.)

Es proverbial la frase atribuida a Álvaro Obregón con la que los militares revolucionarios de principios del siglo XX convencían a sus adversarios y enemigos de cejar en sus pretensiones y que sería mejor que se apartaran del camino: «Nadie soporta un cañonazo de cincuenta mil pesos oro.» El soborno, por supuesto, también es corrupción. 

El que no transa no avanza es el primer mandamiento en el camino de la corrupción, y tal vez ya podríamos empezar a configurar una buena colección de frases, adagios y consejos sobre una de las malas artes en la que tenemos un destacadísimo lugar internacional. Aporto una más: «No le pido a dios que me dé, sino que me ponga donde hay.»

Hace poco escuché por primera vez: Los negocios que no dejan margen para robar, no son negocios. Y Los amigos se conocen en la abundancia, porque no te robarán ni pedirán dinero. 

La percepción interna de que avanza la corrupción es firme y cada vez aparecen más testimonios, y la percepción externa, de organismos internacionales, confirma lo que sabemos y vivimos todos los días. La corrupción no tiene límites ni fondo. 

Tenemos casos, verdaderos escándalos recientes (cada día aparecen en diarios, medios y redes sociales) que nos muestran que los niveles de corrupción podrían parecer inimaginables, increíbles, y que no serían posibles si no se realizan desde el poder.

Es cierto que la corrupción es un fenómeno humano, político extendido en todos los países. Tal vez ninguno esté a salvo de esta corrosión social, pero algunas naciones se toman muy en serio su combate y alcanzan niveles mínimos. Hay sociedades en las que sienta muy mal la corrupción: maneras de ser de un pueblo, y de una tendencia envidiable a cumplir y hacer cumplir la ley. 

Como esperanza y tal vez como consuelo, podemos recordar que algunas sociedades muy corruptas en el pasado alcanzan hoy niveles de transparencia y claridad y fiscalización en sus asuntos públicos en verdad envidiables. No todo está perdido, y esa condición cultural puede cambiar si la sociedad así lo exige. Lleva mucho tiempo lograr el cambio, pero es posible.

Por lo pronto, entre nosotros, se habla de transferencias, desvíos, faltantes, montos no comprobados y otros eufemismos que ocultan robos, despojos, desfalcos, apropiaciones ilegales, sobreprecios, comisiones ilegales y otras prácticas sucias. Muy difícilmente al ladrón se le llama ladrón. 

La corrupción tiene sin cuidado a muchos ciudadanos, y la aceptación de su práctica es similar a la aceptación de un mal necesario. La corrupción existe como la lluvia y las mareas. Hay que ponerse a salvo, o beneficiarse de ellas. La corrupción goza de una aceptación de buen grado en una parte de la sociedad, sobre todo en la sociedad política.

La expresión enriquecimiento inexplicable es un mal chiste. Quizá porque a todas luces no es inexplicable. 

Tal vez el punto de normalización o aceptación de ese enriquecimiento podamos aceptarlo en la familia. Ante un familiar enriquecido de la noche a la mañana, la familia se aglutina en torno al nuevo rico en busca de beneficio y protección a través de una no velada admiración. 

No conozco a ningún padre que censure a su hijo por enriquecerse ilegalmente, es decir, robando. No tengo noticia de ninguna esposa que guarde distancia de su marido o pida el divorcio por esa fortuna casi súbita que han amasado; antes, organiza un apresurado viaje a Houston porque necesita dos docenas de trapos de cocina. No conozco un hijo que rechace el coche deportivo, ni la hija que rechace los millones de pesos que su padre, nuevo rico, está dispuesto a gastar en la boda de ella. 

La familia acepta ese dinero bajo el lema, no siempre pronunciado: Merezco la prosperidad y la riqueza. Podrían preguntarse cómo es que vivieron alguna vez sin bolsos y accesorios Louis Vuitton, cómo fue posible mirar la hora en relojes de menos de veinte mil dólares. 

Pero nadie pregunta en voz alta (y tal vez ni en silencio) cómo fue posible que ese nuevo prócer comprara esa casa del tamaño de un pequeño castillo; nadie se sorprende ni indigna de que ese pariente dio el salto de pasar sus vacaciones en un hotel de clase media en Acapulco a ser dueño de un departamento de lujo en Miami.

El nuevo rico, enriquecido bajo la corrupción, gozará del reconocimiento, de la admiración, de la aprobación abierta o tácita de su clan. Será más querido por sus amigos, más buscado y celebrado. Será el socio ideal, el compadre perfecto, el padrino soñado.

El que se ha enriquecido así, al poco tiempo es un hombre honorable, un ciudadano ejemplar. Y sus hijos, la siguiente generación, gozan de su riqueza sin sombra de sospecha o recelo. Ya son rico de abolengo, y su nombre abre casi todas las puertas. 

El que se enriquece bajo el manto de la corrupción, es secretamente admirado. Su aceptación es generalizada. Y el que puede robar y no lo hace, es un tonto y un necio. 

Hace muchos años fui testigo de una escena imborrable para mí. Una mujer, no joven, en un proceso de divorcio, con dificultades económicas, dos hijas, obesidad mórbida y un tanto resentida y peleada con la vida, se acercó en una fiesta familiar a su primo hermano. Habían sido muy unidos de niños, pero de adultos no se frecuentaban, y tal vez apenas se toleraban. 

Me enteré que trabajas en el gobierno. Y con unos ladrones que dios guarde la hora, dijo. El primo le respondió que sí, trabajaba en el gobierno, en una posición intermedia, en un cargo no llegaba a dirección general, y que no podía afirmar que sus jefes eran ladrones. La mujer insistió y le dijo que lo eran, y que él, el primo, debía de estarse hinchando de dinero. El primo respondió que cobraba su sueldo y nada más. Ni un peso más. Pues si eso es cierto, dijo la mujer, entonces eres un perfecto estúpido. Dio media vuelta y se fue. 

La mujer no es un caso aislado. Entre nosotros, al parecer, para muchas, muchas personas, el que no roba es un estúpido. 

15 de octubre de 2025

Glosa de "El futuro", de Julio Cortázar

Y sé muy bien que no estarás.

(Pero saberlo no aniquila la ausencia.)

No estarás en la calle, / 

(Salgo de casa en busca de consuelo.)

en el murmullo que brota de noche / de los postes de alumbrado, /

(Compro un libro de Wittgenstein que no leeré, lo abro y aparece la Figura.)

ni en el gesto / de elegir el menú, ni en la sonrisa

(Eso sería una pena, una muy triste.)

 que alivia los completos en los subtes,

(A tu manera también acudirás.)

ni en los libros prestados ni en el hasta mañana.

(Y sabes bien que los echarás de menos.)

No estarás en mis sueños,

(Tal vez aprendí a olvidar lo soñado.)

en el destino original de mis palabras,

(Hay formas cifradas de nombrarte.)

ni en una cifra telefónica estarás

(Eres maestra en el arte de la fuga.)

o en el color de un par de guantes o una blusa.

(Te evades de todas las cosas.)

Me enojaré, amor mío, sin que sea por ti,

(Fue por el destiempo y la circunstancia.)

y compraré bombones pero no para ti,

(Sí, y elegiré tus favoritos.)

me pararé en la esquina a la que no vendrás,

(Aunque tú y yo sabemos que te oculta la ciudad.)

y diré las palabras que se dicen

(Por ejemplo: Estás en todas las cosas.)

y comeré las cosas que se comen

(El mundo te evoca.)

y soñaré los sueños que se sueñan

(Esos en que has aparecido tantas veces.)

y sé muy bien que no estarás,

(Y cómo negar que te espero.)

ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,

(Aun en contra de mi voluntad.)

ni allí fuera, este río de calles y de puentes.

(Que dirán tu nombre porque todo lo imantas.)

No estarás para nada, no serás ni recuerdo,

(A tu manera te asomarás.)

y cuando piense en ti pensaré un pensamiento

(y al despertar te pienso y eres otra.)*

que oscuramente trata de acordarse de ti.

(Y que no dirá que no puedo librarme de ti.)


_____ 
*Verso de Julio Cortázar.

13 de octubre de 2025

Las grandes historias

Escribe Arundhati Roy en su novela El dios de las pequeñas cosas

«... el secreto de las grandes historias es que no tienen secretos. Las Grandes Historias son aquellas que ya se han oído y se quiere oír otra vez. Aquellas a las que se puede entrar por cualquier puerta y habitar en ellas cómodamente. No engañan con emociones o finales falsos. No sorprenden con imprevistos. Son tan conocidas como la casa en la que se vive. O el olor de la piel del ser amado. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Del mismo modo que, aun sabiendo que un día moriremos, vivimos como si fuéramos inmortales. En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo.»

Supongo que este párrafo de sabiduría y lucidez es válido para la literatura, en particular, y parece inevitable convocar también al cine, ese arte mayor y vampiro implacable de las letras.

Esa fidelidad a las Grandes Historias podemos extenderla a las bellas historias, que quizá en algunas en eso resida su grandeza. Un Hamlet es un Hamlet es un Hamlet, y un buen aficionado no desdeñará por la soprano o maestro con batuta asistir una vez más a una función de La Traviata, de la que un cálculo conservador y si la memoria no traiciona del todo, debe estar cerca de las treinta o treinta y cinco representaciones en una vida dedicada a escuchar ópera. 

El actor, el cantante, la dirección escénica, el teatro y el momento, la ciudad que nos acoge unos días para volver a las Grandes Historias. No nos mueve la posibilidad de la sorpresa, ni el giro imposible en la trama, sino en la interpretación, en lo que nos dejara esa función, en la sutil verdad revelada en esa velada y en ninguna otra.

Los niños tienen el don, la paciencia y la gracia de ver una vez tras otra su película favorita (y las otras también), y en cada vuelta o exhibición recogen información que asimilan con rigor. Un amigo mío le preguntó a su hijo que por qué quería ver una vez más la misma película. La respuesta fue asombrosa: «Es que todavía no nos la sabemos completa de memoria.»

Atados a las Grandes Historias los adultos también somos así, aunque tengamos otros motivos, como los que señala Roy (pero es cierto que un buen aficionado se sabe La Traviata de memoria). Si extendemos la cuerda que nos lanza la novelista india, podemos suponer que nos gustan las certezas más que las sorpresas. El dicho popular dice que más vale malo por conocido que bueno por conocer. 

Pareciera que estamos más cómodos en el territorio conocido, donde todo está en su sitio, por triste o duro que sea (sin excluir el tedio conyugal). Seríamos poco inclinados a lo extraño, lo desconocido, las innovaciones y cambios. Regresar al mismo hotel conocido del mismo destino turístico es una alegría y un consuelo. Y sin agenda fija, se volverá a la misma playa, al mismo restaurante y se pedirá el platillo degustado en la visita anterior, y en la anterior de la anterior. 

Si esto es verdad, no queremos otra cosa que lo visto y lo conocido. Y aunque se le diera la vuelta al mundo el mejor sitio es donde estuvimos, de donde venimos. 

Acabamos por tener no sólo convicciones políticas (y éstas no siempre son tan sólidas e inmutables), sino preferencias tan inexplicables y caprichosas que sería difícil justificar. Nadie exige cambios bruscos, ¿pero los zapatos y las camisas tienen que ser siempre de la misma marca? 

Saber con firmeza y conocimiento de causa que tenemos una película favorita, o un compositor, o un novelista que nos encandila habla bien del que tiene las cosas claras: ha hecho un examen y un reconocimiento y tiene sus preferencias y conclusiones.

Pero acabamos por ser fiel a unos grandes almacenes, a una tienda, a una marca de dentífrico, detergente para trastos y jabón para ropa. Esto es demasiado. Nos hemos desviado del camino. Sin duda Arundhati Roy se refería a otra cosa cuando llamó nuestra atención a las que llama Grandes Historias. 

5 de octubre de 2025

Glosa de "El amenazado", de Borges

«Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.»

Sí. Es él. Y guardar distancia no es cobardía. Para sobrevivir es necesario alejarse. Pero la huida no nos libra del dolor.

«Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.»

Crecen incesantes en la vigilia y en la pesadilla. De día y de noche. Estoy sitiado.

«La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.»

La máscara ya no oculta: revela. Cambia y siempre es la misma. Además, ciertamente, es la única posible.

«¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?»

Sirven para ser. Para darle identidad a la existencia. Pero es verdad que esos talismanes son inútiles y estériles ante los embates del amor. Ante ellos me declaro inerme y frágil.

«Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.»

Y pareciera que ordenas el alba y el crepúsculo. Regulas las horas y su paso. Y en ausencia, tengo la certeza de que estoy en un tiempo vacío.

«Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.»

Es verdad. Crece el desasosiego. Y hay más signos de que la paz no vendrá.

«Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.»

Tu voz mitiga el dolor. Un poco de veneno pareciera un bálsamo. Y el engaño de la ilusión, la esperanza inútil como aguardar lo inesperado. Pero persiste la traición de la desmemoria, y la constante ausencia en que se fuga el devenir de las horas.

«Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.»

Con sus engaños y mentiras. Con el encanto de sus ilusiones. Es un prestidigitador poderoso que nubla la razón.

«Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.»

Y una calle. Tampoco frecuento un parque, una cafetería, un bistró. Un barrio entero. Acabaré por sentir que mi vulnerabilidad se extiende por toda la ciudad que habita.

«Ya los ejércitos me cercan, las hordas.»

Para eso crecieron los muros de su cárcel. Estoy en sus manos. No puedo escapar de ti, no puedo irme de mí.

«(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)»

Es irreal, por eso un refugio, un consuelo. Acaso una ilusión. Lo que ella no le ha revelado al mundo, acaso no existe.

«El nombre de una mujer me delata.»

Sí. Lo pienso y lo susurro, lo digo en silencio y a viva voz. En un grito. Lo saben los objetos y los pájaros, los árboles y la luz.

«Me duele una mujer en todo el cuerpo.»

El dolor es físico, real. Ella duele. Y sé bien que el dolor no cesará.

30 de septiembre de 2025

Memoria y olvido

Tal vez le debemos a Michel de Montaigne la sentencia devastadora que nos recuerda que una función de la memoria es olvidar. Si no es suya, estaría de acuerdo, y aun la celebraría. Quien la dijo tenía conocimiento de causa, sabía lo que decía. Y sólo podemos aprobar esa aparente contradicción.

Si no olvidáramos, estaríamos expuestos a ese terrible mal que aquejaba a Funes, el memorioso, y Borges con maestría absoluta supo imaginar y ejecutar. No olvidar debe de ser una forma del infierno. Recordar las ofensas recibidas, los sinsabores, las derrotas de cada día debe de ser devastador para el ánimo y el espíritu. Las empresas exitosas, los logros y victorias también están ahí, y también pueden ser nocivas si alimentan y engordan el ego.

Recordar el encabezado de un periódico de hace diez años es tan inútil o fatigoso como podría antojarse la tarea de Sísifo. Recordar los sesenta nombres y apellidos de los compañeritos de segundo de primaria debe tener algo de castigo de los malos dioses.

Si no olvidáramos no podríamos vivir. No podríamos imaginar con optimismo un futuro que empieza esta misma noche. Claro que la memoria ayuda a no tropezar dos o tres veces con la misma piedra. Pero la verdad es que tropezamos, por falta de memoria o contumacia. 

Vivimos momentos y días que juzgamos memorables: dignos de tenerse presentes y volver a ellos para sonreír y confortar el arma. Pero también guardamos recuerdos en apariencia intrascendentes que tendríamos que explorar mediante el psicoanálisis o la hipnosis o cualquier otro método que ayude a desentrañar el significado. 

Recordar quiénes éramos los comensales de una comida de cumpleaños en un restaurante francés hace veinte años, y recordar lo que pidió cada uno tiene un sabor agridulce en el devenir de la existencia. ¿Para qué? ¿Por qué?, son preguntas pertinentes pero tal vez inútiles.

Mi padre, que no llegó a ser un viejo, en sentido estricto, podía recordar lugares, trozos de conversaciones, nombres, datos, fechas siempre y cuando hayan sucedido en un pasado remoto, y tenía dificultades para recordar que había comido el día anterior. 

Aún recuerdo fragmentos de «La suave patria» que memoricé cuando tenía diez años. La memoria, caprichosa, no me lo ha arrebatado del todo, pero tampoco me devuelve completo el poema.

Sin memoria no somos. Perderla es quedarnos sin identidad. Somos lo que fuimos, y lo que recordamos. Sin memoria, no sabríamos ni nuestro nombre, ni quiénes somos. Por eso aterran las consecuencias de las fallas de memoria y los males que la inducen y provocan. 

Y lo que recordamos puede ser menos relevante que lo olvidado. La memoria es nuestro ser, y opera de manera tan extraña que sería ocioso tratar de entenderla. No sé si se pueda olvidar a voluntad (no lo creo), pero Montaigne sabía que «Nada se fija tan intensamente en la memoria como lo que deseamos olvidar». Y tantas cosas que merecerían un recuerdo fijo terminamos por desecharlas y echarlas al olvido.

El otro día salí a comprar pan. En el camino pensé que también debería de llevar un poco de queso, y ya no había casi nada en el frutero. Fui de compras, llevé queso y manzanas y nieve de limón y otras cosas. Volví satisfecho de mi recorrido por las tiendas del barrio. Pero regresé sin pan. Olvidé comprarlo. Y había salido de casa por unos bolillos. 

29 de septiembre de 2025

Salutación a Sofía G. Buzali

Sofía G. Buzali cuenta que un día después de almorzar con el pintor y escultor Saúl Kaminer, éste la llevó a una librería y compró una novela de Clarice Lispector para ella. Ese libro no era un regalo: era el vehículo para entrar a otra dimensión de la experiencia y el conocimiento. 

Ese día, podemos suponer, es uno de esos en los que cambia la vida. Hay otros días así, tan ordinarios y comunes en apariencia y de pronto se añaden a esa suma significativa que alcanza una cifra variable según el devenir de cada persona. Entonces, solemos saberlo y sentirlo: algo ha sucedido. 

Una señal del cosmos, digámoslo así (pero también se podría decir que fue alguno de los dioses del Olimpo, el azar o el destino), nos revela que la circunstancia personal se ha modificado y que la vida nos ofrece o exige un cambio. 

Hay un antes y un después. Saúl, además de amigo fue el mensajero, hizo lo necesario para darle un giro a la existencia de Sofía. Así llegó Clarice Lispector a la vida de Sofía. Y Sofía, para salir avante de ese encuentro trascendente, ha tenido que escribir una biografía novelada (su quinta novela), que aspira desde las vicisitudes de esa vida revelar su alma, antes que celebrar la literatura. 

Porque conozco a Sofía y sé de su perseverancia, su sensibilidad, su amor por las letras, su pasión por la escritura, puedo imaginar que, a partir de ese día, de ese venturoso encuentro, tomó a la gran escritora brasileña como su maestra, su guía, su interlocutora. 

Supo que tenía que conocerla a fondo, sentirla y conversar con ella a través de los libros y la imaginación. Clarice Lispector había llegado a su vida. Escribir sobre ella era la respuesta obligada, el ejercicio necesario para digerir y asimilar la dimensión del regalo recibido.

Clarice Lispector apareció como la autora de libros admirables (La hora de la estrella es el favorito), pero también como personaje. Como mujer ⸺un ser misterioso y sorprendente⸺ que sufrió y enfrentó la adversidad con un arrojo singular y una conmovedora fragilidad.

Sofía pensó, soñó, imaginó, buscó, investigó, preguntó para llegar a vislumbrar el ser de Lispector. Viajó a Brasil para recrear un ambiente, tal vez buscando a un fantasma, a una musa que le contara los secretos de la gran díscola, incomprendida e incomprensible, arrogante e imprevisible escritora carioca.

(Encontró a un hombre mayor, ex vecino de Lispector, que no quiso hablar de esa señora que por poco quema el edificio entero; es una exageración, pero tiene fundamento: Clarice se quedó dormida con un cigarrillo encendido en la mano. Ardió su cama, su habitación: ardió ella, hasta quedar desfigurada de la mano derecha, las piernas y una buena parte del cuerpo.)

Entrar en contacto con los libros de Clarice Lispector no fue un simple encuentro literario, no fue el entusiasmo efímero por el hallazgo de una autora que nos ha gustado, sino un hecho vital. Así lo creo, así entiendo el ánimo que recorre las páginas de Ella, esta novela que hoy, 27 de septiembre de 2025, sale al encuentro de sus lectores, y que espero que le ofrezca a Sofía todavía muchas satisfacciones y que, por supuesto, estimule la lectura de la gran literatura de la dama y señora de la literatura brasileña.

Gracias por este libro, Sofía.

9 de septiembre de 2025

La vida en el cementerio

La extravagancia y la excentricidad deben ser cualidades muy estimulantes que enriquecen la vida de los afortunados en poseerlas con situaciones y experiencias que nos están vetadas a los mortales ordinarios. 

No es posible fingir, y los impostores serán descubiertos, e incluso renunciarán ellos mismos más pronto que tarde a su fallido intento de incurrir en prácticas raras y costumbres extrañas. No hay manera de fingirse una vida, una personalidad, una manera de estar en el mundo que no sea la propia sin que se caiga la máscara. 

(Y el actor, un solitario, al caer el telón, al desmaquillarse ha dejado de ser Hamlet, y busca un taxi que lo lleve a un pequeño restaurante cerca de su casa porque en su cocina no hay con qué preparar ni un sándwich.)

Los extraños, esos raros, que tantas veces pasan por exhibicionistas y narcisistas, que deben tener frecuentes contratiempos, mueven al desprecio, a la sonrisa irónica, al entusiasmo, a la rendida admiración. 

Imposible ocuparnos ahora de hacer, así sea un borrador, la clasificación universal de las excentricidades y extravagancias, pero tal vez no sea necesario porque casi todo el mundo reconoce esos actos y posturas tan extrañas y singulares. 

Benoit Gallot, abogado, es según nuestras fuentes el curador del Pére-Lachaise, el famosísimo cementerio parisino, pero, tal vez llamarlo así sea otra excentricidad, y desde la ignorancia y la tradición lo imaginamos como el gerente o el director. 

Monsieur Gallot es un hombre ocupado, el Pére-Lachaise tiene muchísimos visitantes (para no pocos parisinos visitarlo es como ir al parque, y pasear por los cementerios de París es casi una visita cultural), una extensión más que considerable, miles y miles de tumbas y legiones de gatos semisalvajes, además de un buen número de aves, pues, después de todo, es una de las zonas verdes más frondosas de París. 

Pero Monsieur Gallot se ocupa con impecable eficiencia de dirigir a su equipo de colaboradores, de la venta de terrenos para tumbas (la demanda es enorme, y por lo tanto también las negociaciones y las quejas) y de la exhumación de cenizas y restos cuyo tiempo asociado al pago de cuotas se ha agotado (existe una zona con un osario, democrático, ordinario y común, donde acomodar lo que ya no puede estar en una tumba). 

También supervisa unos mil entierros al año, atiende a visitantes distinguidos que acuden a conocer una tumba, y también ofrece consejos a directores de cine y otros artistas que buscan filmar o grabar o fotografiar en el cementerio. Y los problemas ordinarios de toda administración.

En el cementerio están enterrados militares de la época napoleónica (es la zona más apacible, hermosa y serena, dice Monsieur Gallot), y una formidable serie de escritores, artistas de todas las disciplinas, pensadores, científicos, políticos y aristócratas franceses y extranjeros. 

Una lista inadmisible por sesgada e incompleta debe considerar, por lo menos, a Abelardo y Eloísa, Guillaume Apollinaire, Honoré de Balzac, Maria Callas, Frédéric Chopin, Paul Eluard, Georges Perec, Édith Piaf, Marcel Proust, Antonieta Rivas Mercado (ay, Antonieta), Carlos Fuentes, Gioachino Rossini y Oscar Wilde. Bueno, hasta Jim Morrison reposa allí.

Pero la excentricidad de Monsieur Gallot, y tal vez el rasgo que define su singular liderazgo y ejemplar desempeño es que ama tanto su trabajo, está tan estrechamente vinculado e identificado con el cementerio que decidió vivir en él. 

Sí, tiene su domicilio, supongo que en una linda casa, propia de un bosque, rodeada de árboles y de tumbas. Me inclino a considerar que las cuarenta y cinco hectáreas del cementerio deben ser por las noches y días festivos una suerte de jardín privado tras los sólidos muros que las aíslan de la ciudad.

 Monsieur Gallot está casado y tiene cuatro hijos, y su familia, al parecer, no está dispuesta a vivir en otra parte. Madame Gallot, al principio recelosa, se ha adaptado al cementerio y hoy es una consultora funeraria. ¿Cómo será su vida cotidiana? ¿Los hijos salen del cementerio para ir a la escuela? ¿El cartero y el banco envían la correspondencia como a cualquier otro domicilio? ¿Pueden recibir invitados, celebrar fiestas y cenas? ¿Cómo salen los amigos del cementerio a las dos de la mañana? ¿Gozarán de la paz de los sepulcros, o escuchan perturbadores sonidos y voces en las noches? 

Tengo tantas preguntas que se antoja ir a visitarlos, conversar con ellos en algún sitio apacible del cementerio. Podría aprovechar para pedirle a Monsieur Gallot que me contara cómo es su relación con la muerte, con la que convive, por así decirlo, todos los días, y pedirle de paso un ejemplar firmado de su libro, que tengo muchas ganas de conocer, intitulado La vida secreta de un cementerio: La naturaleza salvaje y encantadora tradición del Pére-Lachaise

6 de septiembre de 2025

Un plátano, una vulva

Volvió a suceder. Era inevitable. El 18 de julio pasado, un ciudadano ejemplar fue al Centro Pompidou, en Metz, Francia. Su visita hubiera pasado inadvertida para el mundo si no hubiera mordido un plátano expuesto, adherido a la pared con cinta adhesiva, que para el museo y el responsable de la monumental tomadura de pelo es una obra de arte.

Las autoridades del museo, con ayuda de curadores y técnicos expertos, se encargaron de restaurar el orden de manera inmediata, es decir, sustituyeron el plátano mordido por otro y lo adhirieron a la pared con otro trozo de cinta adhesiva. Por fortuna, informó la oficina del museo, el suceso inesperado, el incidente «no alteró en absoluto la integridad de la obra. Como la fruta es perecedera, se sustituye regularmente según las instrucciones del artista». 

El ínclito autor de la obra, titulada Comedian, es el artista italiano Maurizio Cattelan, que al enterarse del atentado a su creación, lamentó que el ciudadano hambriento de arte «confundiera la fruta con la obra de arte. En lugar de comerse el plátano con piel y cinta adhesiva, se limitó a consumir la fruta.» Es decir, el ciudadano ejemplar que visitó el museo no entiende una palabra de arte. Una pena.

Este artístico y musáceo lío comenzó con su exposición original en 2019, en Miami. Donde la misma obra del conspicuo artista fue mordida, esa vez por otro artista (la envidia asoma con todos sus dientes) para protestar por su precio, que entonces era de sólo ciento veinte mil dólares, y que en el año 2024 fue vendida por seis millones doscientos mil dólares en una subasta en Nueva York.

En el mundo, sólo existen tres ejemplares de Comedian. Tal vez sería más correcto decir existían, porque el empresario chino-estadounidense Justin Sun se comió uno de ellos luego de comprarlo por una cifra millonaria, aunque debe considerarse que, como lo hicieron en Centro Pompidou, siempre es posible sustituir un plátano sin alterar en absoluto la integridad de la obra, si se siguen las instrucciones del artista. 

Si Pitágoras sabe contar y el arte sigue siendo arte, han sido devoradas las tres versiones de Comedian, lo cual puede generar una polémica mundial si debe considerarse una lamentable pérdida del patrimonio mundial, o una feliz ingesta, como una asimilación o apropiación, de tres amantes del arte. 

Pero el arte es diálogo entre obras y artistas; una serie de imitaciones, comparaciones y continuaciones sin fin. Y esta bananera historia ha encontrado su continuación en la Enter Art Fair, la feria de arte más importante de Escandinavia, que se celebra en Copenhague, Dinamarca, los últimos días de agosto.

Ahora, la artista danesa Thyra Hilden ha concebido una pieza de arte con un plátano, sostenido por un clavo a la pared, cortado de tal manera que las dos partes, siempre unidas, en posición cóncava, forman una oquedad que la artista no ha tenido el menor reparo en asociar con la representación de una vulva. «La obra es una figura muy potente que, con un simple corte, se transforma en una fuerza femenina.»

La pieza, sólo cuesta, por un acuerdo entre la galerista y la artista, doce mil ochocientos sesenta y nueve dólares, el diez por ciento del precio original de Comedian. El módico precio no se debe a un gesto de modestia (toda modestia es falsa), y tampoco a un cruel ejercicio de autocrítica, sino a una forma de protesta feminista, algo así. 

Y si no hay otro giro, otra vuelta de tuerca del talento creativo de doña Thyra Hilden, como podemos suponer con suspicacia que la mirada del inconsciente también es artística, el clavo que sostiene al plátano, el vértice y punto más sensible y delicado de la obra, bien puede representar un enorme clítoris. 

El llamado arte contemporáneo no deja de sorprendernos; imposible negarlo, si no fuera otra cosa, parecería simple y sencillamente genial.

5 de septiembre de 2025

Migrantes

Esta vez no me refiero a los cientos de miles que huyen del hambre y la miseria, de la persecución política, de la guerra, del odio y la intolerancia, esos que van por el mundo buscando un lugar para vivir. A esos, los encontramos en las calles de Ciudad de México casi siempre de paso hacia los Estados Unidos. Los vemos también en los diarios y telediarios todos los días. 

México es uno de esos países que expulsan a su gente por falta de oportunidades, de trabajo, de educación. Atraídos por la enorme diferencia en los salarios, y el sueño de una prosperidad de fantasía, millones de mexicanos han cruzado la frontera norte. Muchos no vuelven. Pero casi todos envían dólares a sus familias en México. Las llamadas remesas son una enorme cantidad de dinero, y significan un porcentaje muy considerable de la economía del país.

Pero ahora no pienso en ellos, en los desheredados o los buscadores de un mejor futuro. O no exactamente como ellos. De pronto, me doy cuenta que tengo muchos parientes migrantes.

El concepto de familia ampliada, en la que sumamos parientes en tercero o cuarto grado, cuando la sangre y la genética ya tienen poco que decir, es común entre nosotros. Si considero hermanas, primos hermanos o en primer grado, primos segundos, y sus hijos, sobrinos hasta en segundo grado, de mis familias paterna y materna, encuentro que trece parientes míos han migrado.

Ninguno de ellos ha huido por pobreza extrema, y las razones económicas apenas alcanzan a dos de mis primos que emigraron a Estados Unidos. Todos los demás se han marchado a Europa. Tengo parientes en Italia, España, Francia, Alemania, Suecia. Sólo una prima volvió, luego de años en Francia. 

La mayoría se fueron a estudiar y luego la ilusión de seguir viendo el mundo, un empleo atractivo, el amor y sus consecuencias los arraigan lejos y no vuelven. A algunos de mis sobrinos, por ejemplo, será muy complicado volver a verlos, salvo los guiños que depara el azar. 

Así que no sólo se van los pobres. (De hecho, los migrantes mexicanos no son los que viven en pobreza extrema.) También los universitarios de clase media acomodada. Yo siento esas ausencias. Creo que no es bueno perderlos del todo, y también creo que pierde el país. Pero tal vez ellos ganan, y eso es lo más importante. 

Las personas van y vienen. Los jóvenes buscan su lugar en el mundo. Nada nuevo bajo el sol. Así ha sido, y así será.

4 de septiembre de 2025

Nabokov pudo no ser novelista

En una entrevista publicada en la célebre Paris Review, Vladimir Nabokov hizo una declaración sorprendente:

«Entrevistador: Además de escribir novelas, ¿qué es lo que más le gusta o le gustaría hacer?

Nabokov: Oh, cazar mariposas, por supuesto, y estudiarlas. Los placeres y recompensas de la inspiración literaria no son nada ante el éxtasis de descubrir un nuevo órgano bajo el microscopio o una especie no descrita en la ladera de una montaña en Irán o Perú. No es improbable que si no hubiera habido una revolución en Rusia, me habría dedicado por completo a la lepidopterología y nunca hubiera escrito ninguna novela.»

Si reconocemos a Nabokov como el enorme novelista que fue, su radical respuesta de que se pudo haber dedicado a cazar mariposas y que no hubiera escrito ninguna novela trastoca los cimientos del mito de la irrenunciable vocación por las letras, el de los autores entregados contra viento y marea a su oficio (algunos lo llaman carrera literaria), el del sacrificio sin fin para legar al mundo una obra. 

Ahora sabemos que algo bueno aportó la revolución rusa a la literatura, aunque buena parte de la obra de Nabokov la escribiera en inglés y no en ruso, y que podemos levantar las cejas cuando escuchemos a un autor decir que, si no puede escribir, sería mejor precipitarse al fin.

Nabokov dice que si no hubiera escrito sus novelas no lo hubiera lamentado, las mariposas podían ocuparlo, llenar sus horas y darle sentido a su vida. Yo prefiero al Nabokov novelista que al consumado lepidopterólogo (el lamentable Diccionario de la Lengua Española, tan limitado el pobre, por supuesto, no conoce ni reconoce esta ciencia ni a sus científicos), pero basta pensar en esa posibilidad para modificar el panorama de la gran novela del siglo XX. Quitarle peso, incluso existencial, al oficio de escritor, tan prestigiado, sin duda es un ejercicio estimulante.

Lolita no sería mi novela favorita de Nabokov, si tuviera que abogar por alguna, pero esa novela (que tal vez hoy sería rechazada una y otra vez hasta hacerla impublicable, así va el mundo), como cualquier otra de él, bastaría para inscribir su nombre entre los grandes. Pnin, Pálido fuego, Ada o el ardor, Habla, memoria son obras maestras.

No recuerdo a ningún otro autor que tuviera otra profesión o afición capaz de alejarlo de la literatura. Muchos novelistas y poetas han ejercido las más diversas profesiones y oficios para ganarse la vida, pero reservaban para la literatura lo mejor de su talento, su esfuerzo, su pensamiento, su imaginación, su quehacer, sus mejores horas disponibles.

Se puede dejar de escribir y dedicarse a la lectura, a cultivar el jardín o a estudiar mariposas. Será otro proyecto de vida, y uno digno de ser vivido. Que nadie renuncie a la escritura. Es necesario decir la verdad y lo que mueve y motiva desde la imaginación y el corazón, contar la vida, y hacerlo con urgencia. Pero la lección de Nabokov es valiosa. 

Hay vida después de la letra, aunque la sentencia de Julio Cortázar revolotea en mi cabeza y golpea mi pecho: «Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una clara diferencia».

El dilema, entonces, es escribir o no escribir. Y pensar que un príncipe de Dinamarca creía que la disyuntiva era ser o no ser

3 de septiembre de 2025

Cenizas

En Ciudad Juárez, Chihuahua, que alguna vez fue la capital del feminicidio, se suma ahora otra ola macabra de dolor y engaño.

Un crematorio que funcionaba de manera irregular, por no decir ilegalmente, llamado Plenitud, no incineraba los cadáveres que llegaban a sus instalaciones. Algo más que un contratiempo debe de haber sucedido en ese lugar, algo mucho grave que un retraso en la entrega de las cenizas de los cuerpos cremados.

El caso salió a la luz, con el correspondiente escándalo e incredulidad. Al 4 de agosto de 2025 la Fiscalía de Chihuahua había encontrado trescientos ochenta y seis cadáveres enterrados, de los que sólo treinta y tres habían sido plenamente identificados. Para reconocer los cuerpos se emplea un proceso de rehidratación cadavérica, para obtener huellas digitales que serán cotejadas por el Instituto Nacional Electoral con sus registros.

El proceso de identificación podría extenderse muchos meses, dicen las autoridades, en parte debido al deterioro de los cuerpos. Uno de los objetivos de identificar los cadáveres es poder entregarlos a sus familiares. 

Mil setecientas familias denunciaron haber recibido cenizas apócrifas (de cadáveres de otros, ajenos), y aumenta el número de familias que interponen denuncias contra funerarias de la ciudad a las que acusan de haberles entregado cenizas falsas, incluso arena para gatos, cemento o cenizas de animales.

No es fácil imaginar el dolor y la indignación de las familias, en duelo, al descubrir que el cuerpo no fue incinerado, sino mal enterrado en el solar de un crematorio, o que recibieron una urna con arena o cal o polvo de piedras.

Puede ser como una segunda muerte de la misma persona, cuyos restos no aparecen (y quizá no sean reconocidos o no se encuentren nunca) o no acaban de encontrar su lugar de reposo y paz. Debe ser una pena muy honda, alimentada ahora por la rabia del engaño, el fraude y la mentira. 

Los responsables de ese crematorio, de esas prácticas, al parecer tan extendidas, deberían responder por una vileza sin nombre, un acto ruin, miserable y perverso. 

La duda puede ser tan dura como el engaño y la mentira. Dudar de la fidelidad de alguien, de la palabra de alguien más, de los actos de otro puede ser el fin del amor, de la amistad, de la sociedad. Incluso entre hermanos puede sobrevenir el rompimiento si la duda es más que razonable.

¿Qué hacer con esa urna con las supuestas cenizas del abuelo, de la madre, del hermano si de pronto surge la duda sobre lo que contiene?

Algunas personas tienen la urna en un estante del salón, entre fotos familiares y objetos varios; otros la tienen sobre el televisor, y buen día de un pelotazo o en un descuido la urna se cae, se abre y se vuelcan las cenizas de la abuela y no hay más remedio que terminar de recogerlas de la alfombra con la aspiradora.

En la película Meet the Parents (La familia de mi novia), un personaje rompe accidentalmente el jarrón que sirve de urna donde reposan las cenizas de la madre otro personaje, encarnado por Robert de Niro. Las cenizas caen al suelo y el gato se orina en ellas.

Y quizá sea una leyenda, pero al menos alguien imaginó que un tipo tenía las cenizas de su madre en la cocina, y le agregaba una pizca a cada guiso, como un sazonador, con la misma actitud y estilo con que se rocía de albahaca deshidratada una ensalada. Un día las cenizas se acabaron. Ese hombre literalmente se comió los restos de su madre.

Escribe Irene Vallejo en una columna titulada «Lo que sabemos sobre la ignorancia»: 

[...] «los griegos pensaban que lo más sensato era incinerar a los muertos. Heródoto cuenta que cierta vez el rey persa Darío los convocó a su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos, indignados, respondieron que a ningún precio. A continuación, Darío invitó a los indios calatias, cuya venerable tradición consistía en devorar a sus progenitores, y quiso saber por qué suma estarían dispuestos a quemar los restos mortales de sus parientes; ellos rompieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. La costumbre es reina del mundo, concluye el historiador. Quizá lo realmente común sea despreciar otras formas de pensar y vivir convencidos de que la nuestra es la mejor y más cabal.»

En el cristianismo primitivo no se quemaban los cadáveres. Y todavía judíos y musulmanes no practican la incineración, prefieren enterrar los cuerpos. La iglesia Católica Romana después del Concilio Vaticano II, desde 1963, no se opone a la cremación, pero recomienda conservar las cenizas en un lugar sagrado y no en casa. Y ahora fomenta la incineración porque vende columbarios en las parroquias para depositar ahí las urnas cinerarias.

Algunas personas dejan instrucciones precisas sobre lo que deberá hacerse con sus restos. Los que deciden ser cremados, indican que sus cenizas deberán ser enterradas o depositadas en un lugar específico, o que sus cenizas deberán ser esparcidas en el jardín de su casa, en una huerta, en el bosque, el campo, en el mar. 

Creo, siguiendo a los antiguos griegos, que lo más sensato es incinerar los cuerpos, pero está visto que es necesario tomar precauciones o vigilar muy de cerca el proceso. Lo que ha sucedido en el crematorio Plenitud es más que lamentable: les arrebata a las familias la certeza del destino final del cuerpo o las cenizas de un ser querido, lo que equivale a no darle reposo, a dejar abierto el proceso. 

Muchas de las familias afectadas de Ciudad Juárez tal vez no sepan nunca dónde fueron a dar los restos de su familiar fallecido, y ese es otro dolor aunado al de la ausencia. Un agravio, una afrenta que será muy difícil de olvidar. Tal vez no sea posible superarlo. Tal vez sea imposible el olvido.

2 de septiembre de 2025

Socavón

Dice el periódico del 24 de agosto de 2025, en la sección de notas casi sin importancia, que Araceli Zaragoza, de cerca de 60 años, a plena luz, cerca del mediodía, cayó en un socavón mientras caminaba en un sendero de tierra en la avenida Talismán, al norte de Ciudad de México.

Una versión, cercana a las autoridades de la ciudad, dice que la señora Zaragoza no vio el socavón y cayó en él por su distracción (por suerte no dijeron que por su gusto), aunque admite que el agujero no tenía cintas que alertaran al viandante, ni obstáculo alguno que llamara la atención, advirtiera o impidiera el paso. Si es que ya estaba ahí, es imposible no ver un hoyo grande en el camino. Pero está claro que no existía.

Otra versión dice que al paso de la señora Zaragoza se abrió la tierra, se creó un agujero mientras pasaba. Literalmente, el suelo se abrió bajo sus pies. El socavón es muy grande. Mide seis metros de largo, cuatro de ancho y seis de profundidad. 

Cayó seis metros en caída libre. Pudo haber muerto. Supongo que cayó en tierra mojada, lodo. Cuerpos de emergencia y seis bomberos (siempre heroicos, no importa cuándo y dónde se lea esta afirmación) tuvieron que sacarla en camilla, con sogas y poleas. Araceli Zaragoza fue a dar un hospital de traumatología. 

La formación de socavones está directamente relacionada con las lluvias intensas, que acaban por hacer fisuras en las tuberías, entonces se generan fugas de aguas residuales que reblandecen el suelo y termina éste por hundirse. 

En este año, ya se formaron 153 socavones en la ciudad. No sé si esa cifra alcanza para romper un récord mundial. 

Así que a los inconvenientes y peligros de la ciudad, a las ordinarias alcantarillas y registros abiertos, a los baches e inundaciones tradicionales, ahora se suman los socavones.* Caminar por la ciudad y que se abra un hoyo es perfectamente posible. Aquí, la súplica de los desesperados: Trágame tierra puede volverse realidad. 

Para los amantes de los deportes de alto riesgo, esta debe de ser una oportunidad inesperada. Una experiencia que no conocían ni han imaginado. 

Ir por la calle y que se abra el suelo y se trague a una persona debe de tener, luego del asombro, el miedo y aun el pánico, una vertiente metafísica. Algo vinculado con el sino, con la implacable voluntad de los dioses olímpicos o de cualquier otro monte; con el orden cósmico. Debe ser algo así como una revelación, como caerse del caballo y convertirse. 

Estoy convencido de que encierra un mensaje cifrado. Una experiencia de vida extrema y singular. Caer en un socavón seis o diez metros en caída libre y salir de ahí (con ayuda de los bomberos y en camilla, claro) debe ser como renacer. Una estupenda oportunidad para iniciar una nueva vida. 

Por lo menos, se ganaría una fama y celebridad que puede ser muy redituable. Alguien puede atribuirle súper poderes al sobreviviente, alguien más lo encontrará sexy e irresistible. Tal vez a alguno se le ocurra escribir su historia o incorporarla a su curriculum vitae

Pero también podría generar conflictos y adversidades; no faltarán los envidiosos y resentidos. Y es que, después de todo, no cualquiera puede presumir de haber sido tragado por la tierra. Volver, también, por supuesto, debe ser como regresar del Hades. Y conste que no a cualquiera le está permitido tornar de ese lugar.

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*Véase en este blog el apunte "La muerte aguarda en una coladera abierta", del 12 de noviembre del 2022.  

https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=La+muerte+aguarda

17 de agosto de 2025

El cine de Bergman y el profesor Páez

He vuelto a ver Gritos y susurros. La vi de noche, muy tarde, en casa, y fue una experiencia gozosa, plena de admiración y asombro. Repetir una vez más que es una obra de talento es casi decir nada, la maestría absoluta de Ingmar Bergman alcanzó con esta película un punto fijo, muy alto, y no sólo en su cinematografía. No recuerdo las circunstancias ni cuándo la había visto antes, si es que la vi por segunda vez, pero sí recordé, como una epifanía, un regalo extra de esa noche, la primera vez que la vi y cómo conocí el cine de Bergman.

En el último año de la preparatoria, entre insulsos hermanos lasallistas, el profesor de psicología era un costarricense, que por poco se hace cura, algo así, y que llegó a México, supongo, no huyendo de circunstancias familiares, ni políticas, ni personales, sino de sí mismo. Del que hubiera sido si se queda en Costa Rica. (Recordaba su casa, que, al terminar una comida familiar, lejos de gozar de la sobremesa, la madre se disponía a lavar la vajilla y no volvía a la mesa hasta que quedaba seca y reluciente hasta la última cucharilla.)

Rodrigo Páez Montalván debe de haber tenido, entonces, cerca de cuarenta, y estaba terminando su doctorado, tal vez en la Universidad Nacional. Era simpático, conversador, de fácil sonrisa, y escuchaba a sus alumnos, a los que se acercaban a él, con verdadero interés.

Entonces se desvivía por el desenlace del levantamiento popular en Nicaragua que terminaría por derrocar a Anastasio Somoza hijo. Creía en verdad que esa revolución triunfante, sería el inicio de una nueva era, una mejor, para América Latina. En verdad se lo creía.

Le decíamos el Coso, creo, y no sé por qué. Con él aprendí lo que sé de psicología, y nos explicaba con pedagogía impecable las etapas del desarrollo infantil de acuerdo con la teoría de Freud. En la Fase Oral, «la madre carga al niño y el niño se caga y se ríe, y también la madre…» Celebrábamos sus explicaciones a carcajadas. Y su didáctica funcionaba: aprendimos.

Nos pedía que tomáramos los apuntes de su clase en cuadernos muy baratos, de forma italiana, con papel corriente y muy pocas páginas. Y sobre todo, con portadas infantiles. A esos cuadernos les llamábamos «Heidis». Los apuntes eran breves, concisos, y aprehendimos sus conceptos para toda la vida.

Lo recuerdo como un inveterado lector de periódicos, que podía incluso batir a mi padre, que bien podía pasarse horas desgranando cinco o seis diarios, los que tuviera delante. Rodrigo Páez, soltero y solitario, tenía una idea muy clara y fija sobre el paraíso en la tierra: consiste en sentarse a la mesa de un café, beber capuchinos y comer varias piezas de pan dulce mientras se lee un periódico tras otro hasta que se acaban los muchos diarios o las horas del día.

Unos años después recuerdo que con dos compañeros de la preparatoria lo visité en su casa. Era el mismo y otro. Se había doctorado, seguía solo y soltero, y su decepción por el rumbo político que tomaba Nicaragua le era evidente y doloroso.

Todo esto vuelve a mí como de ultratumba, hechos y escenas sin importancia aparente de hace muchos años. Pero hay algo que le debo a Rodrigo Páez, más que sus lecciones y su amistad.

La tarea de psicología consistía en ir, los domingos en la tarde, a ver películas de Ingmar Bergman, al que consideraba, sin duda alguna, el mejor cineasta del mundo. Podías no saber en qué consistía la etapa oral, o la anal o la fálica, vale, pero si querías aprobar psicología no podías dejar de ver El séptimo sello o Escenas de un matrimonio.   

Rodrigo Páez nos enseñó el poderoso encanto de la belleza del gran cine, y un poco, también, a apreciarlo. Ir a aquel cineclub de Copilco, los domingos en la tarde, se convirtió por algunas semanas o meses en lo mejor del curso y del año escolar.

Allí vi Gritos y susurros por primera vez, y de sus asombrosas escenas, del dolor y conflictos de las protagonistas, de los ojos cerúleos de Liv Ullmann,* volvió la otra noche el recuerdo del encuentro con el cine de Bergman, y surgió el recuerdo imborrable y agradecido de Rodrigo Páez.

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* Véase en este blog, Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido, la entrada «La historia de Liv Ullmann», del 6 de abril de 2014:  https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=La+historia+de+Liv+Ullmann

14 de julio de 2025

Divorciarse del marido perfecto

Kaká fue un futbolista brasileño, un crack, considerado uno de los mejores jugadores del mundo hace unos veinte años, hacia el 2005. Estrella de éxito internacional, también es recordado por su acendrada religiosidad (en una iglesia evangélica) y por el inesperado y mediático divorcio de su primera mujer.

La historia es muy conocida. Caroline Celico, empresaria, cantante y exmodelo brasileña, decidió dejar a su marido luego de diez años de matrimonio. Tuvieron dos hijos. Tenían casi todo, y sus vidas podrían ser el sueño de millones: eran jóvenes, famosos, ricos, guapos, sanos y no pesaba sobre ellos ninguna sombra ni los perseguía un pasado siniestro, ni ninguna otra calamidad, de esas que exacerban los melodramas. 

Las razones del divorcio siguen siendo comidilla de tertulias y fuente de agudos análisis de psicólogos, feministas y consejeros matrimoniales. Caroline declaró: «Lo dejé porque era demasiado perfecto.»

Aquí no había violencia, problemas insalvables, ausencias, desatención, desamor, ni mentiras y adulterios. Simplemente ella no soportaba que su marido fuera casi perfecto. Es decir, no tenía queja, salvo que no era feliz con él.

Kaká dijo: «Hice todo lo posible para salvar mi matrimonio, pero hay algo que aprendí: no puedes obligar a alguien a quedarse contigo si ya decidió irse.» Cuando Caroline le dijo que ya no quería seguir casada, él se propuso luchar, demostrarle que podían seguir adelante. Incluso se leyó un libro de autoayuda que proponía un reto de 40 días para reconquistar a su pareja. 

«Lo hice dos veces. Regalos, cartas, sorpresas inesperadas… pero al final, ella solo repetía: "No quiero más". ¿Qué haces cuando la otra persona ya no quiere continuar? Luché hasta el final, hasta que entendí algo clave: el amor no se puede forzar.» Tal vez era el marido perfecto, pero no para su mujer; él no fue el hombre que ella quería.


Circula en las redes sociales el video de una chica que reconoce el error de haber cortado a su novio al que hoy califica como «perfecto.» Esa perfección se hizo evidente luego del rompimiento y salir con otros chicos, entre los que encontró de todo, pero ninguno con los atributos y cualidades de aquel novio perdido.

En una entrevista reciente con un diario, la cantante Natalia, española, que tiene cerca de cuarenta años en este mundo, dijo que cuenta con una rica experiencia en relaciones sentimentales, que casi siempre ha vivido en pareja y que lo lamenta: 

«Me arrepiento muchísimo de no haber disfrutado de la soltería en mi juventud. Cuando estoy con mis bailarinas y hablan de sus novios, yo les digo: "No, por favor, no estéis tantos años con una pareja." Pierdes muchas cosas, al final te adaptas a esa persona, y yo sí que me arrepiento de haber estado tantísimos años en pareja, sobre todo en esa época de experimentar.»

Alguien me habló del gran inconveniente, casi una paradoja, de encontrar el amor. Mientras dura y se vive el amor, no hay manera de seguir experimentando para gozar del amor con otras personas. (Hay parejas abiertas, sí, y otras organizaciones en grupo, que merecerían un apunte.) Es posible rechazar o matar el amor para emprender la excitante aventura de buscar el amor para vivir al fin el gran amor. 

Idealizarlo ha tenido muy graves consecuencias, pero se ha derrumbado de tal manera que no es del todo una exageración decir que estamos en el inicio del fin de la era del amor romántico. Los sociólogos y filósofos del futuro podrán entretenerse con esa mutación en el concepto del amor, sus usos, gestos y costumbres, tal como perviven en el horizonte de nuestro tiempo.  

El amor romántico ha generado una educación emocional y sentimental, y las novelas románticas, el cine y las telenovelas han sido vehículos de una idea falsa del amor. El auge del feminismo contribuye a derrumbar el cuento de hadas del príncipe azul y la princesa rosa, del amor único y eterno, la búsqueda y la recompensa del verdadero amor. 

Zygmunt Bauman publicaba su libro El amor líquido en el 2003, cerca de la fecha en que Kaká y Caroline se casaron. A las parejas las mantenía unidas el amor, el compromiso, y muy diversos mecanismos e instituciones sociales, desde la familia, el entorno laboral, las iglesias y el Estado. 

El matrimonio (que no significa amor) era sólido. Ahora es líquido, y las relaciones también, y el concepto del amor, que parecía tan estable, está sometido a una mirada cada vez más crítica que lo devalúa y socava. 

Seguimos en su búsqueda, pero el amor se ablanda y deshace entre los dedos. (La metáfora de Bauman es perfecta.) Huimos del amor persiguiendo el amor. Dejar al mejor de los novios posibles está bien y es normal; incluso, sin motivo aparente (aunque la insatisfacción sea profunda) divorciarse de un hombre que, según la demandante, es el marido perfecto.

2 de julio de 2025

La autoficción de Annie Ernaux

Annie Ernaux ha escrito en uno de sus libros que el hecho de haber vivido algo otorga el derecho de poder escribir sobre ello. En realidad, un novelista no necesita acogerse a ningún derecho para escribir sobre lo que quiera (o pueda), tal vez ese derecho no sea tal, sino la certeza de escribir, desde la experiencia, con conocimiento de causa.

Así, la autora francesa ha escrito libros sobre las tensas relaciones entre sus padres, la enfermedad y muerte de la madre, un aborto clandestino, el cáncer de mama, su relación amorosa con un hombre treinta años menor que ella, entre otros sucesos y momentos claves de su vida.

Un comentario sobre su literatura, a partir de que le fuera concedido el Nobel de literatura en 2022, dice que «Annie Ernaux's work suggests that the distinction between fiction and nonfiction matters less than how literature interprets memory».* 

La opinión es muy interesante: si algo sucedió o no es un hecho real (histórico) no importa para la literatura ni significa nada para la calidad del hecho literario. Una historia por haber sido real no es buena por sí misma. Con buenas historias no se hacen buenas novelas, ni buenos relatos; serán buenos porque están bien contados, bien escritos. Lo mismo vale para el cine, donde el reclamo publicitario promete emoción o diversión o gran cine porque la historia sucedió en la vida real.

(Enrique Vila-Matas lo dice así: «¿Una no-ficción sobre lo sucedido? Pero si cualquier versión de una historia real es siempre una forma de ficción. Desde el momento en que se ordena el mundo con palabras, se modifica la naturaleza del mundo.»

Y Gueirgui Gospodínov dice: «Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se reviste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como de la ficción.»)

Los hechos, los sucesos, las historias para ser literatura han de convertirse en palabras. Y entonces son palabras y nada más. 

Escribir novelas o ficción a partir de la propia vida se llama autoficción, y parece que le debemos la palabra a Serge Doubrovsky. La autoficción tiene críticos y adversarios, pero también entusiastas lectores y autores que la cultivan con soltura y constancia, como Annie Ernaux. 

Pero, ¿es posible escribir desde la nada? Tal vez el texto más libre y fantástico, el menos vinculado a la aventura de vivir en el mundo, tenga un origen en la experiencia, propia o ajena. Recordar e imaginar son dos acciones unidas como vasos comunicantes (y lo imaginado suele ser muy pobre); y la cultura, los libros leídos, las películas vistas, los museos recorridos, la música escuchada, las ciudades visitadas, ¿no son también parte esencial de la experiencia de vida?

Annie Ernaux ha hecho de su vida la fuente de su literatura, pero narra con un desapego, una distancia, una honestidad y recreada naturalidad que sostienen el relato más allá del interés o relevancia del argumento. En sus libros, tan breves, no suele haber suspense ni digresiones, ni se demora en descripciones. 

Mira el mundo y se mira a sí misma, y puede narrar hechos casi ordinarios como no se han contado. Con su parquedad, en su brevedad, estimula al lector y sólo le interesa contar lo esencial de su mirada. No sé si algo esté de más y sobre en el relato, pero habrá opiniones que sostengan que falta mucho, que se pudo haber demorado en las circunstancias de lo narrado.

Pura pasión (Tusquets) sólo puede considerarse una novela si extendemos a límites temerarios el concepto de novela. No es una novela, es una pieza de escritura. Es una historia ensimismada, cerrada. Parca. No hay una trama. El relato no avanza, no hay nudo ni conflicto, no hay desenlace, no hay un final...

Esta es la historia de los amores de la narradora (suponemos que la misma Annie Ernaux) con un hombre extranjero. Sólo sabemos que viene de un país del otro lado de la Cortina de Hierro; sí, aún no había caído el comunismo en Europa del Este y la Unión Soviética.

El hombre no tiene nombre en el relato, y siempre, a fin de cuentas, es un extraño, pero sabemos que le gustan los coches de alta gama y los trajes de lujo, que bebe whisky en exceso, está casado, tiene un lejano parecido a Alain Delon y le habla de su vida familiar a su amante. De ella sabemos que es una profesora francesa, de cuarenta y tantos años, de buena posición, que tiene hijos mayores. Y que está enferma de amor.

Con estos elementos, Ernaux levanta un libro de prosa sentida, honesta, en el que vibra la ilusión de una mujer que se desvive por el hombre que ama. El deseo y el desasosiego del amor permean las páginas. Este es el relato de una mujer enamorada; ergo, un libro rotundamente femenino. 

Brilla nítida la ilusión con la que espera, angustiada, la llamada de su amante. Y esa llamada puede ser el gran acontecimiento del día, y también su sombra negra, la gran ausencia. Ordena su vida alrededor de las visitas de él: compra el vino y la cena que le ofrecerá, pone a raya incluso a sus hijos que no podrán visitarla mientras él esté en casa. Y ella se prepara, se viste, se maquilla, se perfuma, se peina para él. 

Ahí están, como algo esencial, esos detalles que los hombres con frecuencia no advertimos, que no apreciamos y que casi nunca nos importan: si los zapatos son altos o bajos, si la blusa es nueva o la misma que ella usó el día que se conocieron, si la chaqueta es de tal color, si combina o no con los aretes o el collar o el accesorio que lleva en el pelo.

El relato consiste en la emoción de ella de ir por el mundo pensando en su amante; de su gesto, dulce y doloroso, ante el escaparate de una tienda de lencería. Y si va de viaje a Florencia no hablará con nadie, y no dejará de pensar en él mientras mira y se satura de arte; y reflexionará casi con resignación, sin dejar de pensar en el cuerpo que ama, ante el David, en que fue Miguel Ángel, un hombre, el que fijo el modelo con el que se celebra la belleza del cuerpo masculino. 

Si los detalles siempre son relevantes, y con frecuencia esenciales en la literatura, parece que son las columnas sobre las que se levanta la arquitectura verbal de este texto. El tema es la emoción de ella, el pensar a futuro lo que sucederá en el próximo encuentro, en recordar lo que sucedió en el anterior. Todo es recuerdo y suposición y deseo.

Annie Ernaux ha dado una clave de su escritura. Dice que al escribir no busca que su texto sea bonito, que no busca frases bellas, lo que busca es la frase justa. Pura pasión no cuenta una historia de amor. Es el relato de los ritos y ceremonias, de los pensamientos y acciones alrededor del amor, del encuentro amoroso. Este es, en sus escasas páginas, la crónica, desde su experiencia, de la ilusión del amor. 

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*El trabajo de Annie Ernaux sugiere que importa menos la distinción entre ficción y no ficción que cómo la literatura interpreta los recuerdos.

Desconozco el nombre del autor del artículo original en inglés y dónde fue publicado. 

23 de junio de 2025

Gustavo Pérez, el ceramista

Gustavo Pérez vuelve a ser noticia. Presentará una exposición este verano en el Seminario de Cultura Mexicana en Ciudad de México, y en octubre diez piezas suyas estarán presentes en la reinauguración de la Fundación Cartier, en el Palais Royal, en París. En Francia, en particular, donde hizo una residencia artística, lo consideran un artista mayor. Y eso es. 

En una entrevista dice, con absoluta serenidad y certeza, que la cerámica es una expresión artística, un medio para hacer arte. Fin de la discusión. Ha superado la polémica sobre si la cerámica es artesanía o un arte menor; en cualquier caso, lo que hace Gustavo Pérez está lejos de la cerámica ordinaria. 

Su trabajo consiste en una investigación (a ver a dónde va esta pieza) y un juego, pero cada vez más libre, es el juego el que se impone. No puede hablar sobre su trabajo porque no nada sabe. Lo hace para saber, para encontrar y descubrir, si hubiera otras maneras de concretar eso que busca, no lo haría. 

Su arte pasa por sus manos, sus dedos, ahí maduran sus pensamientos y emociones. El artista se limita a crear las piezas con su maestría, del resto se encarga el horno: es el fuego el que culmina la obra. Entonces, el trabajo del ceramista es similar al del panadero. Las diferencias enormes y obvias: las piezas del ceramista no se comen, pero arrebatan otros sentidos para siempre. 

No sé si Gustavo Pérez es feliz o si ha encontrado lo que buscaba en la vida, pero sé que ha descubierto todos los secretos del barro y la alfarería, y ha encontrado su sitio en la Tierra. 

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Véase en este blog, Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido, El ceramista, apunte del 21 de diciembre de 2011.
https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=El+ceramista

20 de junio de 2025

Coincidencias I

Las coincidencias son inquietantes, quizá por inexplicables. Es inevitable pensar que son hechos y mensajes cifrados que no podemos revelar. 

Hay una frase atribuida a Paul Eluard, aunque al parecer no se encuentra en la obra del poeta: Il n'y a pas de hasards, il n'y a que des rendez-vous.* Y su autoría es tan sospechosa que la he visto endosada al menos a otros tres autores (Borges es uno de ellos).

La casualidad no emerge sin el azar, pero Borges nos recuerda que no hay azar: «lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» A Juan García Ponce, que no creía en nada, le encantaban las coincidencias. Creía en ellas, le parecían algo revelador y verdadero.

Julian Barnes detesta las casualidades, lo deja muy claro en El loro de Flaubert. Milan Kundera las incorpora a sus novelas y teoriza y ensaya sobre ellas. Escribe en La insoportable levedad del ser: «Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla.». Un capítulo de La inmortalidad se llama "La casualidad". La casualidad rompe con la monotonía del ser.

Pero tal vez sea Paul Auster el que más lejos ha llevado el juego literario que ofrecen las coincidencias. Podría decirse que en ellas se sostienen algunos de sus libros, y que uno de ellos, El cuaderno rojo, es una suma de coincidencias. 

Sófocles en Edipo rey nos muestra unas coincidencias terribles, razones de la tragedia de su protagonista (en la cultura clásica a la revelación del significado de esos hechos se le suele llamar anagnórisis). 

Las coincidencias pueden suplir las causas, incluso las últimas. No es un despropósito pensar que el origen fue casual. Las coincidencias, las hay profundas y trascendentes,  tienen otro plano, una razón oculta, un motivo latente que no siempre desentrañamos. Pensar que sólo son asombrosas es renunciar al significado profundo de un encuentro. Por inesperadas, las coincidencias son juegos del azar y el destino. 

Carl Gustav Jung, asombrado, desarrolló el concepto de sincronicidad, al que le dedicó un libro: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. El principio habla de la simultaneidad de dos sucesos muy vinculados, con mucho en común, incluso idénticos, con sentido, pero que no tienen una conexión causal. Uno no se explica por el otro, lo que rompe la causa efecto de dos hechos vinculados. Sin embargo, ambos hechos juntos son algo más, y su relación entraña un significado, que no siempre podemos comprender.

Solemos creer que todo tiene una respuesta, pero a veces no es posible encontrar el vínculo. ¿Cómo explicar las coincidencias? ¿Cómo comprender las sincronicidades?

La mañana del sábado 27 de diciembre de 2003 fui a una librería muy grande, en avenida Ticomán, al norte de Ciudad de México. Era una librería sucia, mal atendida, cuyo fondo no me interesaba salvo una mínima parte. Ahí compré muchos cuadernos tamaño carta, bien empastados y cosidos, color vino, de papel en el que se podía escribir con una estilográfica.

El apunte del día en uno de esos cuadernos de escritura, una especie de diarios, por decirlo con indulgencia, dice que fui a la librería a comprar un manual (no recuerdo a qué se refiere la nota.) Cerca de la entrada, al pie de una columna, había en el suelo ejemplares de Crónica de la intervención, en una edición en dos tomos de la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta de 1992. 

Cada uno de los varios rimeros de libros alcanzaba el medio metro de altura. Un cartel a mano anunciaba la oferta: diez pesos (poco más del precio de un litro de gasolina) por ejemplar. La novela, en dos tomos, costaba veinte pesos. 

Me sentí indignado. Juan García Ponce había sido, con Salvador Elizondo, uno de los héroes literarios de mi adolescencia.

(Asistí a una conferencia, en el Colegio Nacional, en la que estuvieron ambos; García Ponce ya estaba muy enfermo, postrado en una silla de ruedas, sin poder hablar. Y dos amigos míos, en dos momentos de la vida —otra coincidencia—, Graciela y José Antonio, habían sido secretarios de García Ponce, que mecanografiaron, en su máquina de escribir mecánica, las obras que éste les dictaba. Pilar, buena amiga y filóloga española no se cansa de decirme: «Las mujeres no somos como los personajes femeninos de García Ponce. No somos así.»).

No recuerdo si compré un manual o cuadernos, o ambas cosas. Pero al salir sentí la necesidad urgente e irrenunciable de redimir esos libros a saldo, de librarlos de la afrenta de ponerlos en el suelo y rematarlos de cualquier manera. 

Compré cuanto pude. Me fui con dos bolsas, tal vez con diez juegos de los dos enormes tomos de Crónica de la intervención (es decir, veinte volúmenes). Volví a casa y dejé los libros en el coche, iría por el mundo regalando la novela de Juan García Ponce a quien la aceptara. 

Unas horas después me enteré, estupefacto, que ese mismo día había muerto Juan García Ponce. La muerte de un escritor leído y querido es un desgarramiento. Duele como la partida de un ser muy querido. Yo había leído a conciencia y admirado a García Ponce. Y estaba además el peso de la sincronicidad de haber comprado muchos ejemplares el día que murió, la escandalosa casualidad y el misterio oculto de su significado. 

Seguí en la prensa durante varios días las necrológicas y notas sobre su muerte. En una de ellas, encontré una cita, una declaración de García Ponce que doy por buena. La copié en mi cuaderno y aquí la transcribo: 

«Los imbéciles dicen que las coincidencias no existen o no tienen importancia. Yo sólo creo, a falta de Dios, en la literatura y en las coincidencias.»

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* https://citationsverifiees.fr/repertoire-des-auteurs/e/eluard-paul/il-n-y-a-pas-de-hasards/ 

Sobre las citas gratuitas falsas e irresponsables, a las que cualquier persona las atribuye a casi cualquier personaje, ver en este blog: "Si ladran los perros o citar en falso", apunte del 26 de agosto de 2015: https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=cabalgamos

11 de junio de 2025

Perfume de mujer

He visto, una tras otra, como en una función doble, las dos películas llamadas Perfume de mujer. La original, la italiana, Profumo di donna, de Dino Risi, basada en la novela Il buio e il miele (La oscuridad y la miel) de Giovanni Arpino, es de 1974; la estadounidense, Scent of a Woman, de Martin Brest, es de 1992. Ésta versión parte de la original de Risi y, por tanto, de la novela de Arpino. 

Ambas tienen como protagonista a un militar retirado, ciego (él mismo provocó el accidente que le arrancó la vista), gruñón y cascarrabias; alcoholizado y profundamente amargado, que pasará por su infierno para encontrar una salida al encierro en sí mismo y su desgracia en la que quedó atrapado. 

Tiene un embeleso que le da vida y lo redime: su fascinación por las mujeres, y ha desarrollado el olfato para reconocer a una mujer hermosa a su alrededor. Su capacidad para percibir ese perfume de mujer y la urgente necesidad de la compañía femenina (aunque sea pagada) es más coherente y acompaña al personaje hasta el fin en la película italiana; en la estadounidense, una segunda trama se torna protagónica, aunque tiene una escena de antología.

(Ese refinamiento del sentido del olfato que permite al poseedor de ese don identificar y reconocer que se está ante una mujer hermosa, o simplemente, que acaba de pasar una mujer, es el atributo más refinado y distinguido del personaje, su primera característica, que, además, lo hermana con Don Giovanni, el protagonista de la ópera de ese nombre de Mozart y Da Ponte.)

Luego de ese personaje central, protagonizado por Al Pacino y Vittorio Gassman, tenemos a un joven acompañante, su lazarillo, su escudero; Alessandro Momo, muerto prematuramente, como un joven militar asignado para acompañar al oficial ciego en la primera versión, y en la segunda versión Chris O'Donnell hace el papel de un estudiante que se contrata un fin de semana para acompañar al oficial por unos dólares y poder volver a casa.

En la versión estadounidense el oficial y el estudiante entablan una relación mucho más intensa, se genera un diálogo, y un afecto de ida y vuelta que se manifiesta en una sincera voluntad de ayudarse mutuamente. En la versión italiana el joven soldado está de servicio, y detesta al oficial.

Las películas narran dos viajes, con fines muy distintos, uno de Turín a Nápoles, otro a Nueva York. En ambos casos, el oficial, que tiene una pistola y se siente atraído por el vértigo de la atracción del suicidio, visitará a una prostituta.   

Después, cada película toma su camino. El argumento y la trama se bifurcan, se hacen dos, y acaban por ser dos películas muy distintas con un comienzo en común. La italiana se vuelve más italiana, más fiel a su cinematografía y al ethos italiano. Es menos acabada en sus detalles, menos lograda, más misteriosa y sobre todo melodramática, con un final casi imposible, un modelo del género.

El amor impertérrito, imbatible, inagotable, insuperable de la bellísima a la italiana Agostina Belli en el papel de Sara, le dará sentido a la vida del oficial. La otra versión, no tiene una mujer enamorada y fiel hasta la muerte del protagonista, pero aparece Donna (mujer en italiano), papel que Gabrielle Anwar, un ángel de belleza clásica según el canon del cine estadounidense, que baila un tango con Al Pacino en una escena en verdad memorable. 

Ese baile del ciego con el ángel debe ser una de las grandes escenas de la cinematografía de Hollywood, una en verdad deliciosa. La película es la ejecución perfecta del tango «Por una cabeza», que tal vez justifica el Oscar a Pacino. 

Pero hay que gozar o padecer (todo por el mismo precio) la muy inverosímil escena del Ferrari conducido por las calles de Nueva York por el ciego. Hollywood es eso, y sabe ser fiel a sí mismo. Es decir, la película es más estadounidense, y culmina con la grandilocuencia de la escena del auditorio en una suerte de juicio sumario. 

La película italiana tiende a la gravedad, al pacto suicida, a negarse a vivir el amor porque ya no hay tiempo ni facultades, y a la persistencia de la vida que late en esa distancia y negación. 

La película estadounidense es mucho más lograda, el guión más cuidado y coherente; también tiene mucho más recursos y presupuesto, y su ejecución es impecable. Sus fines son claros: tiende al entretenimiento, al gesto del héroe, al hombre que cumple su misión para salvar la justicia y el bien. 

Mirar las dos películas una tras, sin demasiadas pretensiones, es un ejercicio interesante. El contraste es notable. Las diferencias, enormes. Las películas son buenos ejemplos de dos cinematografías poderosas que revelan, desde un punto de partida en común, dos maneras de hacer cine, de habitar el mundo y sentir la vida.

El gris del asfalto o el morado de las jacarandas

Escribir el primer libro es un acto de resistencia. La perseverancia, la voluntad de seguir y contar una historia son tan relevantes como la historia misma y el talento. En realidad, siempre es así, pero en el caso de la primera gran aventura literaria todo es incertidumbre y aprendizaje; se avanza a ciegas. Se aprende a escribir mientras se escribe, y cada libro exige su aprendizaje.

Todavía no hablamos de talento, de la alquimia para dotar a las palabras escritas de la magia del encanto y el don de la belleza, del arte de narrar y hacerlo como no se había hecho. Esto lo juzgará cada lector, en cada momento, cada vez que abre el libro y se adentra en sus páginas. Por lo pronto, considero mi obligación advertir al lector escéptico y distraído que en El guardián de las mentiras, esta primera salida de Ariela Schmidt, hay más sorpresas y aciertos novelescos de los que se suele encontrar en una ópera prima.  

La asertividad con la que Ariela escribía su novela, la seguridad con la que avanzaba, me dicen que sabía con lucidez y claridad lo que quería, y sobre todo que pensó y planeó a conciencia su libro, los personajes, la trama, y que lo hizo por mucho tiempo. No estamos frente a una autora accidental o que escribe iluminada por el hechizo de las musas, sino impulsada por el trabajo arduo y el esfuerzo contra viento y marea.

Es probable que todos llevemos un libro en el pecho, que todos tengamos una historia que contar, y más aún, una novela. Puede ser un juego de imaginación, o las vicisitudes de una bisabuela o la saga familiar en una casa de locos de remate. Pero no todo el mundo tiene las agallas de sentarse a lidiar con sus fantasmas y sus sueños y sentarse a escribir ese libro anhelado. Esas historias no escritas son perfectas cuando las imaginamos, pero dejan con mucha frecuencia dejan de serlo cuando se niegan a ser escritas como las imaginamos y pierden brillo y fuerza fijas en palabras en el papel. Por ello encontrar que alguien ha llegado a la meta es motivo de regocijo y satisfacción.

Todos tenemos un libro que escribir, y el tema no importa, lo que cuenta es la escritura, la manera de fijar una historia. Sí, todavía es posible escribir otra novela de amor si el autor sabe encontrar el perfil de sus personajes, el ambiente en el que se desenvuelven, el lenguaje que les da vida, la forma de la trama que la impulsa. A todo esto, podríamos llamarlo sabiduría novelesca, o el arte de escribir novelas.

Ariela ha escrito una novela corta donde nos muestra su incipiente sabiduría novelesca, su capacidad de escribir una historia que al final nos deja hambrientos de palabras y con más dudas que certezas (esto es deseable, y un elogio). Y de eso se trata la buena literatura: de movernos y conmovernos, de hacernos sentir y pensar, y dejarnos maltrechos por un tiempo, un tiempo que a veces se extiende por toda la vida. Franz Kafka dice en una carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak: «creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo?»

Todos llevamos al menos una novela en el pecho. Tal vez (salvo esas excepciones que asombran, Rulfo, por ejemplo) se empieza a ser novelista con la segunda novela. Una meta que ya no está al alcance de cualquiera, salvo de los que han hecho del talento un aliado de su sabiduría novelesca para contar historias.

El guardián de las mentiras es la historia de Caro, Carolina, una mujer mexicana, joven y guapa, audaz y sexy, inteligente y libre, casada con Andrés y madre de dos hijos que no conoce límites y necesita arriesgarlo todo para sentirse plena y viva. Aburrida de su vida, de su empleo, de su matrimonio, de su marido (tal vez de Carlos, su hijo; pero no de Ela, su hija), se muestra adúltera, complicada, lúcida, radical, locuaz: desquiciada: fuera de quicio. A Caro podría definirla una palabra: transgresión. Sin romper barreras, su vida no tiene sentido.

Es esta una historia de amor, tal vez, siempre y cuando sea adúltero y clandestino, siempre en fuga:  Me da miedo que un día te tome la mano y mi corazón siga latiendo con normalidad, le dice a Kanan, su amante. Kanan es un misterio, no sólo para el lector, también para Carolina, lo que está claro que es el señor de la mentira. Y la mentira es uno de los temas que atraviesan la novela. Y sus razones y sus consecuencias, por supuesto.

Kanan es un santón, un misionero, un predicador, un actor, un fanfarrón, un impostor. Tal vez una ilusión y un gran misterio. Caro, no se engaña, se dice a sí misma: Sí, Kanan es un mentiroso y por eso lo amo. Sus mentiras llenan mi vida de posibilidades. Sus historias me convencen de que nada es real y que al mismo tiempo todo lo es.

Los cuatro primeros personajes (Caro y Andrés, Kanan y Karla, la amiga) tienen perfiles tan claros y definidos, aun en sus contradicciones, que nos muestran en un espejo novelesco que estamos muy lejos de ser ese modelo de coherencia y cordura que queremos ver cada mañana frente al espejo del baño.

Es esta una novela de contrastes. Sobre Santa Fe, donde vive, dice Caro:  es un basurero convertido en oro, y en esos viajes, sí esta también es una novela de viajes, mostrará la miseria de los heredados, la pobreza extrema, comunidades de casas sin agua ni drenaje, sin techo. Las voces y los personajes nos dan cuenta del registro popular, del pensamiento mágico y la profunda ignorancia frente al discurso culto y racional. Aparece el lenguaje impúdico, escatológico. Los contrastes revelan, en su oposición, una visión lúcida y descorazonadora del país.

La vida familiar, la crianza de los hijos, la escuela de los niños, el muy temprano tedio conyugal, un amor breve e intenso, desquiciante en su irrealidad, nos incomodan y nos mueven. Y advierto desde aquí que esta novela es inverosímil, imposible, fuera de las coordenadas de lo que sucede en este mundo, pero no por ello menos real y menos humano que tantas historias apegadas a lo ordinario, común y cotidiano. Desde la ironía, el sarcasmo y la crítica ácida, recursos que Ariela maneja con extrema eficacia, así como varias técnicas literarias, como puntos de vista contrastantes, diversos narradores y otras herramientas técnicas, la novela se erige como un edificio novelesco sólido y relevante en su estructura nada común. El estilo es directo, cortado, afilado, rudo, de una prosa áspera, que no muestra piedad ni delicadezas. No hay descripciones, ni metáforas ni comparaciones y ensoñaciones ni embelesos. Esta escritura es fría y directa, y yo lo agradezco.

Caro es un personaje de una fuerza extraordinaria. Lúcida y honesta en su cinismo, sabe lo que no quiere en la vida, y huir de ello pareciera su misión, su razón de ser. Dice, sin engaños: Una puede concentrarse en el gris del asfalto o el morado de las jacarandas, es cuestión de perspectiva. Tal vez lo difícil para ella es saber lo que quiere, porque está dispuesta a dinamitarlo todo.

El personaje de Karla merece una mención aparte. Este personaje que va de amiga imaginaria o perfecto embuste a la encarnación del mensajero de Kanan, le da la vuelta a la novela, y nos muestra la ficción dentro de la ficción. La escena en la que irrumpe en el departamento de Carolina y Andrés es de antología.  

Me pregunto su Ariela ha imaginado a una mujer de hoy o un ser imposible; me inclino a pensar en la primera opción. En las películas y los cuentos podemos hacer todo lo que no podemos hacer en la vida real. La rebeldía de Carolina es uno de los signos de la novela, y la fuerza destructora que arrasa lo que aparece a su paso.

En una novela, género abierto y sin reglas, pareciera que debe caber todo. Aquí cabe el amor y el desamor, la vida y la muerte, los hijos y el sentido de la vida, la familia y la sociedad, la riqueza y la miseria, la aventura, el viaje, la búsqueda y, quizá, en el fondo, una luz que muestra tenuemente el camino. Es decir, en El guardián de las mentiras se encuentra lo que esperamos de las novelas. Tal vez porque es un texto que genera más preguntas que respuestas, y ese es un motivo para celebrarlo. ▪

31 de mayo de 2025

Alimento sólido para mascotas

Llamamos croquetas al alimento industrial, sólido, para mascotas, principalmente para perros y gatos. La croqueta, en realidad, es una delicia de sartén, aovada, crujiente, dorada y frita. Y las de jamón serrano, bien hechas, son un regalo de los dioses a la humanidad (en realidad, son de origen francés). 

Así que todo mal desde el principio. Llamarle croqueta a esa cosa dura y seca para las mascotas, es un atentado, una ofensa, para las mascotas, las croquetas y los paladares educados.  

Los ingenieros en alimentos, los fabricantes, la industria, y no pocos veterinarios y opinadores varios han difundido a los cuatro vientos que lo mejor que puedes hacer por un perro es darle croquetas. La lista de beneficios para las mascotas es larga, dicen: les limpian los dientes, balancean su nutrición, mejoran su digestión, las heces son más sólidas y fáciles de manipular, etc. 

Este alimento balanceado completo (existen fórmulas específicas para cachorros, perros adultos, perros enfermos y ancianos) ofrece ventajas, sin duda: comida equilibrada con proteínas, vitaminas y minerales. Pueden contener, además, antioxidantes y ácidos grasos. 

Digamos, aunque hay detractores con argumentos en contra de ofrecerlos como única dieta, que es un producto que satisface todas las necesidades de nutrición de las mascotas. Además, sólo hay que servirlos. No hay que prepararlos ni cocinarlos. 

Es muy común que una dieta casera, dicen, esté mal balanceada. Hace muchos años, pero no tantos que superen los de media vida humana, los perros domésticos comían sobras. En una olla que solía oler bastante mal, había lugar para restos de sopa, arroz, guisos varios, trozos de cualquier carne, tortillas...

A la comida casera, cualquiera que sea, hay que prepararla, guisarla, refrigerarla; invertir tiempo y esfuerzo. 

Los entusiastas del alimento sólido balanceado dicen que las dietas caseras pueden generar alergias o enfermedades crónicas y mascotas obesas. Y parece que darles carne cruda implica riesgos muy graves, enfermedades como la salmonelosis. 

En otros tiempos, la visita a la carnicería implicaba llevar un buen trozo de retazo con hueso para el perro, y ahora los veterinarios se escandalizan de esa práctica. Darle un hueso a un perro pronto será, al parecer, un crimen.

(Hace poco se registró un crimen, un homicidio, de un matrimonio propietario de una perrita que llegó a la mesa de un veterinario con un hueso de pollo atorado en el esófago. El caso exigía cirugía, que no se realizó porque no fue autorizada. La perrita murió, el veterinario también, a manos de esa pareja que lo culpó de negligencia.)

Me gustaría poder preguntarles a los perros qué dieta preferirían comer: alimentos frescos y variados, con carne (los perros son carnívoros) o ese alimento sólido y balanceado y nada barato todos los días de su vida. 

Alguien decidió, con enorme éxito, que los perros (y con ellos los gatos) sólo deberían comer eso que llaman croquetas. Y parece que se salió con la suya. Esa dieta podría ser la mejor opción, o un enorme equívoco que no excluye una dosis involuntaria de crueldad. 

Aunque alimentarse de lo mismo siempre ha sido mucho más común de lo que pensamos. El hombre asiático ha comido comer arroz todos los días, como el hombre mesoamericano (hombre de maíz) puede comer frijoles y maíz (tortillas) cada día de su vida.