11 de junio de 2025

El gris del asfalto o el morado de las jacarandas

Escribir el primer libro es un acto de resistencia. La perseverancia, la voluntad de seguir y contar una historia son tan relevantes como la historia misma y el talento. En realidad, siempre es así, pero en el caso de la primera gran aventura literaria todo es incertidumbre y aprendizaje; se avanza a ciegas. Se aprende a escribir mientras se escribe, y cada libro exige su aprendizaje.

Todavía no hablamos de talento, de la alquimia para dotar a las palabras escritas de la magia del encanto y el don de la belleza, del arte de narrar y hacerlo como no se había hecho. Esto lo juzgará cada lector, en cada momento, cada vez que abre el libro y se adentra en sus páginas. Por lo pronto, considero mi obligación advertir al lector escéptico y distraído que en El guardián de las mentiras, esta primera salida de Ariela Schmidt, hay más sorpresas y aciertos novelescos de los que se suele encontrar en una ópera prima.  

La asertividad con la que Ariela escribía su novela, la seguridad con la que avanzaba, me dicen que sabía con lucidez y claridad lo que quería, y sobre todo que pensó y planeó a conciencia su libro, los personajes, la trama, y que lo hizo por mucho tiempo. No estamos frente a una autora accidental o que escribe iluminada por el hechizo de las musas, sino impulsada por el trabajo arduo y el esfuerzo contra viento y marea.

Es probable que todos llevemos un libro en el pecho, que todos tengamos una historia que contar, y más aún, una novela. Puede ser un juego de imaginación, o las vicisitudes de una bisabuela o la saga familiar en una casa de locos de remate. Pero no todo el mundo tiene las agallas de sentarse a lidiar con sus fantasmas y sus sueños y sentarse a escribir ese libro anhelado. Esas historias no escritas son perfectas cuando las imaginamos, pero dejan con mucha frecuencia dejan de serlo cuando se niegan a ser escritas como las imaginamos y pierden brillo y fuerza fijas en palabras en el papel. Por ello encontrar que alguien ha llegado a la meta es motivo de regocijo y satisfacción.

Todos tenemos un libro que escribir, y el tema no importa, lo que cuenta es la escritura, la manera de fijar una historia. Sí, todavía es posible escribir otra novela de amor si el autor sabe encontrar el perfil de sus personajes, el ambiente en el que se desenvuelven, el lenguaje que les da vida, la forma de la trama que la impulsa. A todo esto, podríamos llamarlo sabiduría novelesca, o el arte de escribir novelas.

Ariela ha escrito una novela corta donde nos muestra su incipiente sabiduría novelesca, su capacidad de escribir una historia que al final nos deja hambrientos de palabras y con más dudas que certezas (esto es deseable, y un elogio). Y de eso se trata la buena literatura: de movernos y conmovernos, de hacernos sentir y pensar, y dejarnos maltrechos por un tiempo, un tiempo que a veces se extiende por toda la vida. Franz Kafka dice en una carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak: «creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo?»

Todos llevamos al menos una novela en el pecho. Tal vez (salvo esas excepciones que asombran, Rulfo, por ejemplo) se empieza a ser novelista con la segunda novela. Una meta que ya no está al alcance de cualquiera, salvo de los que han hecho del talento un aliado de su sabiduría novelesca para contar historias.

El guardián de las mentiras es la historia de Caro, Carolina, una mujer mexicana, joven y guapa, audaz y sexy, inteligente y libre, casada con Andrés y madre de dos hijos que no conoce límites y necesita arriesgarlo todo para sentirse plena y viva. Aburrida de su vida, de su empleo, de su matrimonio, de su marido (tal vez de Carlos, su hijo; pero no de Ela, su hija), se muestra adúltera, complicada, lúcida, radical, locuaz: desquiciada: fuera de quicio. A Caro podría definirla una palabra: transgresión. Sin romper barreras, su vida no tiene sentido.

Es esta una historia de amor, tal vez, siempre y cuando sea adúltero y clandestino, siempre en fuga:  Me da miedo que un día te tome la mano y mi corazón siga latiendo con normalidad, le dice a Kanan, su amante. Kanan es un misterio, no sólo para el lector, también para Carolina, lo que está claro que es el señor de la mentira. Y la mentira es uno de los temas que atraviesan la novela. Y sus razones y sus consecuencias, por supuesto.

Kanan es un santón, un misionero, un predicador, un actor, un fanfarrón, un impostor. Tal vez una ilusión y un gran misterio. Caro, no se engaña, se dice a sí misma: Sí, Kanan es un mentiroso y por eso lo amo. Sus mentiras llenan mi vida de posibilidades. Sus historias me convencen de que nada es real y que al mismo tiempo todo lo es.

Los cuatro primeros personajes (Caro y Andrés, Kanan y Karla, la amiga) tienen perfiles tan claros y definidos, aun en sus contradicciones, que nos muestran en un espejo novelesco que estamos muy lejos de ser ese modelo de coherencia y cordura que queremos ver cada mañana frente al espejo del baño.

Es esta una novela de contrastes. Sobre Santa Fe, donde vive, dice Caro:  es un basurero convertido en oro, y en esos viajes, sí esta también es una novela de viajes, mostrará la miseria de los heredados, la pobreza extrema, comunidades de casas sin agua ni drenaje, sin techo. Las voces y los personajes nos dan cuenta del registro popular, del pensamiento mágico y la profunda ignorancia frente al discurso culto y racional. Aparece el lenguaje impúdico, escatológico. Los contrastes revelan, en su oposición, una visión lúcida y descorazonadora del país.

La vida familiar, la crianza de los hijos, la escuela de los niños, el muy temprano tedio conyugal, un amor breve e intenso, desquiciante en su irrealidad, nos incomodan y nos mueven. Y advierto desde aquí que esta novela es inverosímil, imposible, fuera de las coordenadas de lo que sucede en este mundo, pero no por ello menos real y menos humano que tantas historias apegadas a lo ordinario, común y cotidiano. Desde la ironía, el sarcasmo y la crítica ácida, recursos que Ariela maneja con extrema eficacia, así como varias técnicas literarias, como puntos de vista contrastantes, diversos narradores y otras herramientas técnicas, la novela se erige como un edificio novelesco sólido y relevante en su estructura nada común. El estilo es directo, cortado, afilado, rudo, de una prosa áspera, que no muestra piedad ni delicadezas. No hay descripciones, ni metáforas ni comparaciones y ensoñaciones ni embelesos. Esta escritura es fría y directa, y yo lo agradezco.

Caro es un personaje de una fuerza extraordinaria. Lúcida y honesta en su cinismo, sabe lo que no quiere en la vida, y huir de ello pareciera su misión, su razón de ser. Dice, sin engaños: Una puede concentrarse en el gris del asfalto o el morado de las jacarandas, es cuestión de perspectiva. Tal vez lo difícil para ella es saber lo que quiere, porque está dispuesta a dinamitarlo todo.

El personaje de Karla merece una mención aparte. Este personaje que va de amiga imaginaria o perfecto embuste a la encarnación del mensajero de Kanan, le da la vuelta a la novela, y nos muestra la ficción dentro de la ficción. La escena en la que irrumpe en el departamento de Carolina y Andrés es de antología.  

Me pregunto su Ariela ha imaginado a una mujer de hoy o un ser imposible; me inclino a pensar en la primera opción. En las películas y los cuentos podemos hacer todo lo que no podemos hacer en la vida real. La rebeldía de Carolina es uno de los signos de la novela, y la fuerza destructora que arrasa lo que aparece a su paso.

En una novela, género abierto y sin reglas, pareciera que debe caber todo. Aquí cabe el amor y el desamor, la vida y la muerte, los hijos y el sentido de la vida, la familia y la sociedad, la riqueza y la miseria, la aventura, el viaje, la búsqueda y, quizá, en el fondo, una luz que muestra tenuemente el camino. Es decir, en El guardián de las mentiras se encuentra lo que esperamos de las novelas. Tal vez porque es un texto que genera más preguntas que respuestas, y ese es un motivo para celebrarlo. ▪