Las coincidencias son inquietantes, quizá por inexplicables. Es inevitable pensar que son hechos y mensajes cifrados que no podemos revelar.
Hay una frase atribuida a Paul Eluard, aunque al parecer no se encuentra en la obra del poeta: Il n'y a pas de hasards, il n'y a que des rendez-vous.* Y su autoría es tan sospechosa que la he visto endosada al menos a otros tres autores (Borges es uno de ellos).
La casualidad no emerge sin el azar, pero Borges nos recuerda que no hay azar: «lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» A Juan García Ponce, que no creía en nada, le encantaban las coincidencias. Creía en ellas, le parecían algo revelador y verdadero.
Julian Barnes detesta las casualidades, lo deja muy claro en El loro de Flaubert. Milan Kundera las incorpora a sus novelas y teoriza y ensaya sobre ellas. Escribe en La insoportable levedad del ser: «Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla.». Un capítulo de La inmortalidad se llama "La casualidad". La casualidad rompe con la monotonía del ser.
Pero tal vez sea Paul Auster el que más lejos ha llevado el juego literario que ofrecen las coincidencias. Podría decirse que en ellas se sostienen algunos de sus libros, y que uno de ellos, El cuaderno rojo, es una suma de coincidencias.
Sófocles en Edipo rey nos muestra unas coincidencias terribles, razones de la tragedia de su protagonista (en la cultura clásica a la revelación del significado de esos hechos se le suele llamar anagnórisis).
Las coincidencias pueden suplir las causas, incluso las últimas. No es un despropósito pensar que el origen fue casual. Las coincidencias, las hay profundas y trascendentes, tienen otro plano, una razón oculta, un motivo latente que no siempre desentrañamos. Pensar que sólo son asombrosas es renunciar al significado profundo de un encuentro. Por inesperadas, las coincidencias son juegos del azar y el destino.
Carl Gustav Jung, asombrado, desarrolló el concepto de sincronicidad, al que le dedicó un libro: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. El principio habla de la simultaneidad de dos sucesos muy vinculados, con mucho en común, incluso idénticos, con sentido, pero que no tienen una conexión causal. Uno no se explica por el otro, lo que rompe la causa efecto de dos hechos vinculados. Sin embargo, ambos hechos juntos son algo más, y su relación entraña un significado, que no siempre podemos comprender.
Solemos creer que todo tiene una respuesta, pero a veces no es posible encontrar el vínculo. ¿Cómo explicar las coincidencias? ¿Cómo comprender las sincronicidades?
La mañana del sábado 27 de diciembre de 2003 fui a una librería muy grande, en avenida Ticomán, al norte de Ciudad de México. Era una librería sucia, mal atendida, cuyo fondo no me interesaba salvo una mínima parte. Ahí compré muchos cuadernos tamaño carta, bien empastados y cosidos, color vino, de papel en el que se podía escribir con una estilográfica.
El apunte del día en uno de esos cuadernos de escritura, una especie de diarios, por decirlo con indulgencia, dice que fui a la librería a comprar un manual (no recuerdo a qué se refiere la nota.) Cerca de la entrada, al pie de una columna, había en el suelo ejemplares de Crónica de la intervención, en una edición en dos tomos de la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta de 1992.
Cada una de las varias columnas de libros alcanzaba el medio metro de altura. Un cartel a mano anunciaba la oferta: diez pesos (poco más del precio de un litro de gasolina) por ejemplar. La novela, en dos tomos, costaba veinte pesos.
Me sentí indignado. Juan García Ponce había sido, con Salvador Elizondo, uno de los héroes literarios de mi adolescencia.
(Asistí a una conferencia, en el Colegio Nacional, en la que estuvieron ambos; García Ponce ya estaba muy enfermo, postrado en una silla de ruedas, sin poder hablar. Y dos amigos míos, en dos momentos de la vida —otra coincidencia—, Graciela y José Antonio, habían sido secretarios de García Ponce, que mecanografiaron, en su máquina de escribir mecánica, las obras que éste les dictaba. Pilar, buena amiga y filóloga española no se cansa de decirme: «Las mujeres no somos como los personajes femeninos de García Ponce. No somos así.»).
No recuerdo si compré un manual o cuadernos, o ambas cosas. Pero al salir sentí la necesidad urgente e irrenunciable de redimir esos libros a saldo, de librarlos de la afrenta de ponerlos en el suelo y rematarlos de cualquier manera.
Compré cuanto pude. Me fui con dos bolsas, tal vez con diez juegos de los dos enormes tomos de Crónica de la intervención (es decir, veinte volúmenes). Volví a casa y dejé los libros en el coche, iría por el mundo regalando la novela de Juan García Ponce a quien la aceptara.
Unas horas después me enteré, estupefacto, que ese mismo día había muerto Juan García Ponce. La muerte de un escritor leído y querido es un desgarramiento. Duele como la partida de un ser muy querido. Yo había leído a conciencia y admirado a García Ponce. Y estaba además el peso de la sincronicidad de haber comprado muchos ejemplares el día que murió, la escandalosa casualidad y el misterio oculto de su significado.
Seguí en la prensa durante varios días las necrológicas y notas sobre su muerte. En una de ellas, encontré una cita, una declaración de García Ponce que doy por buena. La copié en mi cuaderno y aquí la transcribo:
«Los imbéciles dicen que las coincidencias no existen o no tienen importancia. Yo sólo creo, a falta de Dios, en la literatura y en las coincidencias.»
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* https://citationsverifiees.fr/repertoire-des-auteurs/e/eluard-paul/il-n-y-a-pas-de-hasards/
Sobre las citas gratuitas falsas e irresponsables, a las que cualquier persona las atribuye a casi cualquier personaje, ver en este blog: "Si ladran los perros o citar en falso", apunte del 26 de agosto de 2015: https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=cabalgamos