No es fácil encontrar un tema que estimule más la conversación entre escribidores y críticos, lectores y profesores que los premios y concursos literarios. Pareciera un tema infalible para conocer el gusto y opiniones, no sólo literarias, de quien se expresa con sinceridad y con frecuencia con vehemencia.
Se le atribuye a Ernest Hemingway una sentencia tan lúcida como válida: «Alfred Nobel inventó dos artefactos explosivos: la dinamita y el premio Nobel de literatura.» Arremeter contra la Academia Sueca por sus pifias, yerros, olvidos y metidas de pata es casi un deporte que se practica con soltura e ímpetu olímpico.
Mi amigo Raúl me dijo hace tiempo que el único premio en el que creía y merecía su confianza es el de la Lotería Nacional, pero ya hemos padecido, ahí también, casos de corrupción y malos manejos, como los de ¡ay!, (casi) cualquier premio literario.
Hace muchos años fui invitado a ser jurado de un concurso. El día de la deliberación, nos reunimos los integrantes del jurado y la sesión comenzó con el ucase inobjetable de un anciano que sentenció: «Inobjetablemente y sin lugar a dudas, el ganador debe ser...»
Alguien del jurado, un joven idealista, protestó. Dijo que se habían reunido para discutir, deliberar y votar. Fue acusado de irreverente, de comprender nada, y de no respetar la trayectoria y las canas del maestro, etc.
Elegir un ganador y premiar una obra dejó de ser lo importante y la misión del jurado. Tomó su lugar un ejercicio de poder. Inobjetablemente y sin lugar a dudas aquello acabo mal. Fue una lección, una buena práctica de baja política y malas artes.
Los premios que otorgan instituciones, ya sean públicas o privadas, deberían cuidar su nombre y apegarse a las condiciones mínimas de ética y honestidad. Los premios que otorgan las editoriales son estrategias de mercadotecnia que ellas usan vender ejemplares de los libros que editan; un simple mecanismo para impulsar su industria editorial.
Desde hace muchos años, Ricardo, bien enterado, sabía en México quién se llevaría el premio Planeta o el Alfaguara o el Herralde con al menos una o dos semanas de anticipación. Y daba razones y argumentos, chismes y motivos que aderezaban sus numerosos aciertos.
El caso de Juan Marsé es revelador. Le fue concedido el Premio Planeta en 1978 por su novela La muchacha de oro. Luego, fue jurado de ese premio en otras ocasiones. Pero la colaboración con la editorial se salió de madre en el año 2005, con la protesta de Marsé y su dimisión al jurado.* Aquello fue un pequeño escándalo que todavía agita las turbias aguas de los concursos.
Por supuesto que la familia Lara y Planeta tienen el derecho de invertir o tirar su dinero como quieran, el problema es vender como literatura lo que no es, según los criterios y argumentos de, por ejemplo, el propio Marsé, novelista mayor.
Han pasado veinte años desde aquella ruptura, pero el mal continúa, o se agrava. En el Suplemento Babelia del madrileño diario El País, el 8 de noviembre de 2025 se publicaron dos recensiones sobre el ganador y finalista del premio Planeta de este año.
Son devastadoras. No se podría ser más claro y más contundente.
Dice Jordi Gracia sobre Vera, una historia de amor, de Juan de Val (que se ha embolsado un millón de euros del premio): «¿Es absolutamente obligatorio que tantos premios Planeta sean naderías tan planas, tan previsibles, tan vulgarísimas? Leer algunas de estas novelas —Sonsoles Ónega, Juan del Val— duele en el hígado por la falta de miramientos y hasta una especie de cinismo de escritura, de dejadez deliberada para ganar unas cuantas decenas más de compradores, supongo (y la felicidad de un jurado entregado a la causa)».**
Dice Nadal Suau sobre Cuando el viento hable, de Ángela Banzas: «Hay algo cruel en que los suplementos reseñemos el premio Planeta y su finalista como si se enmarcasen en la literatura, cuando hablamos de novelas que jamás asomarían por aquí en circunstancias normales. Es cruel para esos libros, que nunca quisieron ser lo que no son. [...] una novela que, aparte de tener poco que ver con la literatura, dudo que suponga nada del otro jueves en su propio terreno de juego.»***
Estas críticas aniquiladoras no son un caso aislado y sorprendente. Antes lo contrario. Así lo entienden los buenos lectores y críticos interesados en la literatura. Y tal vez encontramos el centro del problema: el premio Planeta no está para premiar la buena literatura, ya no está para eso, sino para promocionar libros de entretenimiento, novelitas baratas para pasar el rato, medios de evasión y simples productos de la industria editorial.
Y que cada quien lea lo que quiera o deba o pueda leer. Que nadie se llame a engaño. El punto es que si ofrecen una novela, el lector espera eso y no otra cosa: una arquitectura de palabras ordenadas en un género que es un arte mayor, y que lograr una gran novela exige talento y dedicación, el dominio de un oficio, y un elemento más, evasivo y difícil de definir, que sólo puedo asociar con un milagro para la revelación de su verdad.
Una novela es también la expresión de un hecho afortunado, una concreción que rebasa las intenciones y recursos de su novelista. Una gran novela suele ser mejor, más grande y profunda que su autor.
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* Véase: Juan Marsé dimite del jurado del Premio Planeta. "Mi derecho a buscar y decir la verdad está por encima del relumbrón del premio", El País del 17 de octubre de 2005. https://elpais.com/diario /2005/10/18/cultura/1129586404_850215.html
** Jordi Gracia, 'Vera, una historia de amor’, de Juan del Val, ganadora del premio Planeta: una insipidez pavorosa, El País, 4 de noviembre de 2025. https://elpais.com/babelia/2025-11-05/a-las-pijas-finas-les-gustan-los-malotes-semirreformados-y-pobres.html
