Un ex presidente de México dijo que la corrupción entre nosotros era cultural. No recuerdo si la consideraba un mal, un defecto, un problema grave o una incómoda y molesta circunstancia de la vida pública con la que teníamos que vivir.
Tendríamos que revisar qué entiende Enrique Peña Nieto por cultural, y si esa lamentable práctica aceita el engranaje de nuestra administración pública para que esa abstracción que llamamos sistema funcione.
No son pocos los mexicanos que consideran a la corrupción como un mal menor, algo inevitable y casi necesario, y una forma de distribuir la riqueza. Robar al erario y obtener ventajas, contratos y beneficios desde el poder con movimientos y acciones esencialmente inmorales pero legales o bajo el amparo de la ambigüedad o limitaciones de las leyes, es una costumbre que hemos cultivado desde hace mucho tiempo.
En la Nueva España, en el siglo XVIII, hubo una serie de cambios más o menos profundos en la administración del virreinato, llamados Reformas Borbónicas. Entre otros objetivos, uno muy claro y definido era atajar la corrupción insufrible de alcaldes y servidores públicos.
Así, la corrupción como la entendemos hoy, es una herencia española. Una práctica insana que cultivamos desde hace muchos años. Se aclara un poco el sentido de la palabra cultural para hablar de corrupción. Tal vez Peña Nieto sabía lo que decía.
En el siglo XIX, entre guerras civiles e intervenciones extranjeras, la corrupción no cedió. Quizá porque a casi nadie le interesaba que cediera. (Buscar el poder y conseguirlo al margen de la legalidad es corrupción; y mantenerse en el poder en contra de la ley también es corrupción.)
Es proverbial la frase atribuida a Álvaro Obregón con la que los militares revolucionarios de principios del siglo XX convencían a sus adversarios y enemigos de cejar en sus pretensiones y que sería mejor que se apartaran del camino: «Nadie soporta un cañonazo de cincuenta mil pesos oro.» El soborno, por supuesto, también es corrupción.
El que no transa no avanza es el primer mandamiento en el camino de la corrupción, y tal vez ya podríamos empezar a configurar una buena colección de frases, adagios y consejos sobre una de las malas artes en la que tenemos un destacadísimo lugar internacional. Aporto una más: «No le pido a dios que me dé, sino que me ponga donde hay.»
Hace poco escuché por primera vez: Los negocios que no dejan margen para robar, no son negocios. Y Los amigos se conocen en la abundancia, porque no te robarán ni pedirán dinero.
La percepción interna de que avanza la corrupción es firme y cada vez aparecen más testimonios, y la percepción externa, de organismos internacionales, confirma lo que sabemos y vivimos todos los días. La corrupción no tiene límites ni fondo.
Tenemos casos, verdaderos escándalos recientes (cada día aparecen en diarios, medios y redes sociales) que nos muestran que los niveles de corrupción podrían parecer inimaginables, increíbles, y que no serían posibles si no se realizan desde el poder.
Es cierto que la corrupción es un fenómeno humano, político extendido en todos los países. Tal vez ninguno esté a salvo de esta corrosión social, pero algunas naciones se toman muy en serio su combate y alcanzan niveles mínimos. Hay sociedades en las que sienta muy mal la corrupción: maneras de ser de un pueblo, y de una tendencia envidiable a cumplir y hacer cumplir la ley.
Como esperanza y tal vez como consuelo, podemos recordar que algunas sociedades muy corruptas en el pasado alcanzan hoy niveles de transparencia y claridad y fiscalización en sus asuntos públicos en verdad envidiables. No todo está perdido, y esa condición cultural puede cambiar si la sociedad así lo exige. Lleva mucho tiempo lograr el cambio, pero es posible.
Por lo pronto, entre nosotros, se habla de transferencias, desvíos, faltantes, montos no comprobados y otros eufemismos que ocultan robos, despojos, desfalcos, apropiaciones ilegales, sobreprecios, comisiones ilegales y otras prácticas sucias. Muy difícilmente al ladrón se le llama ladrón.
La corrupción tiene sin cuidado a muchos ciudadanos, y la aceptación de su práctica es similar a la aceptación de un mal necesario. La corrupción existe como la lluvia y las mareas. Hay que ponerse a salvo, o beneficiarse de ellas. La corrupción goza de una aceptación de buen grado en una parte de la sociedad, sobre todo en la sociedad política.
La expresión enriquecimiento inexplicable es un mal chiste. Quizá porque a todas luces no es inexplicable.
Tal vez el punto de normalización o aceptación de ese enriquecimiento podamos aceptarlo en la familia. Ante un familiar enriquecido de la noche a la mañana, la familia se aglutina en torno al nuevo rico en busca de beneficio y protección a través de una no velada admiración.
No conozco a ningún padre que censure a su hijo por enriquecerse ilegalmente, es decir, robando. No tengo noticia de ninguna esposa que guarde distancia de su marido o pida el divorcio por esa fortuna casi súbita que han amasado; antes, organiza un apresurado viaje a Houston porque necesita dos docenas de trapos de cocina. No conozco un hijo que rechace el coche deportivo, ni la hija que rechace los millones de pesos que su padre, nuevo rico, está dispuesto a gastar en la boda de ella.
La familia acepta ese dinero bajo el lema, no siempre pronunciado: Merezco la prosperidad y la riqueza. Podrían preguntarse cómo es que vivieron alguna vez sin bolsos y accesorios Louis Vuitton, cómo fue posible mirar la hora en relojes de menos de veinte mil dólares.
Pero nadie pregunta en voz alta (y tal vez ni en silencio) cómo fue posible que ese nuevo prócer comprara esa casa del tamaño de un pequeño castillo; nadie se sorprende ni indigna de que ese pariente dio el salto de pasar sus vacaciones en un hotel de clase media en Acapulco a ser dueño de un departamento de lujo en Miami.
El nuevo rico, enriquecido bajo la corrupción, gozará del reconocimiento, de la admiración, de la aprobación abierta o tácita de su clan. Será más querido por sus amigos, más buscado y celebrado. Será el socio ideal, el compadre perfecto, el padrino soñado.
El que se ha enriquecido así, al poco tiempo es un hombre honorable, un ciudadano ejemplar. Y sus hijos, la siguiente generación, gozan de su riqueza sin sombra de sospecha o recelo. Ya son rico de abolengo, y su nombre abre casi todas las puertas.
El que se enriquece bajo el manto de la corrupción, es secretamente admirado. Su aceptación es generalizada. Y el que puede robar y no lo hace, es un tonto y un necio.
Hace muchos años fui testigo de una escena imborrable para mí. Una mujer, no joven, en un proceso de divorcio, con dificultades económicas, dos hijas, obesidad mórbida y un tanto resentida y peleada con la vida, se acercó en una fiesta familiar a su primo hermano. Habían sido muy unidos de niños, pero de adultos no se frecuentaban, y tal vez apenas se toleraban.
Me enteré que trabajas en el gobierno. Y con unos ladrones que dios guarde la hora, dijo. El primo le respondió que sí, trabajaba en el gobierno, en una posición intermedia, en un cargo no llegaba a dirección general, y que no podía afirmar que sus jefes eran ladrones. La mujer insistió y le dijo que lo eran, y que él, el primo, debía de estarse hinchando de dinero. El primo respondió que cobraba su sueldo y nada más. Ni un peso más. Pues si eso es cierto, dijo la mujer, entonces eres un perfecto estúpido. Dio media vuelta y se fue.
La mujer no es un caso aislado. Entre nosotros, al parecer, para muchas, muchas personas, el que no roba es un estúpido.
